ESTACIÓN TACUARÍ

INVENTREN
Viaje por vías y estaciones abandonadas de Argentina.
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Experiencia en el tren*




Recuerdo que viajaba en el tren y soportaba
la tiranía de mí mismo, los ojos
girando en los límites del cerebro,
pensando en cosas sin salida
tambaleando en callejones equivocados.
Pero de pronto el viento me golpeó la cara
y hasta el final del viaje
retuve su canción en mis pulmones.
Recuerdo que fui suave y feliz
tan densamente vivo
y el asunto lo juro que era bueno.
Fue algo así
como el radiante comienzo de una fiesta,
¡algo así
como ser necesario a todo el mundo!








*de Joaquín O. Giannuzzi.

Obra Poética. EMECÉ. Buenos Aires, edición del año 2000.







*



El viento terminó
golpeando
los postigos y, por un
momento,
entrando con sus
brazos;
el viento que sacude
las ramas
de la duranta, que
miras
sentada a la mesa,
en la mañana.
Ayer, aquí mismo,
dijiste,
como quien abre un
libro de poemas,
"podrán cubrir los
ríos
de petróleo, pero el
agua pura
será siempre agua
pura";
y yo sentí el deseo
de memorizar
y de mirarte
entre las miradas
que miramos
sorprendidos
y que nos hacen
quedar
como quien va
y viene
tomado de una
cuerda
o de un viento...
Y aquí
estás, no en
soledad,
me dijiste, sino
en vacío,
en alma, como un
destello
que apareció hace
un momento.
Sí, hubo y hay un
viento,
que es de siempre
y predice,
y lo recibes;
un viento, un viento,
aquí
en la mañana.




*de Eduardo Dalter. cuadcarmin@hotmail.com
-En "Nidia". Ediciones del Nuevo Cántaro. Buenos Aires. 2007







Estación TACUARÍ.







*


Esta es una historia de lealtades. Ocurrió hacia fines del siglo XIX, en una pujante República Argentina, conservadora y ganadera, pero bien pudo transcurrir en otro contexto, el del Japón feudal del siglo XIV, o el de los suburbios bonaerenses de comienzos del siglo XXI. Lealtades resumidas en la figura de un solo hombre, que en alguna otra época se llamó samurai, que en la actualidad podría considerarse como "puntero" –en su versión más devaluada y pragmática-, pero que hacia 1890 ostentaba el inconfundible mote de compadrito.
El Ñato Arévalo había sido degollador de reses en el Matadero de Cañuelas, algunos años atrás, por lo que conocía el arte del cuchillo a la perfección. Por esas cosas de la vida, un mal entuerto lo había llevado a desentenderse del trabajo legalmente remunerado, para caer de lleno en situaciones poco claras, de las que había tenido que salir airoso a la fuerza, a punta de cuchillo, pero al costo de comprometer su vida futura a los designios egoístas de un tercero poderoso.
En uno de esos entreveros, su destino se había cruzado con el Don Cosme Gutiérrez, hombre fuerte del Partido Autonomista Nacional, fiel seguidor del entonces Presidente de la República, Don Miguel Juárez Celman –notable impulsor del desarrollo ferroviario-, a quien estos mal nacidos de la revolucionaria Unión Cívica –desde hacía unos pocos meses, estando ya bajo la Presidencia de Don Carlos Pellegrini, autodenominada Radical- le estaban sacando canas verdes. Don Cosme necesitaba a alguien que le cuidara las espaldas e hiciera ese trabajo sucio que, por derecha, nadie admitiría realizar. Y para eso estaba el Ñato.
Misteriosa la historia de Arévalo. Nadie supo precisar nunca sus orígenes. Algunos decían que llegó del interior, sin mayor pasado a sus espaldas que el tortuoso viaje en carreta que lo trajera de pibe a Buenos Aires, expulsado de sus pagos natales por un padrastro violento. Otros afirmaban que era un porteño de pura cepa, criado en un burdel de la Boca, hijo bastardo de alguna puta que nunca lo aceptó, y cuyo apellido fuera herencia de algún oscuro burócrata del Registro Civil. Lo cierto es que, quizá siguiendo algún destino prefijado, el Ñato dejó a su paso un par de hijos varones no reconocidos, fruto de sus azarosos amores con polacas y francesas, quienes a su vez tuvieron otros tantos hijos, así hasta llegar a la actualidad, siendo un fiel representante familiar cierto inclasificable barrabrava de Boca, oriundo del barrio platense de los Hornos, predispuesto a probar en todo momento su reciedumbre -aunque sin lograrlo de manera efectiva-, y conocido en el ambiente como el Gordo Nacho. Pero ésa es otra historia.
La que nos ocupa ocurrió a bordo de un tren. Más exactamente, una helada mañana de invierno de 1891, durante un viaje que realizara Don Cosme desde la flamante capital provincial, La Plata, en compañía de otros miembros del PAN, hacia la Estación de Tacuarí, donde uno de sus colegas del Partido, el Doctor Evaristo Vidal Ereñú, había adquirido en fecha reciente algunas hectáreas para su valiosa tropilla de alazanes, recién traídos de sus vastos campos en La Pampa. El Ñato, pegado a Don Cosme como su sombra, obviamente se encontraba a bordo del convoy.
Aún antes de abordar la formación, desde el mismo andén platense, Arévalo percibió movimientos extraños cerca del furgón. La concurrencia era numerosa, por lo que no pudo despegarse de Don Cosme hasta que abandonaron la capital. Recién entonces se dirigió al extremo opuesto del tren, hacia donde se transportaban los bultos del correo, las mercaderías que nutrirían las despensas locales, y algunas flamantes bicicletas. El frío apretaba contra sus ropas al igual que el acero, fiel junto a sus riñones. Se levantó las solapas del saco negro, por encima del pañuelo blanco que llevaba al cuello, se ajustó el sombrero por encima de las orejas, y avanzó resuelto hacia el fondo, balanceándose al ritmo del traqueteo sobre las vías.
Aunque nadie se lo hubiese explicado, el Ñato sabía que ése era su lugar. Los caudillos del PAN viajaban en primera, con una suntuosidad de estilo europeo sin proporciones para la época; lujo del que disponían a su antojo, aparentando ser grandes señores, empapados en champagne y rodeados de mujeres, pero "ignorantes" de los entuertos que sus leales servidores resolvían en el "patio trasero".
[El samurai del shogún, el compadrito del caudillo, el puntero del intendente… Las fechas se disuelven, capturadas por la misma vorágine de lealtades, atravesando las épocas, con una misma épica.]
El Ñato avanzaba resuelto hacia el fondo. ¿De dónde le venía el apodo? Ese era otro misterio; nadie lo sabía, y conocer tal secreto quizá implicase la muerte. Pero ese nombre, "Ñato", fue lo primero que escuchó al ingresar en aquel recinto estrecho, desbordante de bultos de encomiendas, bolsas con mercaderías varias, y alguna que otra gallina cacareando en una jaula desvencijada.
Arévalo escrutó el gélido aire de la mañana. Unas volutas de humo se disipaban hacia el ventanuco que oficiaba de ventanilla. Su interlocutor, oculto detrás de unos baúles, aún no lo había visto. ¿Cómo podía ser que lo reconociese? ¿Acaso era una trampa? Sus nervios se pusieron en tensión, aguardando lo que fuese que le deparara el destino.
Avanzó cauteloso, pero el otro ni se movió. Al enfrentarlo, se encontró con un hombre fornido, de baja estatura, las facciones ocultas debajo del ala del sombrero, con una mano en el bolsillo, y la otra sosteniendo un cigarro sobre la comisura de la boca. Arévalo se paró delante de él. Recién entonces, el otro volvió a hablar, sin mirarlo.
-¿Qué pasa, Ñato? -, una pausa, -¿No te acordás de mí? -, exhaló el humo, -¿De cuando jugábamos al truco en el bar de Cesio, cerca de Boedo?
Esa voz… Sus recuerdos retrocedieron un largo trecho, hasta conseguir ver unos vasos de caña recién servidos, las barajas grasientas, los manoseados porotos para contar los puntos… Un bar muy antiguo, una vaga ilusión amorosa, muchas horas perdidas sin hacer otra cosa que jugar al truco, por plata o por la vida. La nostalgia lo invadió de improviso, y cuando el otro alzó la vista, el Ñato ya sabía con quién se iba a encontrar: Nemesio Funes, apodado el "Memorioso", desde un tiempo en que ni siquiera él podía recordarlo. Supieron ser pareja no sólo de truco; también descollaron en el tango, cuando aún era un baile de hombres, en aquel burdel de Barracas, donde la madrugada los sorprendía aún sedientos de caña y de sexo. Extraños avatares los fueron separando luego, hasta que dejaron de verse, sin llegar a explicarse por qué. La lealtad entre ambos se había ido disipando, y otras lealtades se habían ido consolidando para ellos, casi contra su voluntad, encadenando sus obligaciones para con los poderosos.
Porque no cabía ninguna duda que Funes era hombre de Vidal Ereñú.
Las fantasmas del pasado lo desacomodaron durante unos segundos. Pero algo raro podía olerse en ese ambiente cerrado, casi secreto, que representaba el furgón. Algo no le cerraba al Ñato. Una mirada extraña se deslizaba bajo el ala del sombrero, a través de los párpados de Funes, quien casi sin entonación, restándole importancia a sus propias palabras, le dijo:
-El Doctor Vidal Ereñú no está tranquilo, ¿sabés? Estos radicales de mierda ya han pactado muchas alianzas, y esto al Doctor lo pone muy nervioso -. Le dio otra calada al cigarro, y soltó el humo: -El PAN se desintegra, negro. Y aunque pareciera que Don Cosme es un personaje del virreinato, que negará cualquier revolución, nadie puede saber si ha estado conversando con la oposición… Don Evaristo lo quiere de vuelta de su lado. O si no, no lo quiere.
Arévalo no lo podía creer. ¿Cómo osaban dudar de la honorabilidad de Don Cosme Gutiérrez? ¿Quién podía hacerlo sin mostrar una conciencia al menos turbia? ¿A quién querían desplazar en esta lucha? Comprendió por qué había algo que no le cerraba. Sabía que esto se tenía que resolver ahí mismo, a puro cuchillo. Que no se enfrentaban los señores, con eternas discusiones sin sentido, sino sus vasallos. Y le molestó muchísimo que el enviado para hacer el trabajo sucio fuese el "Memorioso".
-¿Cuánto te pagan para que hagas esto, hijo de una gran puta? -, masculló entre dientes, con la mandíbula tensada por la furia y la diestra volando hacia sus riñones, mientras el pucho del cigarro de Nemesio Funes caía olvidado sobre el piso del furgón.
Y allí, en el reducido espacio que les permitía aquel atestado furgón, ambos desenvainaron sus respectivos orgullos [La takana samurai, el cuchillo compadrito, la cadena puntera… Las situaciones se repiten cuando las fechas se superponen] Y se trenzaron en una danza repetida hasta el cansancio, en la que se habían conocido de memoria, como cuando bailaban tango, aspirándose el aliento y el sudor; sólo que la pasión que ahora los unía era letal. Convertidos en oscuras siluetas que se deslizaban a través de la semipenumbra de un furgón ferroviario, envueltos en el vapor de sus propios alientos condensados, desplegaban con elegancia el sutil arte de la estocada, un acero que oscilaba en el aire helado con arteras y aviesas punzadas.
Hasta ese mal movimiento, que le permitió entrarle la herida, desgarrando la carne, derramando sangre sobre los trajes enjutos, generando un grito de sorpresa y de dolor. Una mirada azorada, que clamaba por una piedad inútil en el último aliento, lo atravesó de lado a lado, al igual que el acero. El abrazo los fundió en una misma agonía, porque nada murió entre los dos, más allá de la presencia física. Un corazón se fue eclipsando sobre el traqueteo de las vías. Y un cuchillo sin mácula cayó con un débil tintineo sobre el suelo del furgón.
Así, el compadrito depositó el cuerpo de su amigo sobre uno de los baúles, sin quitarle de encima la mirada, hundiéndose en esos ojos que se vidriaban cada vez más. Limpió el acero ensangrentado en las ropas del muerto, envainó nuevamente, le quitó el sombrero y lo usó para cubrirle el rostro. Era lo menos que podía hacer, en memoria de aquel pasado en común.
Y mientras se retiraba de allí, oscilando con el traqueteo del tren, exhalando las nubes de su propio aliento y con cierto nudo en el estómago, pensó que sería una buena idea darse una vuelta por el bar de Cesio, en Boedo. Y recordar viejas épocas, mientras se tomaba una regia botella de caña en honor del caído, abatido por los rigores de lealtades que nada tenían que ver con la amistad que alguna vez los uniera de purretes.
¿Importa entonces saber si quien salió de aquel furgón, esa gélida mañana de invierno, fue el Ñato o el "Memorioso"?



*de Aldima. licaldima@yahoo.com.ar






LOS TRENES MATAN A LOS AUTOS*


*de Roberto Fontanarrosa


Llegó un momento en que la lucha entre los trenes y los autos tomó ribetes desesperados. Todos creyeron, un poco ingenuamente, que aquel tímido Citroen, aplastado sin piedad por el Expreso del Norte en las postrimerías de marzo, había sido tan sólo un accidente. Un lamentable accidente como lo había catalogado la prensa. Pero ya en junio, la víctima fue un ampuloso Dodge Polara que, destrozado, despedazado e inútil cayó al costado de la vía del Trueno de Plata. Hubo quienes, incluso, ignorantes de la realidad o simplemente poco advertidos, celebraron el sacrificio del Dodge, contentos ante la oscura suerte de coche tan orgulloso y pedante. Pero lo que desencadenó todo, lo que despertó violentamente el rechazo popular y los ataques virulentos de la prensa fue el suceso de Recalada. Un pequeño e
indefenso "ratón alemán" fue vandálicamente atropellado y reducido a chatarra por el fatídico Expreso del Norte.
El hecho fue repudiado, hasta incluso, por el Gremio de Guardabarreras y Obreros del Riel en una extensa solicitada. La clara posición de dicho gremio, tradicionalmente férreo defensor de todo cuanto significara ferrocarriles desconcertó a la prensa especializada, a la sazón abocada a la investigación de los motivos ocultos que impulsaban a esa sanguinaria campaña destructiva.
Los automotores, en tanto, optando por un papel de víctimas procuraron ampararse en la legalidad. Reclamaron a viva voz severos controles de seguridad en todos los pasos a nivel. Alarmas electrónicas y veedores oficiales nombrados por el gobierno. Los ferrocarriles aceptaron esto, contraatacando públicamente con avisos y solicitadas donde desestimaban todo tipo de acusaciones, aducían los lamentables sucesos a una funesta racha de accidentes y reivindicaban al Expreso del Norte, ratificándole la confianza de la empresa. No obstante, ante las apelaciones de los automotores,
accedieron a que el Expreso del Norte fuese revisado exhaustivamente por un equipo de expertos para sondear algún posible desequilibrio. Agosto pasó en una tensa calma, tan sólo alterada por una pequeña manifestación de automotores utilitarios que colocaron en Recalada una placa recordatoria del
alevoso crimen del "ratón alemán".
Todo estalló finalmente, en setiembre. Un camión que transportaba coches recién salidos de la fábrica Peugeot fue sorprendido en la noche, triturado y vejado por El Serrano, tren de velocidad y potencia sorprendentes. Aquello desató el escándalo. Veinte coches de corta edad, impecables, fueron
destruidos, reventados y despedidos en todas direcciones. En la horrible noche se oyeron claramente los espantosos crujidos de los chasis, las explosiones agónicas de las bombas de aceite, los reventones convulsivos de los neumáticos, el alarido doloroso de las bocinas. En cientos de kilómetros a la redonda se encontraron segmentos de caños de escape, volantes fracturados, motores con la tapa de cilindros levantada. Testigos presenciales aseguraron que El Serrano venía con todas las luces apagadas,
sin pitar, bajas las ventanillas de los vagones. Hubo quien afirmó haberlo visto en las proximidades de Torrecillas, quieto y silencioso, en la oscuridad, como esperando. Un minucioso informe de la Cámara de Automotores presentado con urgencia ante las autoridades consignaba que El Serrano ya había purgado 10 años antes una severa sanción por atropellar una motocicleta con sidecar, siendo destinado a rodar por las frías llanuras sureñas. Toda la prensa sin excepción exigió un ejemplar castigo y una
profunda investigación para determinar las causas de esa guerra ahora ya desembozada. Tan sólo el periódico de los ferrocarriles "La Vía Muerta" defendió tenazmente al Serrano, atribuyéndole condiciones vindicatorias. Los ferrocarriles desautorizaron a "La Vía Muerta", dejando clara constancia de que dicho periódico no era un órgano oficial de la empresa.
Pero indudablemente las cartas estaban echadas y el juego era bien claro. En octubre, un camión naftero solidarizándose con los automóviles atropelló e hizo saltar de los rieles al "Flecha de Oro". Veinticinco vagones rodaron por el terraplén en un pandemónium de chirridos, crujidos y estallidos de cristales, la guerra era un hecho. "La Vía Muerta", con el título "¡Despertad, locomotoras!" lanzó una abierta proclama de lucha y venganza.
Hace dos semanas, un pequeño y ágil Fiat 600, cayendo por una toma de aire, produjo la más espantosa catástrofe en la historia de los trenes subterráneos. La actitud a todas luces suicida del 600 dio una pauta clara sobre la siniestra determinación de los bandos en pugna. Ayer una noticia conmovió los medios periodísticos mundiales. En el Atlántico, cerca de las Islas Canarias, un inmenso Boeing 704 se abatió como un tornado sobre un buque carguero holandés que transportaba locomotoras hacia Trinidad Tobago.
Hoy, el cielo amaneció negro de aviones y en las carreteras, a través del smog, millones de autos corrían hacia la ciudad. A esta hora, golpean despiadados contra las bases de los edificios más elevados.


-Fuente: http://arsewaco.googlepages.com/libros







*



-a Gaby Ces-


Martes de otoño, 9 AM. Como cada mañana, Gloria se dirige hacia su trabajo en Capital a bordo de la “trochita angosta”, como le dicen cariñosamente los usuarios al tren que lidera “Fénix”; ésta es la locomotora melliza de “Sophostine” -también alimentada a GNC-, aquella que realiza los viajes de larga distancia a través de la llanura pampeana. Como cada mañana de otoño, enfundada en un sacón negro bien abrigado, porta entre sus manos un libro perteneciente a su voluminosa biblioteca; en este caso, de Michel Foucalt, “Vigilar y castigar”. Un poco de filosofía en este presente argentino, tan bastardeado por la banalidad de lo cotidiano, no viene nada mal.

Al llegar a Tacuarí, el vagón se estremece ante los estentóreos versos de una canción de Joan Manuel Serrat, entonados con más dedicación que armonía por un varón un tanto exacerbado. “Otro que canta pidiendo limosna”, piensa Gloria sin alzar la vista, y vuelve a concentrarse en Foucalt. La voz cantora se le acerca a través del vagón atestado y permanece a su lado, dejando por un momento de entonar –como puede- “De vez en cuando la vida”, para afirmar:

-¡Qué linda chica! Yo me quedo cerca suyo.

Gloria no despega los ojos de un determinado párrafo que ya ha leído varias veces, sin poder encontrar el sentido preciso entre frases tan complejas. Muy a su pesar, oye las voces que retumban por encima de su cabeza

-Ella no deja de leer, compenetrada en su librito -, parece relatar, en estilo futbolero, el cantor de Serrat. –Es una pena que no levante su carita en un ángulo apropiado para que me deje descubrir sus hermosos ojazos…

-Basta, José. Dejala tranquila -, le dice, entre divertida y fastidiada, una voz de mujer.

-¡Oia, está leyendo filosofía! -, exclama él. -¡Mirá, yo también!

Y de pronto, el campo visual de Gloria se ve invadido muy de cerca, casi chocando contra su nariz, por un libro en cuya tapa apenas consigue discernir el nombre de Jorge Bucay. Sorprendida, alza la vista, para encontrarse con la fugaz imagen de un muchacho alto y rubio, de cabello largo y lacio, vestido con una gruesa campera de cuero, debajo de la cual se aprecia a las claras un ambo de médico de color verde claro. La mujer a su lado también viste de médica, aunque parece más una amiga o compañera de trabajo que su pareja.

-Pero es una cagada -, se defiende él, escondiendo velozmente el libro en uno de los amplios bolsillos de la campera.

Gloria baja la vista de inmediato, avergonzada, sin saber de qué, en el momento en que suena su teléfono celular, y ella atiende.

-¡Hola!… Sí, soy yo, Gloria…

-Uy, mirá. Se llama Gloria. Qué nombre más hermoso…

-José: me parece que vos con tu novia ya no tenés nada que hacer -, le dice su amiga o compañera. -¿No pensaste que ya es hora de terminar?

-¿Qué novia? -, parece ofenderse él, aunque su tono continúe siendo burlón. –No te metas en esto.

-Si… Sí, entendí. Te llamo después -, dice Gloria, y apaga el celular.

-No me digas que te llamó tu novio -, dice él. –Decime que no, por favor, porque me muero de amor aquí mismo.

-Basta, José. Estás haciendo un papelón -, le dice la médica, entre divertida y admonitoria.

El vuelve a entonar a Serrat, sin preocuparse por afinar. Gloria vuelve en vano a mirar la releída página de Foucalt. Le resulta imposible volver a concentrarse, pero dejar a un lado el libro sería como darle autorización al pesado éste para que la siga cargoseando, y así ya no podría sacárselo de encima. Los clásicos versos de Serrat le aturden los oídos, pero se consuela sabiendo que pronto bajará. La amiga o compañera de José parece murmurarle algo para que se calle, pero también es inútil.

Al rato, ambos descienden. Ella suspira, fastidiada, aunque satisfecha por no tener que escucharlo más. Y mientras él se aleja por el pasillo, se vuelve y exclama, haciendo que ella se ruborice:

-¡Chau Gloria!


*

Miércoles de otoño, 9 AM. Gloria lee “Más rápido que la vista”, de Ray Bradbury. El vagón está más vacío que ayer, por esas raras cuestiones de la oscilación del pasaje. Y al arribar a Tacuarí, una voz la estremece desde la puerta, provocándole un sudor nervioso en las axilas.

-¡Gloria! ¡Dichosos los ojos que te ven!

Ella apenas alza la vista para verlo a… ¿se llamaba José? …dirigirse sonriente hacia allí, esta vez sin la presencia de su amiga o compañera médica, aunque con el mismo ambo verde claro, para sentarse en el asiento que Gloria tiene enfrente suyo, de espaldas a “Fénix”. Ella suspira y vuelve a sumergirse en el libro.

-¿Seguís con la filosofía? ¡Qué chica más lectora!-, comenta él, y se inclina hacia el pasillo con la cabeza hacia abajo pero la cara en alto, espiando la tapa del libro que ella sostiene entre las manos. -¡Ah, no: Bradbury! “Fahrenheit 451” es mejor. ¿no lo leíste?

Ella no lo mira, pero desea desmaterializarse de inmediato, como si en cualquier momento viniese a buscarla el Sr. Spock para alejarse a velocidad “warp” a bordo de la nave espacial Enterprise.

-Gloooooriaaa... -, se admira él, sin reparar en el silencio de ella. -¡Qué suerte la mía, volver a encontrarte arriba del tren. Tomás siempre el mismo, ¿no? Parece que sí. De seguro vas a trabajar a esta hora. ¿De qué laburás? Ya sé, no vas a contestarme. Bueno, no importa; yo te quiero igual.

Y de pronto, como si repitiese el bochornoso espectáculo del día anterior, se pone a cantar “Contigo”, de Joaquín Sabina.

Gloria resopla. “¡Otra vez!”, piensa, sin poder reprimir una sonrisa. La situación es bastante ridícula.

-¡Jáh! -, exclama él, palmeándose un muslo. -Te hice sonreír, ¿eh? ¿A que no te animás a dejar de leer y contestarme?

Entonces ella, ignorando por qué, desconociéndose a sí misma, calza el señalador entre las páginas, cierra el libro con un sonoro PLOP! y lo mira a los ojos, sin vacilar……ni abrir la boca.

José permanece inmóvil, comenzando a sonreír. Un extraño brillo aparece en su mirada, algo casi ajeno al personaje que viniera interpretando hasta entonces. Una mirada transparente, sincera, pura. La mirada de un adolescente ilusionado que se halla a punto de enamorarse, de corazón, hasta el tuétano.

-Sabía que no ibas a dejarme así -, murmura él, como si hablara consigo mismo, sosteniéndole esa profunda y silenciosa mirada que parece atravesarlo. –Sabía que alguna vez ibas a salir del frasco para darme bolilla… Y la verdad, …es que no puedo creer que esto me este ocurriendo a mí…

Gloria desvía de pronto la mirada, espía por la ventanilla, mira su reloj, y sin decir nada, se levanta y baja.

-¡Eh! -, la llama él por encima de su hombro, bastante perplejo, mientras ella camina por el pasillo del vagón hacia la puerta. -¿Te bajás antes hoy? ¿Qué pasó?

Pero ella no responde. Y cuando desciende en el andén, vuelve la mirada hacia la ventanilla del lugar donde estuviera sentada. José la contempla con aire risueño y soñador, saludándola con una mano, mientras sus labios esbozan: “Chau Gloria, nos vemos mañana”

*

Jueves de otoño, 9:15 AM. Gloria sigue leyendo el mismo libro de Bradbury, desconcertada al preguntarse si “Fahrenheit 451” –que no ha leído- será mejor o no. Las estaciones van pasando monocordes, la trama de los cuentos la cautiva y aleja de la realidad, y recién casi al llegar a destino repara en que José no ha subido en Tacuarí. Se sorprende a sí misma al preguntarse: “¿Le habrá pasado algo?”. Y descarta la pregunta, por absurda. “Vamos, es apenas una coincidencia que hayamos vuelto a viajar juntos”. Pero la duda persiste: “¿Se habrá aburrido porque no le di bolilla, y viaja en otro vagón? ¿Me habré comportado muy mal ayer? Bah, no puedo estar pensando en esto. Nada se pierde si él aparece o no”. Y termina la página, antes de bajarse del tren. Aunque la sensación de ausencia no desaparece…

*

Viernes de otoño, 9:10 AM. Al llegar a Tacuarí, Gloria levanta la vista del libro –“La tregua”, de Mario Benedetti- y contempla la puerta del vagón, casi con cierta ansiedad. La silueta de José se recorta en el extremo del pasillo, con los brazos en alto, mientras exclama:

-¡GLORIA!!!

La mitad del pasaje levanta la cabeza, curiosos ante semejante desborde de optimismo. José se acerca hacia donde está ella, aunque sin conseguir un asiento vacío. Por el camino se cruza con el guarda, embutido en su gastado uniforme azul, quien deja de picar los boletos y le pregunta:

-Che, cantor: ¿qué te pasó ayer, que no viniste?

-Nada, nada… -, minimiza él, con el ceño fruncido, haciendo un gesto con la mano que resta importancia a la situación. –Tuve que hacer un domicilio, atender una emergencia. Se tiró un viejo de un balcón y se hizo mierda… Cosas que pasan.

-Y bueno… -, agrega el guarda. –Saludos a tu viejo. Decile de mi parte que hay cosas peores que jubilarse como ferroviario.

-No creo… -, responde José, vagamente.

Y al verla otra vez, el rostro se le ilumina con una sonrisa, mientras extrae del bolsillo de su campera un chocolate “Milka”, en formato extra grande. Ella alza una mano temblorosa, a pesar de lo que su mente compleja y racional le grita dentro de su cabeza (“¿Qué hacés, inconsciente? ¡No te lo sacás más de encima!”), y murmura un pálido:

-Gracias…

Para luego bajar la vista, dudando si abrir el envoltorio del chocolate o no, si quedárselo para ella o regalarlo, si devolverlo o aceptar una deliciosa manera de invitarla a compartir algo juntos, mientras escucha a José desafinar con el bolero “La gloria eres tú”, en versión de Luis Miguel. Finalmente, ella abre el paquete y le extiende uno de sus extremos, para que él parta una barrita y deguste con ella del regalo.

-Ayudame a comerlo; de lo contrario, me vas a hacer engordar.

-Pero no, bombón. Si con tanta ropa encima, unos gramos de más ni se notan… -, y festeja su propio chiste, para luego agregar: -¡No podía ser de otra manera! Una chica tan hermosa tenía que lucir una belleza igual en la voz. ¡Me encanta! ¿Qué leés hoy?

Ella gira el libro para que él pueda ver la tapa.

-Benedetti… No leí nada de él.

-Deberías -, sentencia ella. (“¿Por qué le seguís hablando? ¡Basta!”)

Hace oídos sordos a su voz de la conciencia. Porque algo percibe en él; una ternura oculta debajo de esa máscara risueña y de puro desparpajo. No es el hombre que su madre o sus amigas hubiesen elegido para ella, pero… ¿quién está pensando en formalizar una relación? Apenas si le ha parecido simpático, aunque al principio no lo soportase. ¿Aceptaría salir con él? Probablemente no, pero… ¿quién sabe?

(“¡Gloria, dejá de pensar estupideces!”)

-Debería hacer tantas cosas… -, repone él. –Como dejar de laburar en Guardia y dedicarme a Clínica Médica de una buena vez. No estaría a las corridas todo el tiempo. ¿Sabés qué me tocó atender la otra noche, a las 3 de la mañana? A un tipo de unos 50 años que entró en una camilla, la ambulancia lo había recogido en un telo, con una botella de vodka metida a presión en el culo. ¿Podés creer? ¡Pero con la boca del envase hacia adentro, provocando el vacío! ¡Fue un quilombo sacársela!

Gloria se ríe, fascinada ante las peripecias que pueden depararle a una los viajes en tren. Circunstancias que quizás estén más allá de toda decisión voluntaria, que quizá simplemente ocurran, mientras una se deja llevar, sin pensar demasiado…

José espía a través de la ventanilla, y resopla. Se le nota de lejos que no tiene la menor gana de bajarse, que desearía seguir viajando a bordo de ese vagón hasta que el día se haga noche, y más aún también; pero no le queda otra, su trabajo lo espera.

-¿Nos encontramos mañana? -, invita, ansioso.

-Mañana es sábado: no trabajo -, aclara ella, terminando de masticar otra barrita de chocolate “Milka”.

-Quiero decir si tenés ganas de que nos encontremos en algún otro lugar, donde haya menos gente, para conocernos mejor…

La mirada tierna e ilusionada vuelve a asomarse entre sus párpados, iluminándole los ojos claros. A Gloria se le parte el corazón.

-No puedo… Pero podemos volver a encontrarnos el lunes, ¿no? En otro viaje en tren…

-¡Pero cómo no! ¡Aquí estaré, aunque esté pensando en vos todo el fin de semana! ¡Chau, hermosa!

Y antes de lanzarse hacia el andén a toda carrera, le estampa un beso en plena mejilla, cálido y sonoro. En absoluto desafinado…

*
Lunes de otoño, 9:20 AM. José trepa al vagón con un ambo color crema, inmaculadamente planchado, y el rostro más iluminado que nunca. Porta entre sus manos un flamante ramo de rosas, blancas y rojas, envueltas en papel celofán, con un precioso lazo rosado rodeando los tallos, rematado en un enorme moño con una tarjeta escrita a mano sobre uno de sus costados. Saluda al guarda, el mismo de siempre, quien exclama a su paso:

-¡José! ¿Te pusiste de novio?

Y él avanza por el pasillo, buscándola con la mirada y el corazón en un puño. Hasta que allí, en el otro extremo del vagón, más allá de unas mujeres de origen boliviano con bolsas de las compras repletas de macetitas con plantines para vender, consigue divisar su perfil. No parece estar leyendo, sino conversando con alguien. La obesa silueta de las mujeres le impide ver con quién viaja ella hasta que se acerca a su lado, y entonces…

…el alma se le derrumba a los pies.

Junto a Gloria se encuentra sentada una niñita de unos cinco o seis años de edad, de cabello castaño claro muy lacio, peinado con dos colitas, y vestida con un jardinerito color fucsia. Lleva entre sus manos una enorme rana de pañolenci verde, que cada vez que se mueve croa con la panza.

La sonrisa desaparece de sus labios; o mejor dicho, su verdadera sonrisa deja lugar a una grotesca mueca que con infinito esfuerzo quiere ser divertida, pero que sólo consigue transmitir un enorme patetismo y desazón. Permanece allí de pie, aún manteniendo en alto el ya desentonado ramo de rosas, incapaz de saber qué hacer.

De pronto, ella lanza una carcajada a raíz de un comentario que realiza la niña, y al girar la cabeza lo descubre, a un metro y medio apenas de donde se encuentran sentadas. Gloria lo mira detenidamente, suavizando su sonrisa, hasta que ésta desaparece de sus labios. Le guiña un ojo, contempla el ramo de flores, y permanece en silencio. Quizá, del mismo modo que él, sin saber qué hacer, un tanto aturdida ante semejante demostración de cariño, tal vez no correspondido. A su lado, la niña advierte que algo más que sus bromas atraen la atención de Gloria, por lo que la sujeta por uno de sus antebrazos, lo agita, y exclama:

-¡Mamá! ¡¿Me estás escuchando?!

Y José siente que el suelo se abre ante sus pies, mientras su alma, junto con sus ilusiones, caen a pique hacia las vías.

-¿Qué pasó, cantor? -, le dice el guarda, burlón, al pasar junto a él pidiendo los boletos. -¿Te dio por el romance ahora?

José ni siquiera registra el comentario. Le resulta imposible percibir algo más allá de esa imagen maternal que ve allí, en ese asiento ferroviario, sin comprender cómo ha sido posible que soñara despierto durante tantos días, aumentando el empatanamiento en su propia inmadurez.

Aferra el ramo con ambas manos, se apoya contra el borde del respaldo de uno de los asientos aledaños, y con la mirada perdida, sin un atisbo de simpatía o jocosidad en la voz, desafina como de costumbre el tango “Nostalgias”…



*de Aldima. licaldima@yahoo.com.ar









Descielada*




Cae en las nubes,
fusión-pasaje-iris,
por la ventana abierta de su posible sueño.

Vuela, envuelta en luces o alaridos de color,
sobre la ausencia de la ciudad fantasma que la expulsa,

Recrea cúpulas con porciones de aire,
una nada de azúcares le oculta la sonrisa
de vecina en exilio del paraíso.

Rueda en el vacío texturado de suave,
el cielo es demasiado perfecto, se dice

"me quedo con el viaje"



*de Cristina Villanueva. pluma@velocom.com.ar







*

Reescribiendo noticias. Una invitación permanente y abierta a rastrear noticias y reescribirlas en clave poética y literaria. Cuando menciono noticias, me refiero a aquellas que nos estrujan el corazón. Que nos parten el alma en pedacitos. A las que expresan mejor y más claramente la injusticia social. El mecanismo de participación es relativamente simple. Primero seleccionar la noticia con texto completo y fuente. (indispensable) y luego reescribirla literariamente en un texto -en lo posible- ultra breve (alrededor de 2000 caracteres).

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