PASAJEROS DE ALGÚN TREN...
Pasajeros de algún tren...
Las dos puertas*
Las dos puertas se cerraron a mi espalda dejándome dentro de un vagón que a aquella hora de la tarde estaba más vacío que lleno. Busqué con la mirada un lugar para sentarme y me dirigí hacia uno de los grupos de dos asientos que se miran cara a cara dispuesto a aburrirme las siete estaciones que me separaban de mi destino.
Los viajes en metro son aburridos, porque se une a la imposibilidad de contemplar el paisaje el continuo olvido de un periódico o un libro para entretenerse. La opción pasa por hacer de voyeur; observar al prójimo es el deporte por excelencia en el metro, mirar a los otros viajeros que con cara de no estar haciendo nada se balancean siguiendo el aborregado movimiento que nos impone el traqueteo del vagón. Observar desde el anonimato a cada uno de los viajeros, haciendo una íntima y furibunda crítica de los defectos y características de cada uno de ellos. Imaginar su vida, su estado, su condición e incluso atribuir los vicios dependiendo de la primera impresión.
Un anciano al lado de una puerta, de pie y con los ojos perdidos en el cristal, una señora con un carro de la compra extremadamente grande y de colores hirientes, un par de chicos conversando en un asiento del fondo y una mamá con dos niños especialmente tranquilos para su edad. Poca cosa para observar, poca cosa...
Cuando estaba dispuesto a aburrirme durante todo el trayecto, en la primera estación aparecieron por la puerta tres chicas preciosas con libros en las manos y ojos brillantes. Pensé que sería una suerte que se sentaran en algún lugar que me permitiera observarlas ya que a primera vista las tres eran muy hermosas. Unos uniformes de colegiala de color azul marino muy oscuro y las faldas más cortas de lo que seguramente permitían las normas del colegio, dejaban a la vista unas piernas que se me antojaron largas y preciosas.
Las chicas, después de pasear una mirada por todas las posibilidades que ofrecía el vagón, conversaron delante de la puerta, decidiendo donde irían a sentarse. "Ojalá se sienten cerca" - pensé mientras miraba de forma que quería que pareciera indiferente a través del cristal, pero controlando por el reflejo los movimientos de las tres apariciones.
Vi cómo enfilaban en mi dirección y pensé que aún tendría la suerte de que se sentarán en algún lugar cerca de donde me encontraba, que me permitiera observarlas discretamente. Una de ellas tenía unos movimientos insinuantes y una sonrisa pícara, o al menos eso me parecía a mí.
Fueron avanzando por el pasillo y ya casi estaban a mi altura, por lo que creí que se pondrían en alguno de los asientos que tenía a mi espalda.
Cuando estaba barajando la posibilidad de cambiar de sitio -disimuladamente - para poder seguir observándolas, vi con tremenda sorpresa que se sentaban en los asientos en los que estaba yo. ¡Una a mi lado y las otras dos delante!
Unas miradas de complicidad entre ellas y unas sonrisas.
Me quedé helado. No sabía hacia dónde mirar y miré al suelo intentando no demostrar que me había dado cuenta de que se habían sentado alrededor. No sé por qué hice eso, pero sentí una vergüenza tremenda y miré más hacia el suelo, aunque no pude evitar mirar, de paso, las piernas de las dos chicas que estaban en el asiento de delante y que ahora, debido a la postura, tenían la falda acabando más arriba y mostrando un poco más de pierna.
- ¿Me estás mirando las piernas?. Mira, Lourdes, me está mirando las piernas - dijo la morena del contoneo, en un tono de voz que me pareció extremadamente alto.
Me quedé tan sorprendido que no sabía qué hacer, y me dio la sensación de que todos los ocupantes del vagón se giraban a mirarme con gesto de reproche. Enrojecí.
- Oye, ¿no serás tu uno de esos mirones que disfrutan observando y después cuando les dices algo se callan y no hacen más que sonreír estúpidamente?
En aquel momento me di cuenta de que estaba callado y sonriendo estúpidamente.
- Venga mujer, que lo estás azorando - dijo la de su lado (que pasó a ser bautizada por mí como "el ángel salvador"). Incluso me atreví a dirigirle una mirada de agradecimiento.
- Además, a pesar de no ser guapo, parece que tiene un cierto encanto - terció la de mi lado.
- A ver, precioso, dinos tu nombre...
El mundo se hacía pequeño, y yo también con él.
- Puede que tenga los ojos bonitos... a ver niño, mírame a los ojos. Deja de mirarme a las piernas y mírame a los ojos... por favor... - dijo con un tono cautivador y quise morirme cuando añadió: Si me miras a los ojos, puede que después te deje mirar un poco más las piernas sin protestar.
Las otras dos soltaron una carcajada que me pareció terrible porque auguraba que la cosa no había hecho más que empezar.
La de mi lado puso una mano sobre mi muslo, al tiempo que decía con una voz insinuante:
- Estos pantalones de franela, ¿no te dan mucho calor? , ¿Quizás deberías hacer como nosotras y enseñarnos las piernas?. Deben ser fuertes. ¿Tienes pelillos?
- Déjalo, que lo pones nervioso y así no nos va a enseñar los ojos y tampoco otras cosas. ¿Qué es lo que te gustaría enseñarnos? .
- ¡Pero si huele a colonia! Hummm que olor más bueno ¿Llevas colonia por todo el cuerpo?
¡Me estaban acosando!. Las tres sirenas de 15 años me estaban acosando en público, y yo con 2 años más que ellas no sabía qué hacer, no sabía que actitud tomar... Sudaba, miraba al suelo y de refilón a las piernas, y notaba la mano de la de al lado apoyada en mi muslo... y no me atrevía a moverme.
El tiempo se había detenido, los ocupantes del vagón tenían que estar todos pendientes de aquel acoso, las estaciones no llegaban, mi corazón galopaba y hacía muchísimo calor.
- ¿Por qué me tocas? - dije inconscientemente mientras agarraba la mano de mi vecina y sabiendo instantáneamente que nunca debí haber hecho aquello.
- ¡ Oye niño ! - dijo ella de forma que ahora sí, todos los ocupantes del vagón me miraron. - ¿Quién te ha dado permiso para agarrarme la mano?
Y se puso en pie delante de mí, esgrimiendo un enfado que me hundió en la más absoluta miseria. Mis labios se movían sin decir palabra, notaba el rojo de mi cara y sobre todo, notaba los ojos de los viajeros enviando sus reproches hacia mí. Quería escapar, fundirme, morirme, desaparecer.
- ¿Que os he hecho? -alcancé a decir en voz baja, casi con el último aliento.
Intuí tres sonrisas en los tres rostros que no acabé de deducir si eran de complacencia, de sadismo o de compasión, pero en aquel momento el metro se detuvo en una estación y las puertas se abrieron.
No puedo saber aun cómo lo hice, pero creo que fueron únicamente cinco segundos los que utilicé para salir de un salto del vagón y subir los dos tramos de escaleras hasta la calle. Todo ello sin mirar atrás, pero viendo las tres malditas sonrisas que me perseguían. Caminé casi corriendo tres calles para alejarme más aun si cabe del lugar.
- Sí, no importa lo que valga, ni tampoco el color, lo importante es que pueda llevármelo esta misma tarde. - le decía con vehemencia al vendedor de la casa de ciclomotores en la que había entrado y aún no recordaba como.
- Ya sé que el transporte publico no funciona del todo bien.- me decía el vendedor - pero de eso a jurar por lo más sagrado que nunca más va a utilizar el metro...
- Mire, amigo, antes iré a pie, eso puedo jurárselo... Se lo aseguro.
El vendedor, encogiéndose de hombros se fue a terminar la documentación.
*de Joan. joan@cimat.es
Por precaución*
- ¿Cómo andás, locura? - el hombre le palmea el hombro a un pibe de unos veinticinco años que está sentado al lado de la puerta.
- ¿Cómo anda eso? - el chico tiene mechones de pelo oxigenados, lentes para el sol, remera de Boca -la nueva-, los jeans arremangados por debajo de las rodillas, zapatillas Adidas, sin medias. Se para, saluda al hombre con un beso. Se vuelve a sentar-: ¿Por dónde andabas?
- Tuve que desaparecer por un tiempo, loco - el hombre está vestido con unos borcegos llenos de barro, ya seco, pantalones de lona y una remera azul que le ajusta la panza. Del cuello le cuelga un rosario. Es morocho, grandote y tiene el pelo mojado, peinado hacia atrás. Pone la espalda contra la puerta del vagón, las manos en la parte de atrás de la cintura. Habla fuerte -: tuve que desaparecer un tiempo, loco -repite-, por precaución, viste...
- ¿Qué pasó? - dice el que va sentado.
- Nada, que casi mato a uno, un negro cabeza que se puso re denso.
- ¿Posta?
- Si, acá, en el furgón - señala con la pera, la cabeza tirada levemente para atrás.
Enfrente, con la espalda contra la pared de chapa del vagón, sentado en el suelo, las rodillas levantadas, un pibe lee una revista. Fuma. El humo flota en el aire. Hay muchas bicicletas en la puerta que conecta con el vagón de adelante, mal acomodadas, cerrando el paso.
- Eran de Suárez o Ballester - asegura el de azul. El de Boca aprueba con la cabeza.
El guarda está en la puerta de enfrente, mirando por la ventana, las manos haciendo carpa, los ojos entre el espacio que dejan las oraciones SE RUEGA NO ESTACIONARSE DEL LADO DEL ANDEN y PELIGROSO APOYARSE. Al lado del guarda hay parada una boliviana con dos bolsas para hacer compras llenas de plantas.
- Ese día, un lunes, creo -retoma el de azul- me subo al furgón y voy para el fondo, con el diario,
re tranqui -al hombre se le frunce la piel de color café con leche de la cara. Su tono de voz es grave, ronca -. En eso escucho que dos pibes que estaban sentados ahí -señala con el brazo el asiento de
chapa que está frente suyo, donde ahora hay un pibe escuchando música, tocando la batería-, se cagan de la risa a los gritos, se pegan, se escupen.
- ¿Grandes los pibes? - le pregunta el que va sentado.
- Quince años como mucho.
- Ah... dos guachos - dice el de Boca mientras se tira las gafas para atrás y se las engancha en el pelo. El chico se levanta y se acomoda el jean. Se vuelve a sentar.
- Ahí nomás me puse pillo, loco. Me la veía venir. Pero igual, nada eh, hasta ahí, nada... -el de azul levanta los brazos, pone cara de desentendido-. Seguí leyendo el diario, marqueteando un poco para ese lado,
pero nada más. En un tiro, uno de los dos guachos empieza a apurar a un pibe que está con dos minitas, en la otra punta, ahí, de parados -señala con el brazo hacia el fondo del furgón, donde ahora hay un hombre alto, de traje, con los ojos cerrados-. Dos minitas bien eh, pendejitas, lindas.
El que va sentado se saca los lentes de la cabeza, los pone frente a su boca, exhala en uno de los vidrios, en el otro, y los lustra con la remera de Boca.
- El chabón que estaba con las minitas era re común, venía de laburar, bien empilchadito -el de azul habla cada vez más fuerte -. En una, el más flaquito de los dos guachos, uno que tenía el pelo cortito como un milico, lo encara: "¿esa es tu novia?", y le marca a una de las dos pibas, la rubiecita. El flaco le dice que no. Pero bien, eh... no es que se hizo el valiente, le contestó mal, o algo. Y el negro le dice: "menos mal... porque sino te cagábamos bien a trompadas".
El vagón se tambalea para todos lados por la velocidad que toma el tren. La gente pierde el equilibro y se agarra del de al lado, de las bicicletas. Un par se ponen colorados de la vergüenza, se disculpan con el de adelante.
- ¡Ahí me puse loco! - dice el de azul, agarrado con un brazo a la baranda de hierro que está pegada a la puerta. A la altura del bíceps le asoma el tatuaje de una serpiente enroscada a una daga, en tinta china y en trazos muy gruesos -. Se me subió el cocoliche a la cabeza como si me hubiese pichicateado -con los dedos arma una jeringa en el aire-. No sé, papá, no me cabe que apuren a la gente -una gordita con la remera de The Cure, mochila negra en la espalda, juega con el piercing que le atraviesa la lengua. Está
parada en el medio del vagón, con su bicicleta negra y le presta atención a la charla-. Porque si vos sos un guacho que te gusta combatirte está bien, es la tuya, pero este pibe era un pancho... -el de Boca aprueba con la cabeza y se mira en el frente de sus anteojos para el sol, se acomoda un mechón de pelo-. Y como el boncha este se comió los mocos, lo empezaron a bardear mal... "!Qué miras!, ¡Pedazo de puto!, ¡La concha de tu madre!".
El chico se para, se calza los lentes sobre la cabeza, se estira la remera de boca, la barre con las dos manos como si la tuviese llena de polvo. Se vuelve a sentar:
- Que mala leche los pibes estos, loco....
El guarda, enfrente, se da vuelta. Estira la espalda, se apoya contra la puerta del vagón, de frente a la gente, las bicicletas, los dos que hablan a los gritos.
- En un momento uno de los negros se para y una vieja, toda pituca, que estaba al lado de él, se corre asustada y lo deja pasar. El chabón va directo a donde estaba el otro, de espaldas, chamuyando con las minitas. Le toca un hombro y cuando se da vuelta le pega un grito que lo hace saltar del piso. Todos se dieron vuelta. Y ahí lo empieza a bardear, a pedirle plata.
"Vení, la concha de tu madre... ¡mano a mano, vos y yo!", y lo toreaba, se le plantaba. La gente se corrió y se armó un círculo en el medio del vagón.
¿Viste cuando en la tribuna le dejan el lugar a la barra? Así. El negro le tira arrebatos al aire, la quiere pudrir a toda costa. Y siempre cagándose de la risa. "Qué linda putita tu novia", le decía.
- Y el pibe este nada - dice el de Boca, atento.
- Nada, papá. "Esta todo bien", le decía, "esta todo bien", así, con las manos -el de azul imita el movimiento de manos levantadas del flaco aquel-.
Y ahí nomás, de una, el negro le tira un arrebato.
- ¿Lo puso así de una?
- No. El otro esquivo la piña.
- Capaz que era boxeador - el de Boca se ríe.
- No sé si era boxeador o no, pero ahí no aguanté más - el de azul cierra los puños.
- ¿Saltaste?
- ¡Más vale, loco!, ¿como no iba a saltar? - dice el de azul sacado.
- Yo que sé, loco, hay cada uno dando vueltas - el de Boca apoya la espalda en la pared del vagón. Con la punta de los dedos se toma la camiseta de boca a la altura de los hombros y la tira para arriba, la suelta, la tira para arriba, la suelta. Tres veces.
- Yo sí salto, papá - y se puntea el pecho con el índice- si tengo que saltar, salto.
Un muchacho de overol azul, bajito, con una visera de Frigor toda gastada, levanta la vista por sobre el diario, mira al hombre y vuelve a lo suyo. El tren llega a una estación. Se bajan un par y sube un cartero de Oca, todo de violeta. Colgado de un hombro lleva un bolso lleno de sobres de todos los colores.
- ¿Le pusiste un ñoqui? -pregunta el de Boca.
- No. Le puse los puntos. "¡Anda a sentarte a tu lugar!", le dije, marcándole con el brazo su asiento.
El guarda pega el pitazo parado en el andén, mira para adelante, para atrás.
Entra, cierra las puertas del tren, vuelve a asomar la cabeza, presiona el botón verde y las puertas del furgón se cierran.
- Si el boncha me contestaba, aunque sea una palabra así de chiquita -el de azul muestra con la mano que tan chiquita tenía que ser la palabra-, lo rompía todo. Te juro por Dios que lo rompía todo -le da un beso al rosario-.
No me importaba nada.
- ¿Y que hizo el chabón? - el que va sentado tiene que torcer las rodillas para que pase uno que va a sacar su bicicleta, una de las del medio del montón, contra la pared del vagón.
- El chabón me torea un poco - dice el de azul, atento a los movimientos del que está corriendo las bicicletas -, medio que se me planta, el cuerpo duro.
Yo ni pestañaba. Y ahí recula. Se va para atrás y se sienta del otro lado.
- ¿Así nomás? - el que va sentado se lleva a la boca una soguita de plata que le cuelga del cuello. El de la bicicleta logra salir del enredo y encara para la puerta.
- Si, se comió los mocos.
- ¿Y el otro?
- Nada, sentadito, un algodoncito. Ese era más chiquito -y marca la altura con la mano-, pero si me la tenía que dar me la daba, de eso no tenía ninguna duda. Y ahí, el que apuré, me dice: "La cosa no es con vos, hermano". "Me chupa los dos huevos", le digo yo. "Quedate piola porque te rompo todo", le digo de frente mar -al de azul le asoman en la frente los primeros signos de transpiración.
- ¿Los tenías visto? - el que va sentado mata un mosquito que se le posa sobre la rodilla.
- No, no los tenía - baja un cambio el de azul. El tren se vuelve a mover para los costados y las bolitas blancas del rosario le bailotean sobre la panza. Lo agarra y se lo mete entre el pecho y la remera-. Cuando llegamos a la próxima estación, los negros se bajaron.
- ¿Y ahí no hicieron nada?
- No, pero cuando el tren arrancó el guacho al que había apurado me apuntó con la mano y me tiró dos veces -el de azul imita la pistola con la mano, y apunta hacia la cara del de Boca.
- Para, loco, no seas piedra... -el de Boca le baja la mano.
El tren llega a una nueva estación. La gordita del piercing baja con su bicicleta. La boliviana también baja y con las hojas de un palo de agua enorme que sobresale de una de las bolsas le pega en la cara a uno que está entrando.
- Como zafó el pibe que iba con las minitas, ¿no? - tira el que va sentado.
- El chabón no sabía como agradecerme.
Al de Boca le llega un mensaje de texto. Estira las patas, saca el teléfono de unos de los bolsillos de adelante del pantalón, lo abre y lee. Pasa un vendedor ambulante. Saluda a uno.
- Por eso desaparecí por un tiempo, loco. Por precaución.
- Está bien, vieja, hay que cuidarse. Yo haría lo mismo.
El de azul se da vuelta, arma una carpa con la mano y se pone a mirar por la ventana de la puerta. El que va sentado se para:
- Me bajo acá, amigo.
El tren frena. El de azul despide a su compañero:
- Bueno, che, nos vemos cualquier día de estos - y le pega una palmadita en la cara - ¿Vos todo bien, no? - y se pasa el antebrazo por la frente para secarse el sudor.
- Si, todo tranquilo...- dice el de Boca. Se abren las puertas y el pibe baja detrás de una señora que va con una nena de la mano. Antes de perderse de vista se da vuelta y saluda -: ¡Cuidáte, papá! -. El de azul levanta el pulgar.
El de Boca se aleja por el andén. El número diez de su remera, en amarillo, estampado sobre un azul muy fuerte, sobresale entre el grupo de gente que camina pesadamente hacia la salida. El guarda se asoma, mira para adelante, para atrás, pita y cierra las puertas.
*de Mariano Abrevaya Dios mabrevayadios@plussistemas.com.ar
http://hermanosdios.wordpress.com
Los pasajeros del tren de la noche*
*Rodolfo Enrique Fogwill
Para Elvio Vitale
Nadie conoce bien cómo se inició. La primera noticia se supo un jueves, pero eso no demuestra nada: las cosas pudieron comenzar días o semanas antes de aquel jueves de diciembre cuando el mayorista de cigarrillos y el vendedor de diarios de la estación dijeron que volvían los soldados y que esa mañana,
un jueves al comienzo del verano, ellos mismos, juntos, habían visto con sus propios ojos a Diego Uriarte bajando del tren que lleva los tarros de los tambos y trae los diarios del día anterior y los paquetes con los pedidos de los mayoristas. Jiménez del quiosco de revistas y Kentros, el cigarrero, contaron la noticia esa misma mañana y por eso en el pueblo se piensa que fue aquel día que comenzaron a volver, pero todo bien pudo haber comenzado antes, el día anterior, o el jueves anterior, en otro tren, o en el mismo tren, que es el que llega de madrugada y sale de la capital cuando oscurece y por eso lo llaman el tren de la noche.
Que habían visto a Diego Uriarte bajar del tren de la noche, que vieron cómo se despedía de un montón de soldados que llenaban el segundo vagón y que cruzó el andén con otros dos también vestidos con ropa de soldado. Que uno de ellos debía de ser Miguel Sanders -cree Jiménez- y que al otro, uno negro
y menudo, ninguno de los dos lo reconoció, ni Jiménez ni Kentros. Eso contaron. Los tres muchachos, desde la punta del andén, se despidieron de los que pasaban pegados a las ventanillas del vagón saludando y mirando con curiosidad las calles principales del pueblo que ya estaban iluminadas por
el sol, aunque los faroles de la plaza de la estación y los reflectores de algunas vidrieras seguían encendidos. Que los tres muchachos recién vueltos se separaron enseguida y que tomaron cada uno para su lado: Uriarte, por la calle principal, hacia su casa, el morocho que no era conocido trepó el
camino de la vía, se fue yendo para el lado de las quintas, y el otro, que Jiménez dijo debía de ser Miguel Sanders, cruzó los terraplenes y enfiló para el lado de la mina de cal. Kentros a ése no lo reconoció, pero bien pudo ser el muchacho de Sanders, porque los Sanders viven atrás de la loma
blanca, pasando la mina de cal, y para llegar a la casa de la madre de Sanders hay que seguir hasta el final por el camino de las caleras.
Y esa mañana comenzó todo. A saberse comenzó todo, pero bien pudo haber comenzado antes, días atrás o semanas atrás. Esa mañana se lo comentó mucho porque los dos que estaban en la estación esperando la llegada del tren reconocieron a Diego entre los tres soldados que volvían, y Diego Uriarte era un muchacho conocido por todos, porque era el hijo del patrón del buffet del Club Social donde funcionaba el casino, porque había sido capitán del equipo de básquet y campeón de paleta, y porque en el pueblo todos estaban convencidos de que Diego Uriarte había muerto en el frente hacía dos años y hasta le habían hecho unas misas. Por eso, más que por otra cosa, corrió la voz y todos se acuerdan de aquel día y suponen que los soldados comenzaron a volver aquel jueves 5 de diciembre.
Claro que nadie le iba a contar a Diego que lo estuvieron dando por muerto y que le habían hecho misas. Él ha de haber llegado a la casa del padre, se habrá quitado para siempre la ropa militar y en medio de la alegría de la familia y de la impresión por verlo vivo y de vuelta nadie ha de haberle comentado nada y se habrá ido a dormir, cansado del viaje, contento de acostarse por fin en una cama limpia después de tanto tiempo.
En el centro, en la vereda de la confitería y en las mesas de juego del Club Social recién se lo vio aparecer por la tarde del sábado, cuando ya todos conocían que estaba vuelto al pueblo y estaban empezando a olvidar la historia de los homenajes y las misas.
Aunque después no pudo haber faltado alguien que por curiosidad, o por hacer un chiste, hablara de las misas con él, o con los otros que siguieron llegando. Con Sanders no. Los Sanders viven del otro lado de la sierra, más allá de la mina de cal, y casi nunca bajan a este pueblo; hacen compras en el almacén de campo de Santiago Nasar y para fiestas y para bailes se van al otro pueblo, donde la madre de Sanders tiene las hermanas.
Pero a Diego Uriarte o a cualquiera de los que volvieron después, no les debe de haber faltado el curioso, o el bromista, que les hiciera entender que todos en el pueblo, hasta las madres mismas, los habían estado dando por muertos.
Hay cuestiones de lógica: a la madre de Federico Ortiz le consta que recibió telegramas de pésame mandados del ejército, con los bordes del papel teñidos de negro, y que después le vino el cheque con la indemnización para cobrar en el Banco Provincia. Si no todas, bastantes madres han de haber recibido
cheques o telegramas por los parientes muertos. Es lógico: tarde o temprano, la madre de Ortiz, o la de Uriarte -si también ella recibió telegramas o cheques- o cualquier otra madre que hubiera recibido cheques o telegramas, debió de hablar con el hijo de la cuestión, y más de una habrá andado
pensando si la plata del cheque -unos pesos miserables- no tendría que devolvérsela al gobierno.
Pero no consta que la madre de Ortiz ni alguna de las otras lo hayan hablado con los hijos, ni con los conocidos de ellas ni de los hijos. A la cuestión de los telegramas y los cheques se la callaron, tal como se callaron muchas cosas las madres. ¿O fue que adivinaban todo desde el comienzo?
Al comienzo fue el tren del 5 de diciembre, el primer caso que se conoció, aunque todo bien pudo haber comenzado antes. Después, durante aquel verano, los trenes de la noche del miércoles, que llegan siempre entre las cinco y media y las seis menos cuarto de la mañana de los jueves, siguieron dejando soldados de vuelta y muchas madres de soldados, que sabían que a los hijos los iban licenciando, se ponían desde temprano en los andenes a esperar y esperaban, y después, cuando el tren seguía viaje trepando despacito la cuesta de la sierra baja, quedaban en el andén un montón de mujeres llorando alrededor de unos pocos soldados muertos de sueño. Todas llorando: unas por la emoción, porque acababan de recibir al hijo, otras porque se habían puesto a esperar que de ese tren bajara un hijo que no les había llegado.
La guerra tiene esas cosas. Y las madres, que son tan resignadas para traer hijos al mundo y para servir a los hijos de ellas y a los hijos de otras, no pueden resignarse cuando les falta un hijo, y siguieron yendo al andén de la estación a esperar y esperar, muchas con los maridos, o con los otros hijos civiles o con las nueras y los nietos, y así los jueves desde temprano la estación se llenaba de gente esperando la llegada del tren de la noche.
Aunque las últimas semanas, para marzo, o abril, cuando vino la época de las lluvias, muy pocas madres esperaban porque ya a casi todas les había vuelto el hijo.
El último soldado llegó a fines de abril, solo. Fue Sergio Guebel, hijo de los judíos de la semillería. En la estación estaban nada más que la madre de él, unas vecinas, la chica que había sido la novia y Jiménez y Kentros, el cigarrero, que hablaban de la guerra con el padre de Sergio, y contaron que el viejo fumaba un cigarrillo atrás del otro en el andén, empapado por la lluvia, esperando. Parece que Sergio Guebel bajó desde el segundo vagón, besó a la madre que lloraba llorando también él, no tanto por encontrarse
con la familia sino por despedirse de los soldados que venían en el vagón con él, que habían hecho con él toda la guerra juntos y seguramente se bajarían en otros pueblos, en los últimos ramales de este ferrocarril.
A la madre de Guebel no le habían dado pésame ni cheque. En cambio le había llegado una carta del Comando con felicitaciones, porque el hijo, decía la carta, había tenido una acción heroica contra unos tanques. Ver después a Guebel, con su uniforme holgado y viejo, los borceguíes deslucidos, sin medallas y sin siquiera una jineta de cabo o de sargento, hacía pensar que el telegrama decía eso como pudo haber dicho cualquier otra cosa. "Con lo ocurrido, ¿quién puede creer en lo que dicen los telegramas?", pregunta Rienzi, uno que vio a Guebel por esos días en los que anduvo por el pueblo vestido de soldado hasta que le compraron ropa nueva y lo pusieron a trabajar en la camioneta del padre llevando bidones con fertilizantes, bolsas de semillas y comida balanceada para chanchos.
La guerra es una cosa llena de errores. En la batalla del 22 de agosto, por ejemplo, artillería necesitaba bombardear una fábrica Dupont clausurada donde los enemigos almacenaban municiones y remedios, y bombardearon otra fábrica, la Dinam, porque en el plano viejo de la ciudad que estaban tratando de ocupar figuraban equivocados los nombres de las fábricas. ¡Quién sabe cuántos que estaban trabajando en la fábrica habrán muerto por el error de un dibujante que copió mal la guía de la ciudad...! ¡Cientos o miles de personas inútilmente muertas por un error del mapa! El cañoneo de la fábrica Dinam es un ejemplo: tanta destreza de los artilleros y tanto estudio del viento, la distancia, la curva de inercia de los proyectiles y los telémetros y los goniómetros, para volver escombros una fábrica equivocada...
Pero la gente se acostumbra, se amolda. Lo mismo en las ciudades grandes, como en los pueblos chicos y en los pueblos medianos como éste, se amolda.
Cayetano Sain, que hizo una fortuna como revendedor de flores de las quintas, lo explica así: "Yo estaba tratando de dejar de tomar. Tomaba todo lo que quería en las comidas -tomaba vino- pero no probaba un vermut ni una gota de alcohol fuera de las comidas. Un sábado fui a la confitería, a la parte de atrás, y me senté en la mesa de Jesús Noble, otro de los soldados vueltos. Ya había pasado mucho tiempo de la época de las llegadas del tren de la noche, pero a Noble no lo había vuelto a ver. Lo saludé como si nada. Él estaba amistoso conmigo, pero también me saludó como si hubiéramos pasado nada más que una semana sin encontrarnos. Quién sabe fue casualidad, quién sabe él de tanto ver gente en la confitería pensó que me había vuelto a ver también a mí. Tomaba vino blanco, yo me prendí. A la segunda vuelta ya estábamos contando cuentos y hablando de pavadas. Creo que tomé como diez vasos de vino, que no me hicieron nada. Él tomaba a la par, igual que yo.
Estaba medio borracho, le costaba levantarse de la mesa y al hablar medio se le trababa la lengua. Pero a mí fue como sentarme con cualquier otro, como si hubiera estado mi capataz Rogelio en vez de él en la mesa. Se hace una cosa natural... ahora me doy cuenta, es la primera vez que lo hablo... ni a mi mujer se lo conté, ni a Graciela, de tan natural que me pareció verlo...".
Porque las costumbres pueden más que cualquier otra cosa. Según Pugliese, el martillero, las costumbres siempre acaban ganando. Cuenta que un día estaba con su socio viendo una chacra y que Avelino, el socio, quería ir a visitar a un cliente, pero él tenía que volver a la ciudad, entonces le dejó el auto porque Quirós, otro de los soldados vueltos, le ofreció arrimarlo con su camión, un Scania. Dice Pugliese que se sentó en el Scania y que no se hubiera acordado de nada si no fuese porque notó que en el parabrisas,
colgada de la visera que en el camión se usa para tapar el sol, había una medallita de la guerra, esas de níquel con Cristo Vencedor y la cara del General grabada. Dice que se acordó, y que por un momento hasta sintió impresión: "Acuérdense -dice- de que yo era de la comisión del templo, así que estuve en todas las misas, contando la de él, la de Quirós". Pero Pugliese se entretuvo tanto hablando con Quirós sobre radios y radioaficionados que se olvidó de todo enseguida y era como si el que manejaba el Scania fuese su propio socio, Avelino, y no un soldado vuelto.
"Y ojo, que yo ya sabía por la comisión de la parroquia de lo que había pasado en los otros pueblos...", aclara Pugliese.
Aunque uno sepa todo, lo que más pesa es lo que hacen los otros: lo que los otros le colocan frente a los ojos es la verdad y lo demás no cuenta. Hasta Torraga, que no quería que su hija se casara con Horacio, un soldado vuelto con el que había ennoviado de chica, lo reconoce: "No es que pensara que mi chica no lo quería, o que el muchacho fuera malo. Pero cuando Horacio, que venía siempre a casa, me pidió de casarse con ella, le dije que lo necesitábamos pensar, porque yo ya había visto que la hija de Orlando se había casado con uno de los vueltos hacía tres años y no había tenido hijos.
Y la partera, la viuda del doctor Álvarez, que después se casó con ese otro soldado vuelto, Márquez, hacía dos años que quería encargar y no quedaba, y eso que era partera. Era por ese miedo, no por desprecio del muchacho, por lo que le dije que lo tenía que pensar. Pero hoy en día nadie puede oponerse
a que los jóvenes se casen, y si el padre se opone, es peor, se encaman en los moteles de la ruta, y los sábados cuando uno pasa por ahí los ve llenos de gente joven que va en los autos de los padres y uno mira la fila de coches estacionados y ya sabe quiénes son los que están ahí revolcándose entre las sábanas podridas...", dice el vasco Torraga.
Así son las costumbres y la gente se amolda, y más que lo que cada uno puede saber importa lo que los demás le muestran. Ahora se acepta que los jóvenes saquen el auto de los padres y se vayan con las chicas del pueblo al motel de la ruta, a medianoche, los viernes y los sábados, y a los mismos que
cuando estaban de novios con la que ahora es su mujer ni se les hubiera cruzado la idea de hacer esas cosas dejando el auto a la vista de todos, frente a la ruta, ahora permiten que las hijas vayan al motel como quien va a la plaza. Y un hombre como Pugliese, que estuvo en la misa que le hicieron a Quirós y hasta Avelino sabe perderse las noches jugando al póquer con Diego Uriarte, que no se casó y es un timbero empedernido que derrocha en las mesas todo lo que durante el día se gana atrás del mostrador, en el buffet del mismo club.
Tampoco ellos han hecho nada para llamar la atención. Nadie habla de que hayan disimulado, pero tampoco se ha visto que naciera de ellos algo que llamara la atención de la gente, como si ellos mismos hubiesen sabido -tal vez sabían- que con el tiempo todo el pueblo daría por natural tenerlos con
ellos, a fuerza de amoldarse. Alguna vez se los ve juntos, de a dos, de a tres, por esas casualidades que suceden. Marina Echagüe una vez fue a la carrera de autos para llevar a los alumnos del instituto y vio que en la curva, donde la mayoría de los muchachos jóvenes quiere ponerse para ver cómo los autos preparados entran a toda máquina, clavan los frenos, rebajan a segunda y salen derrapando, estaba Federico Ortiz y que cerca de él estaba Diego Uriarte con una barra de hombres del Club Social, y que a un paso de allí también estaba Juan Molina, que era otro de los muertos de la guerra.
Tal vez fuera casualidad, pero dice Marina que cuando la gente se adelantó para sacar el coche de Rubolino que se había ido contra los alambrados, los cuatro -Diego, Juan, Federico y Rubolino- quedaron juntos hablando entre ellos como amigos.
Hay veces -fiestas de bautismos, inauguraciones de negocios, casamientos- en las que en un lugar cerrado se encuentran dos o más de ellos, y entonces no ha de faltar quien los mire hablar y divertirse entre ellos y vuelva a pensar.
Mucho se pensó cuando se supo que esto no había pasado en otros pueblos. La noticia llegó por gente de la parroquia, que fue a una asamblea en Coronel Insúa, habló el tema y los de Insúa se asombraron, y entonces se pusieron a averiguar y todos terminaron sabiendo que nada más a este pueblo habían
vuelto todos los soldados. En esos días dio ganas de mirar qué hacían ellos, si cabildeaban juntos, o comentaban entre ellos algo, pero nadie les notó nada diferente. Una vez más -se ve- confiaron en que con el tiempo también el hecho de que esto nada más ocurriera en el pueblo se iba a olvidar.
Y tuvieron razón, porque con los años todo se olvidó. En un tiempo en el que muchas parejas se ponen a edificar casas, a hacer viajes afuera, y pasan la noche en fiestas para copiarse las costumbres y hacerse ver la ropa y mirarles a los otros la ropa o las cosas nuevas que siempre estrenan, las parejas sin hijos son cada vez más comunes y no es raro que ellos, que no son más que una parte de tantas parejas sin hijos que se la pasan mostrándose la ropa, tampoco tengan hijos. Total, chicos siempre siguen naciendo.
Los que nacieron el verano cuando la vuelta de soldados comenzó, deben de andar ahora por los diez años y seguro que no saben nada de ellos. Para estos chicos, todo lo de la guerra es un cuento de viejos y cuando hablan con uno de ellos, cuando por caso los sobrinos de Ortiz o de Vigliani se quedan con el tío, juegan como si estuvieran con cualquier otro y los tíos los alzan en brazos, o los llevan al circo, a la calesita o al cine cuando hay películas permitidas como cualquier tío del pueblo se ocupa de pasear a
los sobrinos chicos. Así estas criaturas crecen sin saber nada, iguales que los grandes, que saben, pero que andan por ahí sin darse por enterados de lo que estuvo pasando todos estos años.
Por eso nadie los va a enterar, y los chicos van a crecer, van a vivir, van a hacer otros hijos y se van a morir sin saber estas cosas, aunque muchos se las escriban y las guarden para ver si pasados los años a alguien le pueden interesar.
Morizzi es profesor en el colegio: llegó como suplente por unos meses, se entusiasmó y se quedó en el pueblo. Tiene diploma de filosofía, le gustan las letras y se pasa los días libres y las vacaciones juntando escritos de la gente y armando los concursos de la secretaría de cultura del municipio.
Él puede confirmar esta impresión de que los chicos de ahora nunca van a saber lo que pasó. "Es -dijo una noche en el bar- como con los peces: podrán saber de todo, pero lo último de lo que un pez se entera es de que vive en el agua..."
-Hasta que alguien lo pesca... -razonó el turco.
-Claro -contestó él-, pero entonces ya es un pescado, y bien de poco le va a servir saber que se pasó la vida en el agua...
Cuando no hay viento, en las noches sin viento de verano, y también en invierno, antes de las tormentas, desde cualquier lugar de la ciudad se puede oír el paso de los trenes. A las doce pasa el Norteño, iluminado, porque siempre va llevando turistas de lujo que justo en el momento de cruzar por el pueblo están de sobremesa en el gran coche comedor. A la una y media pasa el Rápido, un tren de carga que viene vacío y que a pesar del nombre pasa despacito para enganchar sin riesgo el cambio de las vías. A las cuatro está el Mixto, que sale a las seis de la tarde desde la capital, con vagones de carga y otros de pasajeros. Ése no para en el pueblo, pero el guarda saluda hamacando el farol verde y colorado cuando cruza por la casilla del señalero que le hace los cambios. Todo el pueblo conoce y sabe oír esos trenes y a veces da el temor, al despertar sobresaltado a medianoche, de que un tren que llega de repente no sea el Norteño, ni el Mixto ni el Carguero de las cuatro, y pueda ser un tren nuevo, viniendo en dirección contraria, y se pare en el pueblo soltando un largo pitido triste y vaya arrancando despacio, como con sueño, camino de la capital, y se los lleve a todos, otra vez, para siempre.
Rodolfo Enrique Fogwill nació en Buenos Aires en 1941. Es sociólogo, fue profesor titular de la Universidad de Buenos Aires, editor de una legendaria colección de libros de poesía, ensayista y columnista especializado en temas de comunicación, literatura y política cultural. El cuento "Muchacha punk", que recibiera el primer premio en un importante certamen literario en 1980, lo hizo abandonar su carrera empresaria y comenzar, según sus palabras, "una trama de malentendidos y desgracias" que lo llevaron a su actual "oficio" de escritor.
Textos suyos integran diversas antologías publicadas en Cuba, México, España y Estados Unidos. Entre sus obras están: El efecto de realidad (1979), poemas; Las horas de citas (1980), poemas; Mis muertos punk (1980), cuentos; Música japonesa (1982), cuentos; Los Pychyciegos (1983), novela ;
Ejércitos imaginarios (1983), cuentos; Pájaros de la cabeza (1985), cuentos; Partes del todo (1990), poemas; La buena nueva (1990), novela; Una pálida historia de amor (1991), novela; Muchacha punk (1992), cuentos; Restos diurnos (1993), novela; Cantos de marineros en las pampas (1998); Vivir
Afuera (1998), novela.
*FUENTE: http://www.abanico.edu.ar/2005/07/fogwill.tren.htm
Correo:
El solitario Capitán del Irizar*
El adjetivo de solitario puede ser una referencia despectiva o todo lo contrario: Una apreciación de excepción porque "el resto" de los mortales consideran que es el único que hace lo correcto.
Para el caso, podría ser que el adjetivo por excepción sea el que le quepa al Capitán del Rompehielos Almirante Irizar. No importa ni su historial militar ni su responsabilidad con lo que haya sucedido a bordo de la nave en este accidentado viaje. Lo que importa es que él se quedó a bordo de la nave.
Lo lamentable es que diversos periodistas de nuestros "esenciales" programas porteños, tanto de radio como de televisión, se han mofado de la actitud. Petinatto, haciendo una cargada con un señor de baja estatura dentro de una caja de cartón que simulaba ser el Irizar. Otros diciendo que era un "boludo" por haberse quedado a bordo.
¿Qué nos pasa que somos tan desgraciados en resaltar negativamente los valores que debemos recuperar para nuestra Sociedad?.
El Capitán no abandonó el barco y lo despreciamos. El máximo responsable de la seguridad de los locales nocturnos del municipio mas populoso de la Argentina, Buenos Aires, se quedó a bordo hasta que hubo que echarlo. Hoy vuelve a aparecer entre candidatos y candidaturas y nadie dice nada.
No recuerdo si solo renunció o si también se pegó un tiro, pero el Presidente de Japan Airways dejó su lugar en el mismo instante en que se supo que el avión de la empresa estrellado con 450 personas a bordo fue por falta de mantenimiento (circa 1985). El Capitán del Titanic se hundió con su barco.
Él era inglés, seguro que decimos que fue un caballero. Del Japonés, seguro que decimos que tuvo honor porque era japonés. Del Intendente que hubo que echarlo y ahora vuelve a las andadas, no decimos nada, apenas que no supo manejar las respuestas mediáticas y políticas.
Del Capitán del Irizar, un caballero en esta situación, hemos dicho que es un boludo. Seguro que esos mismos, si el accidente hubiera ocurrido por un trabajo mal realizado y una coima entre medio, seguro que en el micrófono harán un escándalo y, fuera de micrófono, adjetivarán de vivo al que se quedó con el cambio.
*de Jorge de Mendonça. jorgedemendonca@gmail.com
- Abril 14 de 2007 - DNI 14.381.615 - Ingeniero White
- Buenos Aires
*
Reescribiendo noticias. Una invitación permanente y abierta a rastrear noticias y reescribirlas en clave poética y literaria. Cuando menciono noticias, me refiero a aquellas que nos estrujan el corazón. Que nos parten el alma en pedacitos. A las que expresan mejor y más claramente la injusticia social. El mecanismo de participación es relativamente simple. Primero seleccionar la noticia con texto completo y fuente. (indispensable) y luego reescribirla literariamente en un texto -en lo posible- ultra breve (alrededor de 2000 caracteres).
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Las dos puertas*
Las dos puertas se cerraron a mi espalda dejándome dentro de un vagón que a aquella hora de la tarde estaba más vacío que lleno. Busqué con la mirada un lugar para sentarme y me dirigí hacia uno de los grupos de dos asientos que se miran cara a cara dispuesto a aburrirme las siete estaciones que me separaban de mi destino.
Los viajes en metro son aburridos, porque se une a la imposibilidad de contemplar el paisaje el continuo olvido de un periódico o un libro para entretenerse. La opción pasa por hacer de voyeur; observar al prójimo es el deporte por excelencia en el metro, mirar a los otros viajeros que con cara de no estar haciendo nada se balancean siguiendo el aborregado movimiento que nos impone el traqueteo del vagón. Observar desde el anonimato a cada uno de los viajeros, haciendo una íntima y furibunda crítica de los defectos y características de cada uno de ellos. Imaginar su vida, su estado, su condición e incluso atribuir los vicios dependiendo de la primera impresión.
Un anciano al lado de una puerta, de pie y con los ojos perdidos en el cristal, una señora con un carro de la compra extremadamente grande y de colores hirientes, un par de chicos conversando en un asiento del fondo y una mamá con dos niños especialmente tranquilos para su edad. Poca cosa para observar, poca cosa...
Cuando estaba dispuesto a aburrirme durante todo el trayecto, en la primera estación aparecieron por la puerta tres chicas preciosas con libros en las manos y ojos brillantes. Pensé que sería una suerte que se sentaran en algún lugar que me permitiera observarlas ya que a primera vista las tres eran muy hermosas. Unos uniformes de colegiala de color azul marino muy oscuro y las faldas más cortas de lo que seguramente permitían las normas del colegio, dejaban a la vista unas piernas que se me antojaron largas y preciosas.
Las chicas, después de pasear una mirada por todas las posibilidades que ofrecía el vagón, conversaron delante de la puerta, decidiendo donde irían a sentarse. "Ojalá se sienten cerca" - pensé mientras miraba de forma que quería que pareciera indiferente a través del cristal, pero controlando por el reflejo los movimientos de las tres apariciones.
Vi cómo enfilaban en mi dirección y pensé que aún tendría la suerte de que se sentarán en algún lugar cerca de donde me encontraba, que me permitiera observarlas discretamente. Una de ellas tenía unos movimientos insinuantes y una sonrisa pícara, o al menos eso me parecía a mí.
Fueron avanzando por el pasillo y ya casi estaban a mi altura, por lo que creí que se pondrían en alguno de los asientos que tenía a mi espalda.
Cuando estaba barajando la posibilidad de cambiar de sitio -disimuladamente - para poder seguir observándolas, vi con tremenda sorpresa que se sentaban en los asientos en los que estaba yo. ¡Una a mi lado y las otras dos delante!
Unas miradas de complicidad entre ellas y unas sonrisas.
Me quedé helado. No sabía hacia dónde mirar y miré al suelo intentando no demostrar que me había dado cuenta de que se habían sentado alrededor. No sé por qué hice eso, pero sentí una vergüenza tremenda y miré más hacia el suelo, aunque no pude evitar mirar, de paso, las piernas de las dos chicas que estaban en el asiento de delante y que ahora, debido a la postura, tenían la falda acabando más arriba y mostrando un poco más de pierna.
- ¿Me estás mirando las piernas?. Mira, Lourdes, me está mirando las piernas - dijo la morena del contoneo, en un tono de voz que me pareció extremadamente alto.
Me quedé tan sorprendido que no sabía qué hacer, y me dio la sensación de que todos los ocupantes del vagón se giraban a mirarme con gesto de reproche. Enrojecí.
- Oye, ¿no serás tu uno de esos mirones que disfrutan observando y después cuando les dices algo se callan y no hacen más que sonreír estúpidamente?
En aquel momento me di cuenta de que estaba callado y sonriendo estúpidamente.
- Venga mujer, que lo estás azorando - dijo la de su lado (que pasó a ser bautizada por mí como "el ángel salvador"). Incluso me atreví a dirigirle una mirada de agradecimiento.
- Además, a pesar de no ser guapo, parece que tiene un cierto encanto - terció la de mi lado.
- A ver, precioso, dinos tu nombre...
El mundo se hacía pequeño, y yo también con él.
- Puede que tenga los ojos bonitos... a ver niño, mírame a los ojos. Deja de mirarme a las piernas y mírame a los ojos... por favor... - dijo con un tono cautivador y quise morirme cuando añadió: Si me miras a los ojos, puede que después te deje mirar un poco más las piernas sin protestar.
Las otras dos soltaron una carcajada que me pareció terrible porque auguraba que la cosa no había hecho más que empezar.
La de mi lado puso una mano sobre mi muslo, al tiempo que decía con una voz insinuante:
- Estos pantalones de franela, ¿no te dan mucho calor? , ¿Quizás deberías hacer como nosotras y enseñarnos las piernas?. Deben ser fuertes. ¿Tienes pelillos?
- Déjalo, que lo pones nervioso y así no nos va a enseñar los ojos y tampoco otras cosas. ¿Qué es lo que te gustaría enseñarnos? .
- ¡Pero si huele a colonia! Hummm que olor más bueno ¿Llevas colonia por todo el cuerpo?
¡Me estaban acosando!. Las tres sirenas de 15 años me estaban acosando en público, y yo con 2 años más que ellas no sabía qué hacer, no sabía que actitud tomar... Sudaba, miraba al suelo y de refilón a las piernas, y notaba la mano de la de al lado apoyada en mi muslo... y no me atrevía a moverme.
El tiempo se había detenido, los ocupantes del vagón tenían que estar todos pendientes de aquel acoso, las estaciones no llegaban, mi corazón galopaba y hacía muchísimo calor.
- ¿Por qué me tocas? - dije inconscientemente mientras agarraba la mano de mi vecina y sabiendo instantáneamente que nunca debí haber hecho aquello.
- ¡ Oye niño ! - dijo ella de forma que ahora sí, todos los ocupantes del vagón me miraron. - ¿Quién te ha dado permiso para agarrarme la mano?
Y se puso en pie delante de mí, esgrimiendo un enfado que me hundió en la más absoluta miseria. Mis labios se movían sin decir palabra, notaba el rojo de mi cara y sobre todo, notaba los ojos de los viajeros enviando sus reproches hacia mí. Quería escapar, fundirme, morirme, desaparecer.
- ¿Que os he hecho? -alcancé a decir en voz baja, casi con el último aliento.
Intuí tres sonrisas en los tres rostros que no acabé de deducir si eran de complacencia, de sadismo o de compasión, pero en aquel momento el metro se detuvo en una estación y las puertas se abrieron.
No puedo saber aun cómo lo hice, pero creo que fueron únicamente cinco segundos los que utilicé para salir de un salto del vagón y subir los dos tramos de escaleras hasta la calle. Todo ello sin mirar atrás, pero viendo las tres malditas sonrisas que me perseguían. Caminé casi corriendo tres calles para alejarme más aun si cabe del lugar.
- Sí, no importa lo que valga, ni tampoco el color, lo importante es que pueda llevármelo esta misma tarde. - le decía con vehemencia al vendedor de la casa de ciclomotores en la que había entrado y aún no recordaba como.
- Ya sé que el transporte publico no funciona del todo bien.- me decía el vendedor - pero de eso a jurar por lo más sagrado que nunca más va a utilizar el metro...
- Mire, amigo, antes iré a pie, eso puedo jurárselo... Se lo aseguro.
El vendedor, encogiéndose de hombros se fue a terminar la documentación.
*de Joan. joan@cimat.es
Por precaución*
- ¿Cómo andás, locura? - el hombre le palmea el hombro a un pibe de unos veinticinco años que está sentado al lado de la puerta.
- ¿Cómo anda eso? - el chico tiene mechones de pelo oxigenados, lentes para el sol, remera de Boca -la nueva-, los jeans arremangados por debajo de las rodillas, zapatillas Adidas, sin medias. Se para, saluda al hombre con un beso. Se vuelve a sentar-: ¿Por dónde andabas?
- Tuve que desaparecer por un tiempo, loco - el hombre está vestido con unos borcegos llenos de barro, ya seco, pantalones de lona y una remera azul que le ajusta la panza. Del cuello le cuelga un rosario. Es morocho, grandote y tiene el pelo mojado, peinado hacia atrás. Pone la espalda contra la puerta del vagón, las manos en la parte de atrás de la cintura. Habla fuerte -: tuve que desaparecer un tiempo, loco -repite-, por precaución, viste...
- ¿Qué pasó? - dice el que va sentado.
- Nada, que casi mato a uno, un negro cabeza que se puso re denso.
- ¿Posta?
- Si, acá, en el furgón - señala con la pera, la cabeza tirada levemente para atrás.
Enfrente, con la espalda contra la pared de chapa del vagón, sentado en el suelo, las rodillas levantadas, un pibe lee una revista. Fuma. El humo flota en el aire. Hay muchas bicicletas en la puerta que conecta con el vagón de adelante, mal acomodadas, cerrando el paso.
- Eran de Suárez o Ballester - asegura el de azul. El de Boca aprueba con la cabeza.
El guarda está en la puerta de enfrente, mirando por la ventana, las manos haciendo carpa, los ojos entre el espacio que dejan las oraciones SE RUEGA NO ESTACIONARSE DEL LADO DEL ANDEN y PELIGROSO APOYARSE. Al lado del guarda hay parada una boliviana con dos bolsas para hacer compras llenas de plantas.
- Ese día, un lunes, creo -retoma el de azul- me subo al furgón y voy para el fondo, con el diario,
re tranqui -al hombre se le frunce la piel de color café con leche de la cara. Su tono de voz es grave, ronca -. En eso escucho que dos pibes que estaban sentados ahí -señala con el brazo el asiento de
chapa que está frente suyo, donde ahora hay un pibe escuchando música, tocando la batería-, se cagan de la risa a los gritos, se pegan, se escupen.
- ¿Grandes los pibes? - le pregunta el que va sentado.
- Quince años como mucho.
- Ah... dos guachos - dice el de Boca mientras se tira las gafas para atrás y se las engancha en el pelo. El chico se levanta y se acomoda el jean. Se vuelve a sentar.
- Ahí nomás me puse pillo, loco. Me la veía venir. Pero igual, nada eh, hasta ahí, nada... -el de azul levanta los brazos, pone cara de desentendido-. Seguí leyendo el diario, marqueteando un poco para ese lado,
pero nada más. En un tiro, uno de los dos guachos empieza a apurar a un pibe que está con dos minitas, en la otra punta, ahí, de parados -señala con el brazo hacia el fondo del furgón, donde ahora hay un hombre alto, de traje, con los ojos cerrados-. Dos minitas bien eh, pendejitas, lindas.
El que va sentado se saca los lentes de la cabeza, los pone frente a su boca, exhala en uno de los vidrios, en el otro, y los lustra con la remera de Boca.
- El chabón que estaba con las minitas era re común, venía de laburar, bien empilchadito -el de azul habla cada vez más fuerte -. En una, el más flaquito de los dos guachos, uno que tenía el pelo cortito como un milico, lo encara: "¿esa es tu novia?", y le marca a una de las dos pibas, la rubiecita. El flaco le dice que no. Pero bien, eh... no es que se hizo el valiente, le contestó mal, o algo. Y el negro le dice: "menos mal... porque sino te cagábamos bien a trompadas".
El vagón se tambalea para todos lados por la velocidad que toma el tren. La gente pierde el equilibro y se agarra del de al lado, de las bicicletas. Un par se ponen colorados de la vergüenza, se disculpan con el de adelante.
- ¡Ahí me puse loco! - dice el de azul, agarrado con un brazo a la baranda de hierro que está pegada a la puerta. A la altura del bíceps le asoma el tatuaje de una serpiente enroscada a una daga, en tinta china y en trazos muy gruesos -. Se me subió el cocoliche a la cabeza como si me hubiese pichicateado -con los dedos arma una jeringa en el aire-. No sé, papá, no me cabe que apuren a la gente -una gordita con la remera de The Cure, mochila negra en la espalda, juega con el piercing que le atraviesa la lengua. Está
parada en el medio del vagón, con su bicicleta negra y le presta atención a la charla-. Porque si vos sos un guacho que te gusta combatirte está bien, es la tuya, pero este pibe era un pancho... -el de Boca aprueba con la cabeza y se mira en el frente de sus anteojos para el sol, se acomoda un mechón de pelo-. Y como el boncha este se comió los mocos, lo empezaron a bardear mal... "!Qué miras!, ¡Pedazo de puto!, ¡La concha de tu madre!".
El chico se para, se calza los lentes sobre la cabeza, se estira la remera de boca, la barre con las dos manos como si la tuviese llena de polvo. Se vuelve a sentar:
- Que mala leche los pibes estos, loco....
El guarda, enfrente, se da vuelta. Estira la espalda, se apoya contra la puerta del vagón, de frente a la gente, las bicicletas, los dos que hablan a los gritos.
- En un momento uno de los negros se para y una vieja, toda pituca, que estaba al lado de él, se corre asustada y lo deja pasar. El chabón va directo a donde estaba el otro, de espaldas, chamuyando con las minitas. Le toca un hombro y cuando se da vuelta le pega un grito que lo hace saltar del piso. Todos se dieron vuelta. Y ahí lo empieza a bardear, a pedirle plata.
"Vení, la concha de tu madre... ¡mano a mano, vos y yo!", y lo toreaba, se le plantaba. La gente se corrió y se armó un círculo en el medio del vagón.
¿Viste cuando en la tribuna le dejan el lugar a la barra? Así. El negro le tira arrebatos al aire, la quiere pudrir a toda costa. Y siempre cagándose de la risa. "Qué linda putita tu novia", le decía.
- Y el pibe este nada - dice el de Boca, atento.
- Nada, papá. "Esta todo bien", le decía, "esta todo bien", así, con las manos -el de azul imita el movimiento de manos levantadas del flaco aquel-.
Y ahí nomás, de una, el negro le tira un arrebato.
- ¿Lo puso así de una?
- No. El otro esquivo la piña.
- Capaz que era boxeador - el de Boca se ríe.
- No sé si era boxeador o no, pero ahí no aguanté más - el de azul cierra los puños.
- ¿Saltaste?
- ¡Más vale, loco!, ¿como no iba a saltar? - dice el de azul sacado.
- Yo que sé, loco, hay cada uno dando vueltas - el de Boca apoya la espalda en la pared del vagón. Con la punta de los dedos se toma la camiseta de boca a la altura de los hombros y la tira para arriba, la suelta, la tira para arriba, la suelta. Tres veces.
- Yo sí salto, papá - y se puntea el pecho con el índice- si tengo que saltar, salto.
Un muchacho de overol azul, bajito, con una visera de Frigor toda gastada, levanta la vista por sobre el diario, mira al hombre y vuelve a lo suyo. El tren llega a una estación. Se bajan un par y sube un cartero de Oca, todo de violeta. Colgado de un hombro lleva un bolso lleno de sobres de todos los colores.
- ¿Le pusiste un ñoqui? -pregunta el de Boca.
- No. Le puse los puntos. "¡Anda a sentarte a tu lugar!", le dije, marcándole con el brazo su asiento.
El guarda pega el pitazo parado en el andén, mira para adelante, para atrás.
Entra, cierra las puertas del tren, vuelve a asomar la cabeza, presiona el botón verde y las puertas del furgón se cierran.
- Si el boncha me contestaba, aunque sea una palabra así de chiquita -el de azul muestra con la mano que tan chiquita tenía que ser la palabra-, lo rompía todo. Te juro por Dios que lo rompía todo -le da un beso al rosario-.
No me importaba nada.
- ¿Y que hizo el chabón? - el que va sentado tiene que torcer las rodillas para que pase uno que va a sacar su bicicleta, una de las del medio del montón, contra la pared del vagón.
- El chabón me torea un poco - dice el de azul, atento a los movimientos del que está corriendo las bicicletas -, medio que se me planta, el cuerpo duro.
Yo ni pestañaba. Y ahí recula. Se va para atrás y se sienta del otro lado.
- ¿Así nomás? - el que va sentado se lleva a la boca una soguita de plata que le cuelga del cuello. El de la bicicleta logra salir del enredo y encara para la puerta.
- Si, se comió los mocos.
- ¿Y el otro?
- Nada, sentadito, un algodoncito. Ese era más chiquito -y marca la altura con la mano-, pero si me la tenía que dar me la daba, de eso no tenía ninguna duda. Y ahí, el que apuré, me dice: "La cosa no es con vos, hermano". "Me chupa los dos huevos", le digo yo. "Quedate piola porque te rompo todo", le digo de frente mar -al de azul le asoman en la frente los primeros signos de transpiración.
- ¿Los tenías visto? - el que va sentado mata un mosquito que se le posa sobre la rodilla.
- No, no los tenía - baja un cambio el de azul. El tren se vuelve a mover para los costados y las bolitas blancas del rosario le bailotean sobre la panza. Lo agarra y se lo mete entre el pecho y la remera-. Cuando llegamos a la próxima estación, los negros se bajaron.
- ¿Y ahí no hicieron nada?
- No, pero cuando el tren arrancó el guacho al que había apurado me apuntó con la mano y me tiró dos veces -el de azul imita la pistola con la mano, y apunta hacia la cara del de Boca.
- Para, loco, no seas piedra... -el de Boca le baja la mano.
El tren llega a una nueva estación. La gordita del piercing baja con su bicicleta. La boliviana también baja y con las hojas de un palo de agua enorme que sobresale de una de las bolsas le pega en la cara a uno que está entrando.
- Como zafó el pibe que iba con las minitas, ¿no? - tira el que va sentado.
- El chabón no sabía como agradecerme.
Al de Boca le llega un mensaje de texto. Estira las patas, saca el teléfono de unos de los bolsillos de adelante del pantalón, lo abre y lee. Pasa un vendedor ambulante. Saluda a uno.
- Por eso desaparecí por un tiempo, loco. Por precaución.
- Está bien, vieja, hay que cuidarse. Yo haría lo mismo.
El de azul se da vuelta, arma una carpa con la mano y se pone a mirar por la ventana de la puerta. El que va sentado se para:
- Me bajo acá, amigo.
El tren frena. El de azul despide a su compañero:
- Bueno, che, nos vemos cualquier día de estos - y le pega una palmadita en la cara - ¿Vos todo bien, no? - y se pasa el antebrazo por la frente para secarse el sudor.
- Si, todo tranquilo...- dice el de Boca. Se abren las puertas y el pibe baja detrás de una señora que va con una nena de la mano. Antes de perderse de vista se da vuelta y saluda -: ¡Cuidáte, papá! -. El de azul levanta el pulgar.
El de Boca se aleja por el andén. El número diez de su remera, en amarillo, estampado sobre un azul muy fuerte, sobresale entre el grupo de gente que camina pesadamente hacia la salida. El guarda se asoma, mira para adelante, para atrás, pita y cierra las puertas.
*de Mariano Abrevaya Dios mabrevayadios@plussistemas.com.ar
http://hermanosdios.wordpress.com
Los pasajeros del tren de la noche*
*Rodolfo Enrique Fogwill
Para Elvio Vitale
Nadie conoce bien cómo se inició. La primera noticia se supo un jueves, pero eso no demuestra nada: las cosas pudieron comenzar días o semanas antes de aquel jueves de diciembre cuando el mayorista de cigarrillos y el vendedor de diarios de la estación dijeron que volvían los soldados y que esa mañana,
un jueves al comienzo del verano, ellos mismos, juntos, habían visto con sus propios ojos a Diego Uriarte bajando del tren que lleva los tarros de los tambos y trae los diarios del día anterior y los paquetes con los pedidos de los mayoristas. Jiménez del quiosco de revistas y Kentros, el cigarrero, contaron la noticia esa misma mañana y por eso en el pueblo se piensa que fue aquel día que comenzaron a volver, pero todo bien pudo haber comenzado antes, el día anterior, o el jueves anterior, en otro tren, o en el mismo tren, que es el que llega de madrugada y sale de la capital cuando oscurece y por eso lo llaman el tren de la noche.
Que habían visto a Diego Uriarte bajar del tren de la noche, que vieron cómo se despedía de un montón de soldados que llenaban el segundo vagón y que cruzó el andén con otros dos también vestidos con ropa de soldado. Que uno de ellos debía de ser Miguel Sanders -cree Jiménez- y que al otro, uno negro
y menudo, ninguno de los dos lo reconoció, ni Jiménez ni Kentros. Eso contaron. Los tres muchachos, desde la punta del andén, se despidieron de los que pasaban pegados a las ventanillas del vagón saludando y mirando con curiosidad las calles principales del pueblo que ya estaban iluminadas por
el sol, aunque los faroles de la plaza de la estación y los reflectores de algunas vidrieras seguían encendidos. Que los tres muchachos recién vueltos se separaron enseguida y que tomaron cada uno para su lado: Uriarte, por la calle principal, hacia su casa, el morocho que no era conocido trepó el
camino de la vía, se fue yendo para el lado de las quintas, y el otro, que Jiménez dijo debía de ser Miguel Sanders, cruzó los terraplenes y enfiló para el lado de la mina de cal. Kentros a ése no lo reconoció, pero bien pudo ser el muchacho de Sanders, porque los Sanders viven atrás de la loma
blanca, pasando la mina de cal, y para llegar a la casa de la madre de Sanders hay que seguir hasta el final por el camino de las caleras.
Y esa mañana comenzó todo. A saberse comenzó todo, pero bien pudo haber comenzado antes, días atrás o semanas atrás. Esa mañana se lo comentó mucho porque los dos que estaban en la estación esperando la llegada del tren reconocieron a Diego entre los tres soldados que volvían, y Diego Uriarte era un muchacho conocido por todos, porque era el hijo del patrón del buffet del Club Social donde funcionaba el casino, porque había sido capitán del equipo de básquet y campeón de paleta, y porque en el pueblo todos estaban convencidos de que Diego Uriarte había muerto en el frente hacía dos años y hasta le habían hecho unas misas. Por eso, más que por otra cosa, corrió la voz y todos se acuerdan de aquel día y suponen que los soldados comenzaron a volver aquel jueves 5 de diciembre.
Claro que nadie le iba a contar a Diego que lo estuvieron dando por muerto y que le habían hecho misas. Él ha de haber llegado a la casa del padre, se habrá quitado para siempre la ropa militar y en medio de la alegría de la familia y de la impresión por verlo vivo y de vuelta nadie ha de haberle comentado nada y se habrá ido a dormir, cansado del viaje, contento de acostarse por fin en una cama limpia después de tanto tiempo.
En el centro, en la vereda de la confitería y en las mesas de juego del Club Social recién se lo vio aparecer por la tarde del sábado, cuando ya todos conocían que estaba vuelto al pueblo y estaban empezando a olvidar la historia de los homenajes y las misas.
Aunque después no pudo haber faltado alguien que por curiosidad, o por hacer un chiste, hablara de las misas con él, o con los otros que siguieron llegando. Con Sanders no. Los Sanders viven del otro lado de la sierra, más allá de la mina de cal, y casi nunca bajan a este pueblo; hacen compras en el almacén de campo de Santiago Nasar y para fiestas y para bailes se van al otro pueblo, donde la madre de Sanders tiene las hermanas.
Pero a Diego Uriarte o a cualquiera de los que volvieron después, no les debe de haber faltado el curioso, o el bromista, que les hiciera entender que todos en el pueblo, hasta las madres mismas, los habían estado dando por muertos.
Hay cuestiones de lógica: a la madre de Federico Ortiz le consta que recibió telegramas de pésame mandados del ejército, con los bordes del papel teñidos de negro, y que después le vino el cheque con la indemnización para cobrar en el Banco Provincia. Si no todas, bastantes madres han de haber recibido
cheques o telegramas por los parientes muertos. Es lógico: tarde o temprano, la madre de Ortiz, o la de Uriarte -si también ella recibió telegramas o cheques- o cualquier otra madre que hubiera recibido cheques o telegramas, debió de hablar con el hijo de la cuestión, y más de una habrá andado
pensando si la plata del cheque -unos pesos miserables- no tendría que devolvérsela al gobierno.
Pero no consta que la madre de Ortiz ni alguna de las otras lo hayan hablado con los hijos, ni con los conocidos de ellas ni de los hijos. A la cuestión de los telegramas y los cheques se la callaron, tal como se callaron muchas cosas las madres. ¿O fue que adivinaban todo desde el comienzo?
Al comienzo fue el tren del 5 de diciembre, el primer caso que se conoció, aunque todo bien pudo haber comenzado antes. Después, durante aquel verano, los trenes de la noche del miércoles, que llegan siempre entre las cinco y media y las seis menos cuarto de la mañana de los jueves, siguieron dejando soldados de vuelta y muchas madres de soldados, que sabían que a los hijos los iban licenciando, se ponían desde temprano en los andenes a esperar y esperaban, y después, cuando el tren seguía viaje trepando despacito la cuesta de la sierra baja, quedaban en el andén un montón de mujeres llorando alrededor de unos pocos soldados muertos de sueño. Todas llorando: unas por la emoción, porque acababan de recibir al hijo, otras porque se habían puesto a esperar que de ese tren bajara un hijo que no les había llegado.
La guerra tiene esas cosas. Y las madres, que son tan resignadas para traer hijos al mundo y para servir a los hijos de ellas y a los hijos de otras, no pueden resignarse cuando les falta un hijo, y siguieron yendo al andén de la estación a esperar y esperar, muchas con los maridos, o con los otros hijos civiles o con las nueras y los nietos, y así los jueves desde temprano la estación se llenaba de gente esperando la llegada del tren de la noche.
Aunque las últimas semanas, para marzo, o abril, cuando vino la época de las lluvias, muy pocas madres esperaban porque ya a casi todas les había vuelto el hijo.
El último soldado llegó a fines de abril, solo. Fue Sergio Guebel, hijo de los judíos de la semillería. En la estación estaban nada más que la madre de él, unas vecinas, la chica que había sido la novia y Jiménez y Kentros, el cigarrero, que hablaban de la guerra con el padre de Sergio, y contaron que el viejo fumaba un cigarrillo atrás del otro en el andén, empapado por la lluvia, esperando. Parece que Sergio Guebel bajó desde el segundo vagón, besó a la madre que lloraba llorando también él, no tanto por encontrarse
con la familia sino por despedirse de los soldados que venían en el vagón con él, que habían hecho con él toda la guerra juntos y seguramente se bajarían en otros pueblos, en los últimos ramales de este ferrocarril.
A la madre de Guebel no le habían dado pésame ni cheque. En cambio le había llegado una carta del Comando con felicitaciones, porque el hijo, decía la carta, había tenido una acción heroica contra unos tanques. Ver después a Guebel, con su uniforme holgado y viejo, los borceguíes deslucidos, sin medallas y sin siquiera una jineta de cabo o de sargento, hacía pensar que el telegrama decía eso como pudo haber dicho cualquier otra cosa. "Con lo ocurrido, ¿quién puede creer en lo que dicen los telegramas?", pregunta Rienzi, uno que vio a Guebel por esos días en los que anduvo por el pueblo vestido de soldado hasta que le compraron ropa nueva y lo pusieron a trabajar en la camioneta del padre llevando bidones con fertilizantes, bolsas de semillas y comida balanceada para chanchos.
La guerra es una cosa llena de errores. En la batalla del 22 de agosto, por ejemplo, artillería necesitaba bombardear una fábrica Dupont clausurada donde los enemigos almacenaban municiones y remedios, y bombardearon otra fábrica, la Dinam, porque en el plano viejo de la ciudad que estaban tratando de ocupar figuraban equivocados los nombres de las fábricas. ¡Quién sabe cuántos que estaban trabajando en la fábrica habrán muerto por el error de un dibujante que copió mal la guía de la ciudad...! ¡Cientos o miles de personas inútilmente muertas por un error del mapa! El cañoneo de la fábrica Dinam es un ejemplo: tanta destreza de los artilleros y tanto estudio del viento, la distancia, la curva de inercia de los proyectiles y los telémetros y los goniómetros, para volver escombros una fábrica equivocada...
Pero la gente se acostumbra, se amolda. Lo mismo en las ciudades grandes, como en los pueblos chicos y en los pueblos medianos como éste, se amolda.
Cayetano Sain, que hizo una fortuna como revendedor de flores de las quintas, lo explica así: "Yo estaba tratando de dejar de tomar. Tomaba todo lo que quería en las comidas -tomaba vino- pero no probaba un vermut ni una gota de alcohol fuera de las comidas. Un sábado fui a la confitería, a la parte de atrás, y me senté en la mesa de Jesús Noble, otro de los soldados vueltos. Ya había pasado mucho tiempo de la época de las llegadas del tren de la noche, pero a Noble no lo había vuelto a ver. Lo saludé como si nada. Él estaba amistoso conmigo, pero también me saludó como si hubiéramos pasado nada más que una semana sin encontrarnos. Quién sabe fue casualidad, quién sabe él de tanto ver gente en la confitería pensó que me había vuelto a ver también a mí. Tomaba vino blanco, yo me prendí. A la segunda vuelta ya estábamos contando cuentos y hablando de pavadas. Creo que tomé como diez vasos de vino, que no me hicieron nada. Él tomaba a la par, igual que yo.
Estaba medio borracho, le costaba levantarse de la mesa y al hablar medio se le trababa la lengua. Pero a mí fue como sentarme con cualquier otro, como si hubiera estado mi capataz Rogelio en vez de él en la mesa. Se hace una cosa natural... ahora me doy cuenta, es la primera vez que lo hablo... ni a mi mujer se lo conté, ni a Graciela, de tan natural que me pareció verlo...".
Porque las costumbres pueden más que cualquier otra cosa. Según Pugliese, el martillero, las costumbres siempre acaban ganando. Cuenta que un día estaba con su socio viendo una chacra y que Avelino, el socio, quería ir a visitar a un cliente, pero él tenía que volver a la ciudad, entonces le dejó el auto porque Quirós, otro de los soldados vueltos, le ofreció arrimarlo con su camión, un Scania. Dice Pugliese que se sentó en el Scania y que no se hubiera acordado de nada si no fuese porque notó que en el parabrisas,
colgada de la visera que en el camión se usa para tapar el sol, había una medallita de la guerra, esas de níquel con Cristo Vencedor y la cara del General grabada. Dice que se acordó, y que por un momento hasta sintió impresión: "Acuérdense -dice- de que yo era de la comisión del templo, así que estuve en todas las misas, contando la de él, la de Quirós". Pero Pugliese se entretuvo tanto hablando con Quirós sobre radios y radioaficionados que se olvidó de todo enseguida y era como si el que manejaba el Scania fuese su propio socio, Avelino, y no un soldado vuelto.
"Y ojo, que yo ya sabía por la comisión de la parroquia de lo que había pasado en los otros pueblos...", aclara Pugliese.
Aunque uno sepa todo, lo que más pesa es lo que hacen los otros: lo que los otros le colocan frente a los ojos es la verdad y lo demás no cuenta. Hasta Torraga, que no quería que su hija se casara con Horacio, un soldado vuelto con el que había ennoviado de chica, lo reconoce: "No es que pensara que mi chica no lo quería, o que el muchacho fuera malo. Pero cuando Horacio, que venía siempre a casa, me pidió de casarse con ella, le dije que lo necesitábamos pensar, porque yo ya había visto que la hija de Orlando se había casado con uno de los vueltos hacía tres años y no había tenido hijos.
Y la partera, la viuda del doctor Álvarez, que después se casó con ese otro soldado vuelto, Márquez, hacía dos años que quería encargar y no quedaba, y eso que era partera. Era por ese miedo, no por desprecio del muchacho, por lo que le dije que lo tenía que pensar. Pero hoy en día nadie puede oponerse
a que los jóvenes se casen, y si el padre se opone, es peor, se encaman en los moteles de la ruta, y los sábados cuando uno pasa por ahí los ve llenos de gente joven que va en los autos de los padres y uno mira la fila de coches estacionados y ya sabe quiénes son los que están ahí revolcándose entre las sábanas podridas...", dice el vasco Torraga.
Así son las costumbres y la gente se amolda, y más que lo que cada uno puede saber importa lo que los demás le muestran. Ahora se acepta que los jóvenes saquen el auto de los padres y se vayan con las chicas del pueblo al motel de la ruta, a medianoche, los viernes y los sábados, y a los mismos que
cuando estaban de novios con la que ahora es su mujer ni se les hubiera cruzado la idea de hacer esas cosas dejando el auto a la vista de todos, frente a la ruta, ahora permiten que las hijas vayan al motel como quien va a la plaza. Y un hombre como Pugliese, que estuvo en la misa que le hicieron a Quirós y hasta Avelino sabe perderse las noches jugando al póquer con Diego Uriarte, que no se casó y es un timbero empedernido que derrocha en las mesas todo lo que durante el día se gana atrás del mostrador, en el buffet del mismo club.
Tampoco ellos han hecho nada para llamar la atención. Nadie habla de que hayan disimulado, pero tampoco se ha visto que naciera de ellos algo que llamara la atención de la gente, como si ellos mismos hubiesen sabido -tal vez sabían- que con el tiempo todo el pueblo daría por natural tenerlos con
ellos, a fuerza de amoldarse. Alguna vez se los ve juntos, de a dos, de a tres, por esas casualidades que suceden. Marina Echagüe una vez fue a la carrera de autos para llevar a los alumnos del instituto y vio que en la curva, donde la mayoría de los muchachos jóvenes quiere ponerse para ver cómo los autos preparados entran a toda máquina, clavan los frenos, rebajan a segunda y salen derrapando, estaba Federico Ortiz y que cerca de él estaba Diego Uriarte con una barra de hombres del Club Social, y que a un paso de allí también estaba Juan Molina, que era otro de los muertos de la guerra.
Tal vez fuera casualidad, pero dice Marina que cuando la gente se adelantó para sacar el coche de Rubolino que se había ido contra los alambrados, los cuatro -Diego, Juan, Federico y Rubolino- quedaron juntos hablando entre ellos como amigos.
Hay veces -fiestas de bautismos, inauguraciones de negocios, casamientos- en las que en un lugar cerrado se encuentran dos o más de ellos, y entonces no ha de faltar quien los mire hablar y divertirse entre ellos y vuelva a pensar.
Mucho se pensó cuando se supo que esto no había pasado en otros pueblos. La noticia llegó por gente de la parroquia, que fue a una asamblea en Coronel Insúa, habló el tema y los de Insúa se asombraron, y entonces se pusieron a averiguar y todos terminaron sabiendo que nada más a este pueblo habían
vuelto todos los soldados. En esos días dio ganas de mirar qué hacían ellos, si cabildeaban juntos, o comentaban entre ellos algo, pero nadie les notó nada diferente. Una vez más -se ve- confiaron en que con el tiempo también el hecho de que esto nada más ocurriera en el pueblo se iba a olvidar.
Y tuvieron razón, porque con los años todo se olvidó. En un tiempo en el que muchas parejas se ponen a edificar casas, a hacer viajes afuera, y pasan la noche en fiestas para copiarse las costumbres y hacerse ver la ropa y mirarles a los otros la ropa o las cosas nuevas que siempre estrenan, las parejas sin hijos son cada vez más comunes y no es raro que ellos, que no son más que una parte de tantas parejas sin hijos que se la pasan mostrándose la ropa, tampoco tengan hijos. Total, chicos siempre siguen naciendo.
Los que nacieron el verano cuando la vuelta de soldados comenzó, deben de andar ahora por los diez años y seguro que no saben nada de ellos. Para estos chicos, todo lo de la guerra es un cuento de viejos y cuando hablan con uno de ellos, cuando por caso los sobrinos de Ortiz o de Vigliani se quedan con el tío, juegan como si estuvieran con cualquier otro y los tíos los alzan en brazos, o los llevan al circo, a la calesita o al cine cuando hay películas permitidas como cualquier tío del pueblo se ocupa de pasear a
los sobrinos chicos. Así estas criaturas crecen sin saber nada, iguales que los grandes, que saben, pero que andan por ahí sin darse por enterados de lo que estuvo pasando todos estos años.
Por eso nadie los va a enterar, y los chicos van a crecer, van a vivir, van a hacer otros hijos y se van a morir sin saber estas cosas, aunque muchos se las escriban y las guarden para ver si pasados los años a alguien le pueden interesar.
Morizzi es profesor en el colegio: llegó como suplente por unos meses, se entusiasmó y se quedó en el pueblo. Tiene diploma de filosofía, le gustan las letras y se pasa los días libres y las vacaciones juntando escritos de la gente y armando los concursos de la secretaría de cultura del municipio.
Él puede confirmar esta impresión de que los chicos de ahora nunca van a saber lo que pasó. "Es -dijo una noche en el bar- como con los peces: podrán saber de todo, pero lo último de lo que un pez se entera es de que vive en el agua..."
-Hasta que alguien lo pesca... -razonó el turco.
-Claro -contestó él-, pero entonces ya es un pescado, y bien de poco le va a servir saber que se pasó la vida en el agua...
Cuando no hay viento, en las noches sin viento de verano, y también en invierno, antes de las tormentas, desde cualquier lugar de la ciudad se puede oír el paso de los trenes. A las doce pasa el Norteño, iluminado, porque siempre va llevando turistas de lujo que justo en el momento de cruzar por el pueblo están de sobremesa en el gran coche comedor. A la una y media pasa el Rápido, un tren de carga que viene vacío y que a pesar del nombre pasa despacito para enganchar sin riesgo el cambio de las vías. A las cuatro está el Mixto, que sale a las seis de la tarde desde la capital, con vagones de carga y otros de pasajeros. Ése no para en el pueblo, pero el guarda saluda hamacando el farol verde y colorado cuando cruza por la casilla del señalero que le hace los cambios. Todo el pueblo conoce y sabe oír esos trenes y a veces da el temor, al despertar sobresaltado a medianoche, de que un tren que llega de repente no sea el Norteño, ni el Mixto ni el Carguero de las cuatro, y pueda ser un tren nuevo, viniendo en dirección contraria, y se pare en el pueblo soltando un largo pitido triste y vaya arrancando despacio, como con sueño, camino de la capital, y se los lleve a todos, otra vez, para siempre.
Rodolfo Enrique Fogwill nació en Buenos Aires en 1941. Es sociólogo, fue profesor titular de la Universidad de Buenos Aires, editor de una legendaria colección de libros de poesía, ensayista y columnista especializado en temas de comunicación, literatura y política cultural. El cuento "Muchacha punk", que recibiera el primer premio en un importante certamen literario en 1980, lo hizo abandonar su carrera empresaria y comenzar, según sus palabras, "una trama de malentendidos y desgracias" que lo llevaron a su actual "oficio" de escritor.
Textos suyos integran diversas antologías publicadas en Cuba, México, España y Estados Unidos. Entre sus obras están: El efecto de realidad (1979), poemas; Las horas de citas (1980), poemas; Mis muertos punk (1980), cuentos; Música japonesa (1982), cuentos; Los Pychyciegos (1983), novela ;
Ejércitos imaginarios (1983), cuentos; Pájaros de la cabeza (1985), cuentos; Partes del todo (1990), poemas; La buena nueva (1990), novela; Una pálida historia de amor (1991), novela; Muchacha punk (1992), cuentos; Restos diurnos (1993), novela; Cantos de marineros en las pampas (1998); Vivir
Afuera (1998), novela.
*FUENTE: http://www.abanico.edu.ar/2005/07/fogwill.tren.htm
Correo:
El solitario Capitán del Irizar*
El adjetivo de solitario puede ser una referencia despectiva o todo lo contrario: Una apreciación de excepción porque "el resto" de los mortales consideran que es el único que hace lo correcto.
Para el caso, podría ser que el adjetivo por excepción sea el que le quepa al Capitán del Rompehielos Almirante Irizar. No importa ni su historial militar ni su responsabilidad con lo que haya sucedido a bordo de la nave en este accidentado viaje. Lo que importa es que él se quedó a bordo de la nave.
Lo lamentable es que diversos periodistas de nuestros "esenciales" programas porteños, tanto de radio como de televisión, se han mofado de la actitud. Petinatto, haciendo una cargada con un señor de baja estatura dentro de una caja de cartón que simulaba ser el Irizar. Otros diciendo que era un "boludo" por haberse quedado a bordo.
¿Qué nos pasa que somos tan desgraciados en resaltar negativamente los valores que debemos recuperar para nuestra Sociedad?.
El Capitán no abandonó el barco y lo despreciamos. El máximo responsable de la seguridad de los locales nocturnos del municipio mas populoso de la Argentina, Buenos Aires, se quedó a bordo hasta que hubo que echarlo. Hoy vuelve a aparecer entre candidatos y candidaturas y nadie dice nada.
No recuerdo si solo renunció o si también se pegó un tiro, pero el Presidente de Japan Airways dejó su lugar en el mismo instante en que se supo que el avión de la empresa estrellado con 450 personas a bordo fue por falta de mantenimiento (circa 1985). El Capitán del Titanic se hundió con su barco.
Él era inglés, seguro que decimos que fue un caballero. Del Japonés, seguro que decimos que tuvo honor porque era japonés. Del Intendente que hubo que echarlo y ahora vuelve a las andadas, no decimos nada, apenas que no supo manejar las respuestas mediáticas y políticas.
Del Capitán del Irizar, un caballero en esta situación, hemos dicho que es un boludo. Seguro que esos mismos, si el accidente hubiera ocurrido por un trabajo mal realizado y una coima entre medio, seguro que en el micrófono harán un escándalo y, fuera de micrófono, adjetivarán de vivo al que se quedó con el cambio.
*de Jorge de Mendonça. jorgedemendonca@gmail.com
- Abril 14 de 2007 - DNI 14.381.615 - Ingeniero White
- Buenos Aires
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