POR ENCIMA DE LAS RUINAS...

NIÑO DEL TREN*
A Carlos Ramírez Tamayo
Niño del Tren,
Nacido en casa tan pobre
Que no la abatían las tormentas:
Como ella, entre miserias, resistía.
A su lado, paralelas, las líneas escoltaban su mirada.
Acunado por la nana del camino de hierro
Soñaba partir rumbo a lo desconocido.
Esperando el momento de la huida
En busca de quién sabe qué destino no dictado
Por humanos.
Sabía - el canto de los rieles lo susurraba en su oído -
Que su hado estaba en el vagón aquel,
Inalcanzable y cercano,
Cargado de ajadas sonrisas.
Un día, subió a lomos de la bestia mecánica.
¿A dónde lo llevó?
Nadie lo sabe.
Sólo conocemos que viró crecido, feliz,
Iluminado.
La historia de lo que aconteció
Al que corría descalzo siguiendo los raíles,
Quedó en ellos.
El Niño del Tren no llegó siquiera a ser anciano,
Ni siquiera sus hijos lo recuerdan, mas
Cuentan las estrellas que el carril llora su ausencia:
Su triste canto
Arranca lágrimas a la madrugada.
*de Marié Rojas.
(1999)
POR ENCIMA DE LAS RUINAS...
Crónica de un tren aventurero*
Eran tres mosqueteros que habían perdido su D’Artagnan.
Se paraban cada sábado, durante meses, en las esquinas de Santa Rosa para juntar firmas entre el viento y la polvareda infinita de las pampas, en medio de madres que circulaban presurosas a comprar zapatillas y remeras a sus hijos y parecían no prestar atención a nada más que la preocupación por los precios; y también ancianos que salían a caminar sus veinte cuadras diarias recetadas, y era siempre la misma cuadra repetida diecinueve veces.
Al oír la palabra tren, detenían su andar de inercia, se daban vuelta y aparecía el mágico ‘dónde hay que firmar’.
Y es cierto, los tres mosqueteros juntaron muchas firmas, ayudados por otros amigos solidarios que ofrecían alguna mesa y unas biromes y ayudaban a multiplicar esquinas y ganas.
Al tiempo descubrieron que ¡una firma es una firma! Pero también supieron que una firma no es más que una firma.
¿Qué anhelo, qué historia, qué renuncias, qué silencio arcano o magia volatilizada llevaba, sin mediar raciocinio alguno, a esa mano a firmar?
Tanto para decir, gritar o reclamar no puede sintetizarse y menos silenciarse y sellarse en una firma.
Entonces nos pusimos a trabajar.
LOS OKUPAS DEL ANDÉN no llegan.
Avasallan, se instalan, se imponen, reverberan, mapeando un dibujo nuevo en cada baldosa, como marabunta, y contagian una energía que inunda todos los rincones resecos y desempolva los utensilios inutilizados por décadas en el arcón de la inercia.
La conmoción es recíproca. No sabemos si agradecerles o permitir que nos agradezcan, adulándonos mutua e inútilmente, en una merma de fluidos que se van como por un escape agujereado. Nos dejamos de joder, entonces, y nos damos cuenta de que estamos todos en lo mismo, que es ya imposible discernir arte y realidad en su aspecto positivista más recalcitrante y paralizante.
No hay nombres ni apellidos, no hay profesiones, no hay antecedentes ni currículo, no hay secretos ni misterio.
Sólo tenemos en común, la pérdida y el protagonismo colectivo de la recuperación del protagonismo. Pero nada del individual, sino el de todos los que dejamos perder lo que perdimos, inermes.
El escenario donde ocurre la bienvenida es el único espejo de agua de la ciudad, la nuestra, que les dista más o menos ochocientos kilómetros desde su territorio platense. Territorios desunidos, desintegrados y distantes.
Se desparraman, se ríen, nos miran, no nos conocen pero nos intuyen. ¿Quiénes serán esta manga de locos?
A mi grito de ‘¡Anárquicos!’ todos responden al unísono. Es lo único que los convoca para ponernos de acuerdo en la hora en que servirán la cena, o iremos hasta la estación del ferrocarril para que hagan el reconocimiento del terreno o saludaremos a las personas que asisten y colaboran en esta locura, como el vice intendente de nuestra ciudad, el Pepe, que viene a ayudar con lo que haga falta.
A bordo del mismo micro que los condujo hasta aquí, recorremos la ciudad hasta la estación disfrutando del show de Ulises en la proa de la nave al ritmo del baile que le propongan.
Algunos del grupo que conformamos el movimiento de la pampa nos sentamos a compartir la cena con esa multitud teatral que desparrama tanta realidad y, como en un grabado de Escher, va mutándose de teatro en verdad en ficción en convicción.
En una mesa extensa logran comunicarse entre todos. Todos saben lo que está pasando. Se miran cómplices, se sonríen, se reconocen.
Mientras vamos deglutiendo gigantes milanesas de pollo con arroz y bebiendo vino tinto moderadamente empiezan a ingresar al comedor del albergue municipal las niñas y los niños de los coros que están actuando en la ciudad, con sus maestros y maestras, entre ellas algunas monjas.
Más de doscientas personas colmamos el ambiente del comedor en una algarabía de ritmos, colores y emociones disímiles.
Vemos a Darío, de los Okupas, retirarse con disimulo imposible, volviendo a ingresar al rato al comedor con el traje de sacerdote que usará en la función al día siguiente durante el festival.
Se para frente a las mesas de los coros y, en ejercicio carismático comienza a dar una extraña bendición a los presentes. Del estupor deviene la risa inevitable, cuando comienza a cantar, y el albergue se inunda de inmediato, de voces perfectamente afinadas de niñas y niños.
Estremece el lugar y los rostros de maestras y maestros. Estremecen las monjas.
Cada grupo de coro va pasando al frente a lucir y disfrutar, fuera de todo programa, la belleza del canto, de la felicidad y de la espontaneidad.
Todos cantamos con lágrimas en los ojos, tan sólo por sentirnos capaces de estar allí, por haber hecho algo, poco o mucho para que sea posible.
Entre risas y cantos anunciamos el festival y los aplausos fueron tan intensos que allí nos dimos cuenta de que esta manga de locos por el tren, éramos también, los actores, en todas sus acepciones.
Como alguna vez hay que dormir, nos despedimos hasta la mañana siguiente a la hora del mate, con abrazos y deseos, como si la vida nos hubiera venido trayendo de la mano desde hacía ya mucho, mucho tiempo.
A la hora del mate ¿cuál es la hora del mate?
Llegamos con la noticia de que Patricios había complicado su partida por un diluvio que había inundado sus casas y se demoraría, obviamente, su arribo a Santa Rosa. No compartirían el almuerzo con los Okupas, algo muy deseado por todos.
Invitados a participar de una audición en la radio local (Radio Noticias), una FM con importante alcance, el pequeño grupo representativo de los Okupas comparte el aire con músicos de cuerdas de primer nivel.
Se oyó bella música de guitarras, experiencias del teatro comunitario, relatos de los trenes perdidos y los pueblos desaparecidos.
Marco, unos de los representantes niños del grupo de teatro, junto a Joaquín, fue el encargado de cebarle mate al conductor.
Los guitarreros, fuera de todo lo previsto, agregaron sus voces para cantar y contar en poemas qué había sido y qué era de La Pampa y sus pueblos sin el tren.
El conductor del programa, nuestro irreemplazable Guito Gaich (queda bien decir irreemplazable porque no nos obliga a decir si es bueno o malo), almibaró la convocatoria con anécdotas ocurrentes y conmovedoras y de allí partimos con la sensación inefable de que por la tarde, la estación de trenes se vestiría de fiesta, no de maquillaje ridículo, frac o tacos altos, sino la fiesta de las ganas de vivir y revivir. De despertar del letargo al que nos convidan las prácticas políticas con proyectos que no son para el pueblo.
La marabunta dispersa fue reclutada nuevamente al grito de ‘Anárquicos!’ y almorzamos en absoluta camaradería aguardando la llegada de la gente de Patricios.
Patricios Unido de Pie arribó al albergue donde ya se los esperaba con el almuerzo listo, fueron abrazos de bienvenida y agradecimiento, pero sabíamos que el tiempo nos sería escaso para expresar las emociones y la calidez que merecía el encuentro.
…
Adversidad que no podía faltar: la llave prometida que abriría la puerta de la oficina de Rentas de la municipalidad, que funciona en la estación, proyecto de gestiones anteriores, NUNCA APARECIÓ… Iría a ser el espacio destinado a vestuario, maquillaje y reparo del viento omnipresente en las pampas.
NO SE CULPE A NADIE, parafraseando a Cortázar, la gente de teatro comunitario está preparada para todo y no hizo falta más que ganas para que todo anduviera bien.
A las seis de la tarde en punto, las trescientas cincuenta sillas vacías empezaron a ocuparse, rodeándose luego por gente de pie o sentada en los pilares del costado del andén, o en el pasto.
Los Okupas irrumpieron con toda su energía y esa vitalidad citadina que envolvió al público de silencio, concentración y emoción.
Las risas inundaron esa tarde la estación muerta, la resucitaron llenándose de lágrimas que deseaban seguir riendo y no detenerse nunca.
La chusma cómplice e ignorante pero funcional, los negociados, el vacío, la desolación, la inercia, el protagonismo, la lucha, las contradicciones, las instituciones, los gobiernos, la soledad, la comunidad, el volver a apostar a la confianza, el ejercicio de la construcción colectiva, sus obstáculos, (impedimentos y prejuicios), las tradiciones, las traiciones; la realidad histórica puesta en escena como espejo inefable, para reír y llorar.
Más de mil personas lloraron y rieron, y, espero y deseo, no sólo por la brillantez indiscutible del espectáculo, sino por cada uno de sí mismo, por todos nosotros, pobre país, pobre.
La fiesta estimulante de rabia y alegría, de excitación y tristeza se puso de pie a un costado del andén con el MURGÓN DE NUESTRA CIUDAD, ¡AMALAYA!!
Y nos puso de pie a todos, a movernos, a oír, a prestar atención, con esa mezcla de alegría con nostalgia, hiperexcitación y dolor, que tienen todas las expresiones rioplatenses, la traslademos donde las traslademos y la implantes donde la implantes.
Cuando veo y presiento la murga pienso indefectiblemente en esa resistencia ante el colonialismo que jamás deberíamos haber abandonado.
Pero tal vez sea hora de retomar la resistencia desde donde podamos, desde el lugar que nos ha mantenido en pie hasta ahora, aunque nos hayan pateado, fustigado, desanimado y quebrado.
Seguimos de pie.
Y de pie llega Patricios...
¡¡PATRICIOS UNIDO DE PIE!!!
Su energía y su aire indiscutiblemente pueblerinos, con esa introversión hecha necesidad de expansión, su reservorio de historia dinámica en la estática de las imágenes detenidas y albergadas en la vindicación atávica, en el desfile de la memoria hecha sucesos, marcando el pulso del latido histórico, con la responsabilidad de transmisión, entrega y legado, todo respondiendo al diapasón en una sinfonía visceral de escenas nuestras, de lo nuestro, de todo aquello de lo que, alguna vez nos pareció, estaba hecha la vida.
La vida que se fue deshaciendo en cada escena, en cada punto donde el último tren partió.
Y no ha vuelto a silbar para invitar a subirse.
LAS CAMPANAS HAN DEJADO DE SONAR Y YA NADIE ACUDE A LA EMOCIÓN DE LA EXPECTATIVA EN ESA ZONA MUERTA, SEPULTADA ANTES DE CUMPLIR SU CICLO VITAL, CERCENANDO LOS SUEÑOS E ILUSIONES Y ACOTANDO EL ARCO IRIS A UN TENUE GRIS QUE DESLÍE LA PALETA DE LA CREATIVIDAD.
ES DEMASIADO, CASI TODO, LO QUE HA DEJADO DE LLEGAR Y LO QUE HA NECESITADO PARTIR.
¿A dónde iremos, si no hay dónde volver?
Apagado el andén, volviendo a su ser nada…
… allí termina el teatro y empieza la ficción, el juego, el convite de viajar en un tren aventurero de marcha retroactiva y vagones y vagones y vagones de cosas por hacer que han quedado truncas.
En los bares de la zona ferroviaria, Frida y Ángeles, se exhiben obras de arte visual que ofrecen otra instancia de reflexión desde el ojo, las manos, el recuerdo y la intuición de CAROLA FERRERO, RAQUEL PUMILLA, TIKI EYHERAMONHO, DANIELA FURCH Y RICARDO VALERGA.
La música de los mejores músicos, invita a la atención de los espectadores que han atravesado el viento intempestivo de la tarde adversa, la greda en sus pupilas, la piel resquebrajada de un desierto desierto y desertado, y un tren en su memoria, que se atreve a volver, el tren y la memoria.
Es así que la memoria se viste de armonía en las voces, los aplausos, el aliento y el ritmo de la gente que continúa presente en cuerpo y alma, valga la disociación inventada por los racionalistas, sólo en este caso, para ser más explícitos y didácticos.
TIERRA PLANA con el rock, enciende de fuerza la vitalidad del público, seguido por el carisma y el talento de JUANI DE PIAN y sus acompañantes ocasionales.
MARIO CEJAS invita a la reflexión con sus poemas hechos canción, MARÍA JOSÉ CARRIZO Y PABLO WEHT traen la fuerza del tango vívido y degustado por los presentes, convidando a bailarines que soportan la afrenta de La Pampa, que tiene la característica indiscutible de transformar el aire libre en intemperie y vulnerabilidad.
La brillantez de MARCELA EIJO y su pianista y compañero FEDERICO CAMILETTI, dan el cierre a una noche de fiesta impregnada de adversidad y de belleza, de nostalgia y de vida, de lucha y de convicción, de apuesta a seguir vivos y recuperar el ser protagonistas.
Porque sólo así, la consigna, la propuesta y el deseo que llevó a pasar por el festival a mil quinientas personas, se hará posible, en la expresión de los teatreros, en la voz y las manos de los músicos, en el ojo y el pincel de los artistas, en la voluntad de los pueblos de despertar del letargo, levantando en grito, un mismo grito
¡PARA QUE VUELVA EL TREN!!
Porque, creemos, con el tren volverá la vehemencia de un pueblo que hace escuchar su voz y la voluntad de entretejer el hilo que, enredado en la confusión, se desmadeja para volver a ser urdimbre.
*de Lucía Cinquepalmi. luciaguionbajo@gmail.com
-DEL FESTIVAL DEL DOMINGO 29 DE NOVIEMBRE
EN LA ESTACIÓN DE SANTA ROSA - LA PAMPA-
NO MÁS*
No más país
De bruces sobre el escudo
Veo pasar los patricios
Que ayer bebían café a la sombra de los plátanos sonantes
En minutos será noviembre
Escucho la radio con cierto desdén
Me vuelvo un animal doméstico
Un corredor de seguros
Otro más que carga maletas
No más
Detenida la estirpe
Me arrojo cuatro pisos abajo
No más.
*de Reynaldo García Blanco. regabla@cultstgo.cult.cu
CRÓNICAS DE TAFI VIEJO
CUANDO LOS MAU MAU LUCHARON EN EL NOROESTE ARGENTINO*
*Roberto Bardini
-Basado en un trabajo de juan carlos cena
Después del golpe cívico-militar que el 16 de septiembre de 1955 derrocó al general Juan Perón, corre el rumor que en el noroeste argentino hay guerrilleros africanos Mau Mau, famosos porque decapitan a sus enemigos británicos.
Nadie los ha visto, pero se dice que operan en la zona ferroviaria de Tafí Viejo, en Tucumán, y a veces llegan a Salta y Jujuy. Y para preocupación de los servicios de inteligencia de la “revolución libertadora”, también se comenta que están con la Resistencia Peronista.
Mau Mau es una organización rebelde que de 1952 a 1960 combate en Kenia contra las tropas del Imperio Británico, que ha ocupado el país a fines del siglo diecinueve. Su líder es Jomo Kenyata, quien después de la independencia en 1963 será el primer presidente y gobernará hasta 1978. Los Mau Mau tienen pocos fusiles; pelean con lanzas y machetes. Los ingleses cuentan que cortan las cabezas de los blancos, las colocan en la punta de la lanza y las exhiben como escarmiento.
La verdadera historia –prácticamente desconocida en la actualidad– me la contó en 2007 el inclaudicable Juan Carlos Cena, hijo de un ferroviario de Córdoba y también él ferroviario desde los 12 años. Luego de la caída de Perón, padre e hijo se unieron a la Resistencia. Miembro fundador del Movimiento Nacional de Recuperación de los Ferrocarriles Argentinos (MoNaReFA), hoy es un experto en el tema.
“En 1955, mientras, los burócratas sindicales se reunían en Olivos con el general Lonardi primero y con el general Aramburu después, para reacomodar las relaciones con el nuevo poder, el Partido Justicialista se había volatilizado”, recuerda Cena, que conoce de primera mano la anécdota de los Mau Mau. “La Resistencia se fue conformando a través de los cuerpos de delegados, seccionales de sindicatos, por zona o región, comisiones internas y de reclamos. No hubo ningún ideólogo, intelectual o político que preparara la Resistencia”.
En el caso de los obreros ferroviarios, las reuniones comenzaron después del bombardeo a la Plaza de Mayo en junio de 1955. Cena fue testigo de esos encuentros porque se realizaron en la casa de su padre, en Córdoba. “Con el pretexto de jugar a la taba, llegaban compañeros de todos los lugares ferroviarios del país. Los articulaba la unidad territorial del oficio y el sindicato. Los encuentros organizativos fueron rotando. La reunión más importante fue en la Estación La Reducción, en Tucumán”.
Luego del golpe del 16 de septiembre, las comisiones internas y de reclamos de la Unión Ferroviaria en Tafí Viejo crean el Comando Interseccional Peronista de Obreros del Norte (Cipon). El núcleo está en Tafí Viejo, pero se extiende a todo el norte del país. Es la concentración obrera más grande del noroeste. Le siguen los Altos Hornos Zapla.
“El Cipon estaba formado por compañeros duros, probados y disciplinados, defensores a ultranza de los ferrocarriles estatales”, narra Cena. “En más de una oportunidad, en el gobierno de Perón descabezaron jefaturas del taller por corruptas o ineptas. Esta metodología perduró después del golpe de 1955. Fueron los primeros en operar fuera de la organización partidaria. En todo el norte organizaron paros y sabotajes, no sólo ferroviarios. También impulsaron aprietes a comandos civiles, rompehuelgas, delatores y traidores. Eran absolutamente independientes y nunca pudieron ser controlados. Antes del advenimiento del peronismo, los anarquistas tenían gran influencia en los talleres; instauraron maneras de comportamiento, códigos éticos, métodos de organización y trabajo gremial. Con Perón en el gobierno, la relación entre anarquistas y peronistas continuó, basada en un respeto mutuo”.
Los antiperonistas de Tafí comienzan a llamarlos Mau Mau. Los militantes del Cipon no se sienten ofendidos: también reivindican la guerra de independencia en Kenia. Y para hacer honor al nombre le “cortan la cabeza” a dos jefaturas de taller seguidas, expulsándolas por “gorilas”.
Varios oficiales del ejército retirados y en actividad que se dicen peronistas van a ver a los dirigentes del Cipon para influenciarlos. Todos son rechazados, especialmente el general Miguel Ángel Iñiguez, del Comando de Operaciones de la Resistencia (COR), más afecto a los golpes militares que a las revoluciones populares. “Los Mau Mau sólo recibieron al entonces capitán Adolfo César Phillipeaux, quien en 1956 se había unido en La Pampa al levantamiento del general Juan José Valle”, cuenta Cena. “Con él mantuvieron una relación militante y de gran respeto”.
El ferroviario cordobés evoca por sus apodos a viejos conocidos de la Resistencia Peronista: Cutiti Díaz, Chichilo Céliz, Tableta Gutiérrez, Andrés Suter… De ellos sólo viven El Toto Romero y El Inglés Campbell.
“El anecdotario de sus vidas es enorme”, recuerda Cena. “Todos murieron pobremente, orgullosos de haber sido lo que fueron. El primer desaparecido ferroviario de la Resistencia es Raúl Lechessi, en el gobierno de Isabel Martínez. Ni siquiera durante la dictadura cívico- militar de 1976-1983 los trabajadores ferroviarios claudicaron”.
Unas últimas líneas sobre los Mau Mau de Kenia: durante años, historiadores y periodistas británicos presentaron una imagen feroz de los independentistas, pero el investigador Mark Curtis, fundador del Royal Institute of International Affairs, tiró abajo estas descripciones. En su libro Web of Deceit (“Red de engaños”), publicado en 2003, Curtis revela que más de un millón de kenianos fueron prisioneros en “aldeas cercadas”. A los sospechosos se les interrogaba con “cortado de orejas, perforación de tímpanos, azotes y quemaduras con cigarrillos encendidos”.
Y el historiador David Anderson, de la Universidad de Oxford y autor de Histories of the Hanged: The Dirty War in Kenya and the End of Empire (“Historias de los colgados: La guerra sucia en Kenia y el fin del imperio”), publicado en 2005, presenta evidencias de la brutal represión británica: 20.000 rebeldes asesinados, 150.000 civiles acusados de simpatizar con ellos enviados a campos de trabajos forzados y más de mil ejecutados en la horca. Anderson demuestra que sólo 32 colonos ingleses murieron durante un conflicto que duró más de siete años.
RETRUCO EN TAFI VIEJO*
Al Macuco Suter, de la
Villa Obrera, de Tafí.
*De Juan Carlos Cena. ferrocena2003@yahoo.com.ar
Un aire ahumado fresco y dulzón, nos acompañó por un largo trecho camino a Tafí Viejo. Largas chimeneas de los ingenios que rodean la ciudad anunciaban el proceso de la caña. El anterior fue regado por sudores y rocíos, soles y rigores, maloja y machete, y así, hasta el lagar donde se tritura la verde erección de la caña.
Arribando a Tafí Viejo el aroma del limón nos envolvió de nuevo. Tractores con dos, tres o cuatro acoplados cargados de limones rumbeaban a la planta de elaboración. Caña y limón. Más allá, la pobreza. El caserío nuevo a la vera del río Salí te recibe. Simular la miseria. Que no se note ese 9 de julio cuando llegue el presidente Menem. La inquietud.
Era el recibimiento agradecido y limpio del indultado a su benefactor. Todo debe brillar en ese caserío inventado. El general Bussi, gobernador de Tucumán, incomprensiblemente elegido, luego del baño de sangre infringido a los tucumanos que resistieron a la dictadura militar, es hoy el custodio férreo de las riquezas que da el limón, la caña, los minerales. ..
Victorioso general que venció a 25 tullidos, ciegos, locos, mendigos y los dejó abandonados en Catamarca en la ruta nacional 67, entre Bañado de Ovantas y Los Altos en julio de l977.
Entramos a Tafí Viejo por la rotonda que lleva el nombre de Raúl Lechesi, ferroviario desaparecido el l4 de julio de l977. Ibamos en busca de sus compañeros de lucha: ferroviarios resistentes a todos los embates contra el ferrocarril y las instituciones democráticas. Tiempo llevó localizarlos. Tiempo, tiempo y paciencia. Anduve escarbando entre el malezal del olvido, derrotando disimulos, hipocresías, indicaciones de caminos falsos, llegando por fin. Como hierbas frescas aparecieron estos añosos-jóvenes ferroviarios que pertenecieron a la Resistencia Peronista Ferroviaria, estructurados en las Comisiones Interseccionales de Talleres de Tafí Viejo.
Ahí estaban, llenos de fervores antiguos, pertrechados aún de palabras duras, casi olvidadas, fustigando a traidores, delatores, entregadores, no olvidando el beso de Menem al almirante Rojas; recordando a sus desaparecidos entre los que se encuentra Raúl Lechesi, a sus muertos, y esos días. Que días esos días sin claudicaciones.
Desde el 55, por expresiones de fervorosos admiradores del Almirante Rojas, el gorilaje, luego el Plan Conintes y más tarde por boca del General Bussi que manifestaba más o menos lo mismo: que el taller era un nido de extremistas. Historicamente, estos y otros resistentes ferroviarios, fueron estigmatizados, delatados y luego reprimidos, fue una constante.
No es para menos, si ya a mediados en l9l7, se produjo una huelga en los talleres de Tafí Viejo, en la que intervinieron más de dos mil obreros afiliados a la Federación Obrera Ferroviaria y a la F.O.R.A. Plegándose Talleres Perez de Rosario perteneciente a la empresa del Ferrocarril Central Argentino (C.A.), ingleses, porque habían exonerado a dos obreros en ese lugar.
La Fraternidad se solidarizó con la Federación Obrera Ferroviaria.
Éramos como 5000 obreros en Talleres Tafí Viejo, pertenecíamos al Ferrocarril Belgrano, que era del Estado, y funcionaba como ferrocarril de fomento, abriendo territorio, uniendo pueblos, circulando por donde no iba nadie -nos cuentan. Reparábamos 22 locomotoras de vapor por mes, 22 coches de pasajeros en igual período y de seis vagones por día. Fundíamos treinta toneladas diarias de metal -nos dice Cutiti, que fue fundidor. En la sección Modelista no dábamos abasto -reafirma El Chichilo Celiz. Dos turnos y horas extras, nuestras mujeres nos alcanzaban la vianda al portón de entrada, que había cuatro, -comenta El Tableta. Todos tienen nombres, y no lo ocultan. Todos se atropellan por contarnos. El Macuco dice orgulloso: Yo me crié en la Villa Obrera, me alimenté y me vestí gracias a La Cooperativa de Consumo Ferroviaria (era un tren de color blanco, transitaba por todo el país ferroviario, era un almacén de ramos generales), y el ombligo me lo dibujó doña Eulalia, partera del barrio, todo un lujo.
Amí también, dice el Toto Romero, un coqueto resistente de 75 años; que remata diciendo, sabedor de su buena y conservada percha: -La lucha rejuvenece.
Saben que saldrán a la luz y nos festejan como si fuéramos antiguos compañeros. Fabián no atina a encender de nuevo las cámaras, Guillerno gatilla despaciosamente su Nikon, yo solo arrimo respetuosamente el grabador para tratar de acumular ese río caudaloso lleno de palabras que se yuxtaponen, se chocan, enciman, saltan del cauce y vuelan llenas de tozudeces.
Retruco irá narrando lo descubierto entre el malezal de Tafí Viejo y otros lugares. Será, sin duda, otro momento inicial de la memoria, porque cada uno de esos momentos contribuirá a su construcción social. Y cada momento narrado será una derrota al olvido. Cada descubrimiento será un aporte. Hechos, personajes, acciones, aconteceres, vidas cotidianas, todo eso y más nos ayudará a elaborar los desacuerdos del presente, ver y entender mejor esta realidad que nos circunda, sino será imposible imaginar un futuro. Abrevar en el pasado que está lleno de enseñanzas, nos mostrará -a pesar de todo-, que la lucha no fue vano.
Los resistentes taficeños estarán en Retruco contándonos, en ese convocar a la memoria, rechazando la invitación de vivir este presente, como un presente perpetuo. ‘Despojados de su memoria, los pueblos se opacan, mueren’, ésto le dice un amigo cordobés, el Toto, lo repito siempre.
Por eso viajó Retruco a Tafí Viejo, para reconstruir nuestra historia obrera, rescatar primero la memoria a través de los propios protagonistas, y de esa manera, hacer retroceder los silencios del olvido. Silencios y humillaciones impuestas
Llegamos envueltos en aromas de limón. El sulfuroso humo de las chimeneas de los talleres ya no mezclan el aire: el taller está cerrado. La tristeza. Solo las voces de los nostalgiosos resistentes, que recuerdan las otras voces, y las palabras aquellas. Todo es silencio y bronca. Pero siguen ahí los resistentes taficeños, con la terquedad de la esperanza.
Tierra hermosa la taficeña, nos vamos con unas coplas del poeta Osvaldo M. Costello, publicado en el periódico: Tren de Palo el l/l/85.
¡Ay, mi tierra linda, prendida del cerro!
¡Ay, mi Tafí Viejo, mi naranjo en flor!
¡Ay, mi tierra linda, verdeando en los tarcos!
Con la primavera volveré hasta allí
cuando me queme su sol limonero...
EL CUTITI DÍAZ, FUNDIDOR DE
TALLERES DE TAFí VIEJO*
*De Juan Carlos Cena. ferrocena2003@yahoo.com.ar
El hombre que la burocracia intentó matar, o el que nació dos veces, ése mismo día. Que el general Bussi lo buscó y no lo encontró. Que murió cuando él quiso, de puro antiburocrático que era no más.
Esa mañana el Cutiti regó bien temprano el patio, luego lo barrió, ató el cachorro de policía para que no molestara en el tronco de la parra. Una brisa húmeda se agitaba entre los naranjos, todo era frescura, aunque el día a esa hora ya apuntaba para tórrido.
Esa mañana íbamos a continuar con las charlas. Llegué temprano y de inmediato nos prendimos al mate, a las informalidades y al armado de las cámaras. Vestía una campera negra, pantalones del mismo color y una camisa blanca, muy blanca, que lucía como sus dientes, blancos, muy blancos. Mientras vigilaba las hojas de las plantas, andaba combatiendo una plaga, conversábamos, caminábamos por el patio tomando mate al paso.
Tenía una obsesión, la burocracia y los burócratas, que eran otra plaga. Gran parte de la culpa del descalabro del ferrocarril la tenían los burócratas funcionarios, sindicales y políticos. Antes de comenzar cualquier charla, les dedicaba un tiempo, como si fumigara las palabras.
-La burocracia mata —decía.
Succionaba la bombilla del mate lentamente, cada sorbo era un paréntesis; se acomodaba, cruzaba las piernas, uno de sus codos se apoyaba en una de las rodillas, y así, en esa pose, arrancaba blanqueando los ojos, como quien regresa a los ayeres que están ahí nomás, esperando detrás de los párpados.
-Lo que cuento es la pura verdad—arrancaba el Cutiti antes de entrar al tema principal. Otro de los comienzos era empezar con el tema de Eva. Pero remarcando siempre lo de “la pura verdad”.
-Vea, uno era un irresponsable por esos tiempos juveniles. No se medían riesgos ni se tomaban precauciones. Pero el fervor era el fervor. Hasta se competía a ver quién era más valeroso. Además, ¿cómo no ser así? Digo. Yo siempre fui un buen agradecido. Así nos educaron. ¿Cómo no ir? No faltaría más. Si a mí Eva Perón me hizo entrar a los Talleres de Tafí Viejo. Antes trabajaba en la construcción del dique El Cadillal. Vieran ustedes eso, el trabajo era inhumano, de sol a sol, lleno de accidentes y muertes, sin protección. Uno ni se asombraba ante cada muerte. Evita, en esas giras que ella hacía, pasó rumbo al norte en tren por Tafí Viejo. Como éste iba a paso de hombre alcancé a entregarle una carta pidiéndole trabajo en los Talleres. Al tiempo recibí repuesta, pero a través del ferrocarril. Les ordenaba que me incorporaran a los Talleres de Tafí Viejo. ¿Cómo no ir? Yo siempre fui bien agradecido. ¿Cómo no ir...?
Descansaba el Cutiti, como si ordenara despacio esos ayeres, que se le agolpaban, intentando salir todos a la vez. Aspiraba el fresco vientecito de la mañana que remolineaba entre la parra y los naranjos, pausaba el relato. Había sosegado el empujón de la memoria. Levantaba el rostro al cielo como orientando lo que fue su vida. Al rato comenzaba de nuevo. Se emocionaba. Volvía a tomar aire, elevaba con el mismo gesto la mirada atravesando el encaje de la enramada del parral, se quedaba ahí, respirando fuerte. El encadenamiento de los ayeres lo emocionaba. A pesar de que el Cutiti era poseedor de un poderoso autocontrol, como todo hombre de lucha regulaba con el aire toda incontinencia emotiva. Nunca se permitió flojedades, menos entonces. Por eso, no eran para menos esas pausas. Es que hacía tiempo que no echaba a andar esos ríos tafiseños, los tenía contenidos allá arriba, en la cumbre. Esta mañana descendían febriles, vibraban los cauces, era como una rasgadura.
En medio de esos desbordamientos nos comentó, aún con tristeza, que para fines de agosto del ´55 se rumoreaba que Perón iba a renunciar. Luego del comentario se quedó en silencio, se le iluminó el rostro y nos dijo:
-Aquí a Tafí, llegaban las noticias distorsionadas y uno no sabía bien como agarrarlas. El Taller era pura ebullición. No había otra conversación: “No puede ser que renuncie”, “¡Todo para satisfacer a los gorilas! “, “¿Cómo que va a renunciar, cómo que nos va a abandonar?”, “Es nuestro líder!”, “¡Debe de tener en cuenta que es nuestro conductor!, ¡que lo hemos elegido nosotros!”, “¡Todo para satisfacer a los gorilas y cipayos!”, “ ¡Qué se deje de joder!, con todo respeto”. ¿Cómo no ir a la Plaza Independencia a decirle que no renuncie?
Nos contaba esa mañana como si fuera ese agosto del 55. Se le hinchaban las venas del cuello al Cutiti, hasta quedar jadeante, irritado de tanta enculadura. Conservaba la frescura pasional del militante de raza, la rebeldía a flor de piel.
-Cómo no ir. Nos decidimos, y ahí no más enganchamos a la negrita (locomotora de vapor de la serie 3025 que transportaba el tren presidencial), con los coches del tren obrero que traía al personal de la ciudad de Tucumán a trabajar a los Talleres de Tafí Viejo. No terminamos de enganchar la formación que se colmó de trabajadores y de gente del pueblo, no cabía nadie más. Borraron las formas de los coches, pura gente no más era su contorno. Nosotros subimos al techo junto a otros compañeros. Otros se encaramaron en la locomotora, hasta en la trompa, sentados en el miriñaque. Todo se cubrió de obreros. Iba con mi primo y mi tío que viven aquí a la vuelta —señalaba el rumbo con el dedo índice—. Íbamos con banderas argentinas, cantando, vivando al General, pero muy afligidos por su renuncia. De tanto en tanto me acordaba de Evita, de mi ingreso al Taller, y me preguntaba en medio del griterío, ¿por qué me acordaré justo ahora de ella? No se me borraba de la mente, del pensamiento, de la cabeza, todo éso, el recordar a Evita. El recuerdo se superponía a la pena de la renuncia del general Perón, vaya a saber por qué. ¡A uno le pasan por la cabeza cosas que no se pueden explicar...!
Llegando a Tucumán observábamos que la gente nos saludaba como haciendo señas. Uno, a pesar de andar apesadumbrado, les contestaba con entusiasmo, cómo no hacerlo... Mirando por sobre la locomotora, allá, adelante, se veía más gente, y más nos saludaba y más gritos nos daban cuanto más nos acercábamos. De repente, por sobre la chimenea de la máquina vimos como fuegos artificiales. ¡Nos festejan!, dijimos. Pero a su vez, divisamos un chisperío en la parte delantera de la locomotora y en paralelo los gritos de la gente cada vez más fuertes. Cuando de pronto nos dimos cuenta de todo, vieran ustedes: los gritos no eran saludos, sino gritos de advertencia, y los fuegos artificiales eran los chispazos que producían los cables del trolebús recién instalados al chocar contra los cuerpos de la gente que venía trepada en la trompa de la locomotora y en los techos de los primeros coches. Una desgracia fue eso, una desgracia... Era un día de desgracia, por la renuncia del general y por esto...
Paró el relato el Cutiti, tomó más aire de lo común, era un recuerdo denso. Al rato continuó.
-Degolló a unos, electrocutó a otros y un brutal latigazo le propinó a la mayoría. Ese cable me castigó el cuerpo como un chicotazo, sentí una fuerte descarga eléctrica. Quedé mareado. Se detuvo el tren, bajé despacio y de inmediato comencé a colaborar en la tarea de rescate. Vieran ustedes qué cuadro: muertos, heridos, quemados por la corriente de alta tensión, una tragedia. Mientras colaboraba sentía mareos pero seguía, no quería dejarme vencer.
-Nos socorrieron unos médicos brasileños que estaban en un seminario en la ciudad de Tucumán y que justo pasaban por ese lugar. Nos llevaron al Hospital de Niños. Iba montado en un camión de bomberos. No veía bien, la ruta se ondulaba, cerraba los ojos y me calmaba, sentía un raro malestar. Colaboré al llegar bajando a compañeros de los camiones de bomberos y ambulancias. Comencé a ver las imágenes triples o cuádruples, todo se movía deformándose a la vez, los cuerpos de la gente se alargaban, se desprendían sus cabezas. Me aferré a la pared. Buscaba a mi tío, el Quebracho Escobar, en cada camilla que pasaba. Sentí un frío en la espalda y me desmayé. Dos o tres días estuve desvanecido, creo, así me dijo el Pistola Martínez cuando desperté, que me desvanecí el miércoles y el viernes a las 8:30, no recuerdo bien, reaccioné.
Antes de normalizarme veía entre sueños una cosa blanca que corría de un lado para otro gritando mi nombre, eran el Pistola Martínez y el Chango Vega, el de la Villa Obrera. Le decían al doctor Costal que yo estaba vivo, que ése era mi color, morocho oscuro, que se parecía al del electrocutado, pero que no lo era, que estaba calentito y no frío. Ante la insistencia, este médico dijo: “ 24 horas más, si no a la morgue, al frío con los otros...”
Ese viernes desperté, pero me tuvieron veintidós días a puro suero, el golpe de la corriente me secó, sobre que tengo poco jugo por ser flaco, puro hueso, casi muero charqui, cuerito no más era, por esos tiempos tenía sólo 20 años.
El l6 de septiembre le dan el golpe al general Perón, y yo encerrado en un hospital, medio muerto, sin poder hacer nada. No me pude enterar bien, no pude defenderlo de la atropellada gorila, reaccionaria, de la oligarquía cipaya, que volvía para tomar revancha, no pude..., qué amargura, me afiebraba de sólo pensar, tenía una impotencia del carajo, ni se imaginan.
Se quedaba el Cutiti pensando largo rato, sobando el mate con las dos manos. Ni el ladrido del cachorro no acostumbrado a la soga lo hacía regresar. Esperábamos que volviera en el mayor de los silencios.
-Vea usted—dijo al regresar—, como mi obra social era el Policlínico Ferroviario deciden trasladarme desde el Hospital de Niños, previa revisación. Estaba débil y con un problema hepático. Me envían al segundo piso a buscar la historia clínica. El Pistola Martínez me acompañaba a todos lados. Pasé por la mesa de entrada del piso y solicito la mía. Le dije mi nombre. La enfermera puso cara fiera, y más fiera la puso cuando la viene leyendo.
-Su nombre, ¿me lo repite? —inquirió prepuda.
-Díaz, para servirle.
-¿Edad?
-20 años.
-¿Dónde vive?
Le informé
-No puede ser. Usted no es.
-¿Cómo que no soy? —intentamos con el Pistola arrebatarle la historia clínica para leerla. No pudimos, la enfermera lo impidió, y sobre el pucho me dice con un gesto burocrático:
-Usted está muerto.
-¿Cómo muerto? —contaba el Cutiti tan indignado como en aquel momento.
-Sí, aquí dice que usted está muerto. Que falleció el 31 de agosto a las 14:30.
Dijo eso la enfermera, y se quedó muy segura, lo más campante; porque ahí, en la historia clínica, la burocracia así lo disponía.
-Cómo voy a estar muerto, si yo soy yo. ¿Acaso no me ve?
-Usted está muerto. Vea, vea: lleva la firma del médico. Usted está muerto, lo dice la historia clínica, los papeles. Lo que está escrito vale, para eso están —afirmaba burlonamente.
El Pistola Martínez no lo podía creer, me había cuidado con otros compañeros por más de veinte días, con la amargura de que lo habían corrido a Perón y, encima la desgracia, de que yo estuviera jodido, pero no finado.
-Usted está loca. El Cutiti está vivo. Él es así oscuro por los soles del Cadillal. Él está vivo, ¡carajo! Puteó el Pistola.
La enfermera estaba muy segura de que tenía razón porque la muerte estaba escrita y si estaba ahí, como la burocracia manda, él estaba finado y a otra cosa. Ella estaba segura de lo que leía, así que ni pensaba en resucitarlo corrigiendo los papeles, ella no le dio de baja de la vida.
-Que se joda el que lo hizo—murmuraba mientras se arreglaba la cofia. Yo, argentina. Díaz que se las arregle. Ja, ni se imagina lo que le va a costar volver a estar vivo. En los papeles, digo, que es lo que vale en definitiva. Modificar la historia clínica, ja, la de trámites que le espera al Díaz éste. La firma para que lo resuciten, ¿quién se la dará? Ja, no es joda anular una resolución cuando está firmada, y a éste morocho le firmaron la muerte.
En eso se abre la puerta del ascensor. El médico que firmó la defunción se asoma.
-Doctor, doctor —gritó la enfermera. Y éste que se arrimó y ésta que le informó. El médico tomó la historia clínica, la leyó y le dijo al Cutiti:
-Maestro, no puede ser, ¿qué hace acá?. Usted le debería estar rompiendo las bolas a San Pedro. Aquí dice, y lleva mi firma, que usted está finado —y en un ademán le miró los ojos, le tocó la piel, le observó el color, le tomó el pulso; el corazón latía...— Sí, usted debería..., digo, usted es un resucitado. ¿Cómo hizo? ¿Sabe el despelote que hay que hacer para cambiar su estado de muerto a vivo? ¿Se da cuenta de cómo quedo yo ante mis colegas por el solo hecho de que usted está vivo y yo dije que estaba muerto? Además, hay que avisar al Registro Civil, se nos van cagar de risa, y en el cementerio, ¿sabe el quilombo que se va a armar cuando se enteren de que no enterraron a nadie, que sí figura en los papeles, pero que no hay ningún nicho que lo contenga? Se van a cagar de odio y de miedo, no lo enterraron. Justificarán diciendo que no pudieron porque se transformó antes en un alma en pena, y que les vino el terror. ¿Qué no dirán?, puta, si hasta le rezarán y le manguearán milagros. Le encenderán velas, le dejarán presentes a la orilla de la vía donde ocurrió la desgracia, construirán un nicho, pondrán una cruz y su retrato. Usted Díaz, a pesar de todo esto, nació de vuelta. No jodamos, es más fácil anotarlo de vuelta aunque hoy tenga veinte años, ¡qué despelote!, y nos ahorramos todo esto; y me economiza el bochorno. Porque vea usted, usted le ha dado un golpe a mi idoneidad, eso no se hace, no me lo merezco. Le di a sus amigos veinticuatro horas más antes de enviarlo a la morgue. Hice lo posible para que viviera, y usted me sale con esta resucitada, flor de gaucho es usted. Cómo le hago, si de seguro que lo hacen santón... , toda una joda, cómo le hago... ,a mí me viene un sumario administrativo por darle muerte burocrática, y lo tengo que hacer nacer burocráticamente de nuevo con mi misma firma como si fuera un acto milagroso.
Se dió vuelta el médico y la encaró a la enfermera:
-Usted, ¡usted tendría que haberme evitado este bochorno!
-Yo sólo me limité a leer el expediente que dice que Díaz está muerto, y nada más, aunque esté vivo —le contestó acomondándose la cofia como un mohín de altanería, de mala manera; es que ya no era tan idóneo como se pavoneaba.
-Yo cumplo con lo que está escrito, a mi nadie me embroma. Él figura muerto y ésta es su firma.
El Cutiti Díaz tomó del brazo al Pistola Martínez, giró y le dijo al médico socarronamente:
-Así como me mató, hágame nacer. Al rato vuelvo por la partida de nacimiento.—Tomó el ascensor con el Pistola, y ahí no más comentaron cómo se iban a organizar para resistir la ofensiva de los gorilas. Ese día, el de su segundo nacimiento, ganó su primera batalla a la burocracia.
Después de la dictadura militar, en plena democracia alfonsinista, el Cutiti apareció en una solicitada del diario “La Gaceta” en una lista de muertos y desaparecidos tucumanos. Él seguía vivo y sonreía con sus hermosos dientes blancos, le guiñaba el ojo a la parca. La esquivó desde el 55 hasta la fecha. Le decretaron muertes burocráticas y de las otras, de libertadores y genocidas. Seguía vivo y sonreía.
Nos recordaba que afuera continuaba una larga y dura resistencia. Él había pertenecido a la resistencia peronista de Tafí Viejo. Seguía resistiendo contra la oligarquía que había regresado desafiante y ávida de hacer tronar el escarmiento a los trabajadores. Simios y burócratas de todo pelaje se unían.
El Cutiti Díaz cada día estaba más vivo, con su rebeldía intacta. Su valiente insolencia lo transformaba en forma incesante en un militante transgresor de la vida y las leyes que le querían imponer los señores de la muerte. Estaba ahí, en medio del patio regado, sonriente con sus hermosos dientes blancos, con sus manos hablantes, expresando a través de sus nudosos dedos palabras que brotaban en cada movimiento y se complementaban con la otra palabra, la que cabalgaba en esa voz aguardentosa, recordando sueños inconclusos, tareas no cumplidas, para no olvidarse de nada, e insistiendo en que hay que ser solidario siempre, en que no hay que reclamar nada a cambio, transmitiendo a los jóvenes las tareas incumplidas, el fervor de las luchas, lo hermoso que es vivir en libertad, aunque sea por instantes... Y así, en medio de ese patio regado y fresco, nos recomendaba sin cesar; nos contaba la vida de otros compañeros como enseñanza..., como la de él, aunque nunca dijera “yo”. Es que los hombres de esa estirpe nunca se nombran. Para ellos están sólo los otros, sus compañeros y la gente del pueblo.
-Cutiti Díaz.
Uno de los miembro de la Resistencia Peronistas de los de Talleres de Tafí Viejo (alias los “Mau-Mau”).
LOS NIÑOS DE TAFI VIEJO*
*De Juan Carlos Cena. ferrocena2003@yahoo.com.ar
Una de las entradas a Tafí Viejo es por la rotonda que lleva el nombre de Raúl Lechesi, ferroviario desaparecido el l4 de julio de l977. No resultó fácil instalar el nombre del compañero Lechesi en ese lugar. El Consejo Deliberante se excusó todas las veces que pudo, hizo gala de una invención envidiable para escabullirse cobardemente y no aprobar la ordenanza por la cual ese lugar llevaría el nombre de un trabajador ferroviario desaparecido, miembro de la Resistencia Peronista Ferroviaria. La lucha de sus antiguos compañeros y la obstinación militante que siempre los caracterizó, permitieron que esa parcela circular y no otra, llevara el nombre del compañero Lechesi. Persistir era una tarea resistente. Colocaron tantas veces como fue necesario la placa que llevaba su nombre, le ganaron la pulseada a estos reconvertidos justicialistas que tenían pavor al general Bussi, dictador durante el gobierno militar genocida y gobernador de la provincia de Tucumán en tiempos democráticos.
Victorioso general que venció a 25 tullidos, ciegos, locos, mendigos y los dejó abandonados en Catamarca, sobre la ruta nacional 67, entre Bañados de Ovantas y Los Altos en julio de l977.
Cuando uno entra a Tafí Viejo por esa rotonda, se observan aún restos de símbolos que recuerdan luchas pasadas, que vienen de muy lejos, todo en correspondencia con la historia desarrollada en ese valle. Al entablar conversaciones con veteranos hombres de lucha, uno percibe que las palabras están ahí, que andan rondando por los recovecos de la Villa Obrera, de los Talleres Ferroviarios, que se cobijan en los viejos ingenios, en boliches vetustos, verbos que espían desde los meandros para saltar sobre los hombres memoriosos. Empecinadas palabras que anidan y se enredan entre los dientes cuando intentan salir a través de la voz de los que aún viven y, que en su porfía obrera, siguen empeñados en que nada se pierda, en que todo se sepa, porque en definitiva hay que dejar sentado que por estos lugares siempre se luchó y se sigue luchando. Es la reminiscencia que permanece y crece a través de la oralidad, para transformarse en memoria colectiva. Palabras que se corporizan en la transmisión hablada, de boca a boca, una manera de traspasar al otro toda una cultura de resistencia, lucha y vida, que nunca pudo ser detenida ni encerrada, menos desaparecida.
Al principio del siglo pasado el Estado Argentino tendía las primeras líneas ferroviarias en el norte del país, argumentaba que este proyecto tenía que ver con la integración y estructuración del país, única manera de poder consolidar una Nación con líneas férreas que abarcarían los lugares más inhóspitos. Llamó a este emprendimiento ferroviario ferrocarriles de fomento, que en realidad eran los Ferrocarriles del Estado que operaban también en otras zonas del país.
Los primeros tendidos de rieles en el norte del país fueron realizados por trabajadores inmigrantes de distintas nacionalidades; laboraron duro volteando montes, aplanando barrancas, quebradas, perforando cerros, nivelando suelos, tendiendo puentes sobre ríos caudalosos y, en ese construir, crearon pueblos y los comunicaron.
Una de las cuadrillas estaba integrada por obreros rusos que habían llegado al país huyendo de la represión zarista. Se integraron con los criollos, gallegos, italianos y otros inmigrantes. Los trabajadores rusos continuaron con la prédica política que trajinaban desde su país de origen. Muchos de ellos profesaban ideas libertarias y las esparcieron no bien llegaron a estos lejanos rincones, en poblados y ramales. Trabajaron duro. Otros, obraron por la zona de Junín. Permanecieron entre l907 y l9l4. Organizaron y contribuyeron a la formación de sindicatos de los trabajadores de la zona. Cuando sintieron que la efervescencia revolucionaria en Rusia crecía, regresaron. Se integraron al Ejército Rojo en el destacamento anarquista de Kronstadt, que estaba al mando del jefe guerrillero Majinó. Otros, en el acorazado Potemkin. Participaron en la Revolución de Octubre en Petrogrado, `fue el destacamento que mejor se desempeñó en la revolución´, dijo Lenin. Regresaron los trabajadores rusos a su país, pero dejaron la semilla de las ideas libertarias esparcidas por los valles de Tafí.
Cuentan en los mentideros del Valle de Tafí, y de distintas formas, que tres niños, hijos de ferroviarios, armaron una radio a galena, y que de antena utilizaron la chimenea de la sección fundición, la más alta de los Talleres de Tafí Viejo. Para amarrar la antena de la radio al cable del pararrayo esperaron la serenidad de una de esas noches enlunadas y sin vientos. Tuvieron cuidado al realizar ese amarramiento, había otras instalaciones, como los cables que llevaban energía eléctrica a las luces rojas que señalaban la altura del conducto, y el caño de vapor que alimentaba la sirena, que marcaba los tiempos en los Talleres y el pueblo.
Una vez terminada la instalación, con paciencia, los niños comenzaron a rastrear con el dial las ondas que surcaban la inmensidad de la noche. Miraban el cielo limpio, con su vastedad oscura y atrapante. Imaginaban el transito de voces, que las estrellas fijas y fugaces eran un sembradío infinito, y así las voces escuchadas acarreaban palabras que venían mezcladas con música y extraños sonidos siderales. A veces los giros vocales llegaban nítidos, otras veces mezclados con descargas, inentendibles. Agazapados, respirando apenas, escuchaban atentos, en silencio. De repente, a veces aparecían voces fuertes, cargadas de palabras extrañas, lenguajes nunca escuchados; otras, eran de ahicito no más, de Tucumán. Estas sí eran claras, las de más lejos poco se entendían, especialmente en días turbulentos.
En las noches apacibles la transmisión era audible, todo según el tiempo, o según los vientos. En una de esas vigilias llenas de silencio, se escuchó por primera vez un idioma raro y fuerte. Al no entender, resolvieron consultar al auxiliar de la estación del ferrocarril de Tafí Viejo, que era radiotelegrafista y ucraniano. Ellos lo habían escuchado cuando parloteaba con su mujer a los gritos en el medio del andén, que era el patio de la casa; ellos vivían ahí. Este los atendió y escuchó. Poco les creyó en un principio, conocía a esos niños, los había ayudado a construir la radio, era tanta esa insistencia, que fue. Bajo unas chapas montadas sobre el paredón en la vereda del Taller que da al naciente, estaba instalada la radio a galena. El auxiliar se acuclilló, tomó los auriculares con una mano, con la otra comenzó a mover el dial, esperó con paciencia esa determinada hora. Al llegar, el auxiliar, comenzó a recibir la transmisión. El rostro del ucraniano fue cambiando al escuchar las primeras palabras, pasaba del asombro a la perplejidad, la alegría lo pintaba entero: -Son voces rusas- dijo, y continuó escuchando con la mirada fija puesta sobre la lámpara a kerosén.
-Son rusos -volvió a repetir-, son voces de Rusia, ahora se escucha más claro. Los niños intrigados lo codearon preguntando:
-¿Qué dicen, ah? Al rato les volvió a repetir:
-Son rusos, son voces de Rusia; todavía no estalló la revolución anunciada. Escucho la voz de Kerensky, el que reemplazó al Zar, está intentando culpar, en un acalorado discurso, a los tafiseños de la insurrección en Petrogrado, miren no más -repetía el ferroviario ucraniano, auxiliar de la Estación de Tafí Viejo, lleno de complicidades cuando se dirigía a los niños.
–Kerensky repite que esos levantamientos de obreros, campesinos y marineros de Petrogrado habían sido inducidos por los trabajadores ferroviarios repatriados de Tafí Viejo, que reingresaron a Rusia acarreando otra ideología contraria y extraña a nuestro sentir ortodoxo y oriental. Estos rusos acriollados integraron el regimiento guerrillero al mando del anarquista Majinó.
Kerensky insistía en su discurso y denunciaba también que gente de piel oscura los había capacitado en el arte de la guerra, (los de piel oscura habían recibido como herencia las experiencias de las guerrillas del general Güemes, de Juana Azurduy, entre otras), que los habían entrenado y los habían enviado de regreso a la Gran Patria Rusa, para perturbar e insurreccionar a la gente. ¨¡Son infiltrados!¨ decía el auxiliar de la estación que gritaba Kerensky, y que repetía enardecido:
-¡Son rebeldes los repatriados como los ferroviarios de Tafí Viejo, tercos y sin razón, quieren ser libres y no tienen razón, ya se enfrentaron el 5 de octubre (del año´17) con el ejército argentino, este hecho me da la razón...!
Tenía razón Kerensky, ese día había ocurrido un duro enfrentamiento entre los ferroviarios y el ejército. Hubo muertos y heridos. El auxiliar y los tres changuitos volvieron una y otra vez a escuchar las noticias a través de la radio a galena. Al saberse, entre los íntimos y luego entre los trabajadores, de estas escuchas, creció la inquietud; todos estaban pendientes de las noticias sobre el destacamento de Kronstadt. En ese regimiento combatían compañeros que habían compartidos horas de fogatas en las encrucijadas de los rieles, en los desmontes, en la perforación de los túneles, en todas las labores de construcción. Cuántas horas juntos, cuántas discusiones, entre el cocoliche de los rusos, de los coyas, de los lugareños, el aimará, el quechua y los criollismos. Pero se entendían, y lo que más se debatió y caló, fue el concepto de organización y de unidad; el lenguaje no era un obstáculo, hablaban uno que es universal, el de los trabajadores.
También escucharon por la radio a galena que culpaban a los hermanos Flores Magón en México, decían que influían a Emiliano Zapata y a Pancho Villa con eso de Tierra y Libertad y que las tierras son para quien las trabaje y que el Plan de Yala y esas cosas de la revolución mexicana; insurrectos, rebeldes, bravos, de machetes y fusiles a llevar, habían levantado al pueblo mexicano en armas contra el orden establecido. Eran denostados por todos los rusos blancos y Kerensky, lleno de acusaciones, señalaba reiteradamente para América Latina. Para colmo los ferroviarios mexicanos cumplieron un papel parecido al de los tafiseños. La rebeldía obrera y campesina unía el continente. Los ejemplos de este continente no sólo molestaban a Kerensky, sino a toda Europa.
Las escuchas continuaron, hasta que un capanga (capataz) del taller los descubrió. Denunció a los tres niños, los acusó de ser los transmisores de las ideas rebeldes de los tafiseños a los trabajadores rusos que habían vivido por esos lugares en clave Morse. El auxiliar de la estación de Tafí Viejo nunca fue mencionado por los niños en sus declaraciones ante la policía, pero siempre quedó en el aire entre los trabajadores: ¿quién traducía? Los niños no eran delatores, eran algarrobitos tiernos, tallos de buena madera. Por su actuación en la huelga ferroviaria de octubre de l9l7, el ucraniano radiotelegrafista fue trasladado a Cruz del Eje, junto a otros rebeldes. Dicen que siguió enseñando a construir radios a galena y que los tres niños ingresaron como aprendices a los Talleres de Tafí Viejo.
Un hilo de cobre del viejo cable de la antena de la radio a galena aún cuelga del pararrayo de la chimenea, flamea a voluntad de los vientos; los tres niños, que ya son grandes y obreros, todos los días ven ese imperceptible alambre de cobre balancearse pesadamente, cómplice, cargado de reserva y de palabras.
Estación Oliverio*
Vestido con una enorme capa negra que ondula a sus espaldas como las trágicas alas de un desorientado vampiro, con el cabello ensortijado y el semblante pálido, Oliverio deambula sin rumbo, alejándose de la ciudad, atormentado por el siniestro recuerdo de la Dama de Blanco.
La había visto cara a cara. Podría jurarlo delante de cualquiera.
Fue durante una oscura y pegajosa tarde, donde la atmósfera parecía a punto de quebrarse bajo la feroz metralla de los truenos y desatar, instantes después, la peor de las tormentas que recordara Buenos Aires en muchos años.
En aquel preciso momento, Ella se había dejado ver atravesando los añejos muros del Museo de Arte Hispanoamericano Fernández Blanco, sito en la calle Suipacha al 1400.
Por aquel entonces, Oliverio vivía con su esposa Norah en el terreno lindante al Museo, y los encuentros con aparecidos ultraterrenos ya no los inquietaban como la primera vez. Una noche habían sido interceptados al regresar de un café literario por el hierático espectro de un jesuita
encapuchado que les heló la sangre. En otra oportunidad, vieron cómo se descolgaba la oscura silueta de una esclava negra por las cañerías que descendían de los techos, buscando escapar de sus ya extintos captores. Y más tarde, hasta un distinguido Lord británico de raigambre victoriana, con flamante galera y reloj de oro a la cintura, paseaba de vez en cuando por el patio de su casa en las noches de luna, insinuando acaso un leve gesto con su galera hacia ellos, a modo de caballeroso saludo.
Pero ninguna de estas imágenes lo había perturbado tanto como el de la Dama de Blanco. Joven, hermosa, casi virginal. Se deslizaba fuera del Museo y entraba a su casa subrepticiamente, mirando en derredor con cierto temor, como si no reconociese el lugar donde se encontraba. Y a diferencia de las demás apariciones Ella, exclusivamente a él, le hablaba. Oliverio nunca había podido descifrar su lenguaje, entrecortado y confuso, compuesto por irreconocibles jirones de palabras que no alcanzaban a comprenderse del todo, como si le hablase desde el fondo de un pozo anegado, o a una distancia tan vasta que los sonidos no alcanzaran a cubrir.
Pero su mirada, de una tristeza tan profunda como hermosa, era lo que más lo desconcertaba, fascinándolo a la vez. Haberla conocido implicaba no poder olvidar esos ojos claros. Y quizá fuera eso lo que ansiaba recuperar Oliverio, luego de que la muerte de Norah lo dejara en el más desolador de los desconsuelos: una mirada de amor, proveniente de unos ojos puros, diáfanos como un cielo de verano, que lo atravesaran con su ternura de lado a lado.
Consternado por llegar a concretar el encuentro imposible, Oliverio averiguó durante un buen tiempo acerca de la secreta identidad de la Dama de Blanco. Consiguió saber que había fallecido en 1925, y merodeaba desde un principio el Cementerio de la Recoleta, confundiendo a los incautos varones que la tomaban por una bella joven solitaria y desabrigada a quien cortejar durante las noches de parranda. Ellos le ofrecían sus sacos para protegerla del frío, atesorando la esperanza de un momento de amor, pero terminaban siendo finalmente desairados, mientras contemplaban incrédulos la manera en
que Ella escapaba hacia las profundidades del Cementerio, perdiéndose entre las bóvedas, para luego de dar muchas vueltas en su persecución encontraran el propio abrigo yaciendo sobre uno de los cajones de las bóvedas, recientemente usado por el espectro de la dueña del ataúd.
Luego, la Dama de Blanco se había trasladado unas diez cuadras, errando a lo largo de la distinguida Avenida Alvear y la calle Arroyo, ignorándose el por qué de semejante trayecto, para recalar en las proximidades del Museo, aposentándose casi entre sus muros y los de las construcciones vecinas. Allí la había descubierto Oliverio, deseoso por un reencuentro que jamás había vuelto a concretar, hipnotizado hasta el fin de sus días por aquella mirada, imposible de olvidar.
Muchos años han pasado desde entonces, sumidos en la bruma de los tiempos. Oliverio ha perdido, al fragor de sus poéticos retruécanos y versos delirantes, el sentido del espacio y la localización, extraviado en un lenguaje particular que carece de coordenadas compartidas. Desorientación que lo aleja de las letras y lo conduce hacia los lugares más remotos y estrafalarios, como éste en el que lo descubrimos, sorprendido mientras llega durante una helada noche de luna llena: una desierta estación de ferrocarril, perdida en medio del campo, que misteriosamente lleva su propio nombre.
Los rieles se extinguen a pocos metros de allí, devorados por la oscuridad, que apenas permite entrever un pálido destello lunar y metálico con el que delata su presencia. La rústica silueta de la estación se confunde con las extrañas formas de los árboles del monte que la rodea, otorgándole al lugar un toque siniestro que impulsa con fervor a la huída del testigo ocasional.
Sin embargo, Oliverio se dirige resuelto hacia allí, casi sin darse cuenta de las asperezas del terreno que lo circunda, causado por el más insondable y urgente de los presentimientos.
Una ráfaga de viento helado revolotea su capa al acercarse al derruido umbral de la ventanilla de la boletería, carcomido por la erosión del tiempo. La reja que separaba al empleado de los futuros pasajeros se encuentra tamizada por mugrientas telarañas, aposentadas allí por espacio de varias décadas. El crujido que producen bajo su tacto las maderas podridas del estante para recoger los boletos no lo sorprende, pero le desagrada. Y entonces, en medio de la escalofriante lobreguez, percibe el níveo destello de una presencia dentro de la habitación, luminosidad que le puebla el alma de esperanza y desboca su corazón.
Busca a tientas la puerta que conduce al interior de la estancia, y luego de un par de forcejeos con la cerradura oxidada, consigue que la pútrida hoja de madera le ceda el paso. Avanza trémulo hacia dentro, notando que aquel destello no ha hecho más que aumentar su intensidad, brotando desde la tortuosa grieta de uno de los muros, vecina a un polvoriento archivero. El milagro, informe cual volutas de humo, se expande dentro del cuarto, corporizándose con dificultad, impedido aún de mostrarse tal cual es.
Oliverio extiende moroso los dedos de su mano derecha hacia él, alargando su brazo, esbozando una palpitante sonrisa luego de muchísimo tiempo, tan malacostumbrado al rictus de amargura que lo representase desde la triste muerte de Norah.
La aparición culmina de materializarse, definiendo a la recordada silueta de la Dama de Blanco, con un tenue y escotado vestido de nívea gasa que revela unos pálidos hombros delgados y la suave curva de unos pechos adolescentes, apenas ocultos por los bordes de una rubia cabellera lacia que enmarca su
rostro angelical. Y coronando esa dulce carita inocente, aquella perturbadora mirada de ojos claros, profundos e insondables, transportando a quien los contemple hacia territorios inexplorados de la psiquis y el corazón.
Oliverio se estremece ante esos ojos, sin dejar de sostener su mano abierta hacia Ella, extasiado ante la posibilidad de acercarse, acariciarla, besarla. Una sutil ráfaga helada se cuela entra las múltiples rendijas de la ruinosa boletería, ondulando su inquietante capa negra. Hasta que por fin Ella le vuelve a hablar; y para sorpresa de Oliverio, esta vez lo hace con palabras claras, un lenguaje definido, un mensaje inequívoco.
-Quiero que me hagas tuya -le sugiere u ordena.
Una miríada de sensaciones se abalanza sobre él, confundiéndolo y decidiéndolo a la vez. El cálido y hasta fraternal amor experimentado en vida hacia Norah, el ancestral miedo ante lo desconocido, una inédita tentación al placer más lascivo que pudiera haber imaginado. En un instante las imágenes más representativas o banales de su vida desfilan delante de sus ojos, como si al escuchar esa frase de sus labios hubiese ingresado en el caótico vórtice de un remolino que lo deseara arrastrar hacia el más
allá, aunque dejando en su lugar, ajeno a su propia persona, un nombre que le otorgue identidad a este lugar, perdido y quizá olvidado, más no por las evocaciones que pueda suscitar el apellido Girondo.
Entonces, Oliverio descubre en un inesperado rapto de lucidez -que atraviesa la maraña de frases erráticas e imágenes discordantes que han dado identidad a su obra literaria-, que se le ha ido la vida buscando un amor semejante a éste, que su entidad humana parece haberlo abandonado desde hace ya mucho tiempo, que en un lugar de la Pampa llamado Girondo -dentro de su derruida estación de ferrocarril- parece haber encontrado su propio fin humano, más no el de la leyenda de una enamorada pareja de ultratumba.
Se acerca hacia la Dama de Blanco, quien le sonríe por primera vez, con grácil expresión. Oliverio le rodea los hombros desnudos con su capa azabache, que aletea en derredor como si quisiera izarlos en el aire y alejarlos de allí en un huidizo vuelo de murciélago. Y con un gesto aguardado por ambos durante decenios, se buscan las bocas con pasional sutileza, besándose en un abrazo que trasciende la muerte y los eleva hacia la noche.
Una imponente luna llena resulta el único testigo del encuentro, donde una capa negra y un vestido de gasa blanca se elevan por encima de las ruinas de una estación ferroviaria y se pierden enamoradas rumbo a las estrellas, glorificando la cualidad de convertirse en eternos amantes.
*de ALDIMA. licaldima@yahoo.com.ar
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