ESTACIÓN EDUARDO CASEY.

InvenTren.
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EL BREVE ESPACIO DE UN INSTANTE*
A la memoria de Héctor Forés
Las cabras del guardagujas huyeron ante el silbido. El tren se detuvo para una corta parada, apenas quince minutos para bajar a estirar las piernas. La humedad y el calor eran tales que hacían germinar las líneas férreas, de donde brotaban helechos que las cabras venían mansamente a mordisquear entre tren y tren.
Una niña escudriñaba los rostros de los pasajeros... Finalmente le vio.
- ¡Diego! ¡Diego! ¡Aquí! - gritó, saltando y agitando el sombrerito de paja.
- ¡Chely! - respondió sin poder ocultar la sorpresa - ¿Qué haces aquí? ¿Cómo llegaste?
Ella corrió a abrazarlo. Él correspondió con afecto.
- Vine en la bici, no es tan largo el trayecto. No te preocupes, nadie lo sabe y volveré a tiempo para la cena. Quedará como un día de escuela en las estadísticas maternales.
- Loquita... - dijo él revolviendo los cabellos que el viento se había encargado de destejer a su antojo - ¿qué te hizo seguirme?
- Sé que mamá y tú rompieron - suspiró ella -, la vecina de al lado lo dijo delante de mí... me dolió enterarme así. No entiendo por qué me tuvieron que inventar todo eso del viaje a la capital por asuntos de trabajo.
- ¿Quieres que te busque una soda?
Ella asintió y él se internó de regreso al vagón. "Va a esconderse. No sé por qué esa manía de ocultar las emociones. Mientras le hablaba apenas me sostenía la mirada. A veces pienso que la madurez se pierde con los años. Ahí viene con su mejor sonrisa... ¿cuánto le habrá costado fabricarla? ¡Ay, Diego, si no fueras tan genial!"
- Tu soda, Chelín, bien fría, debes estar seca con tanto pedaleo bajo este solazo.
- ¿Quieres que nos sentemos afuera o prefieres que hablemos adentro, para aprovechar el aire acondicionado?
- Ya veo, no tengo escapatoria... adentro entonces, con tal que escuches el silbido y te bajes a tiempo. Creo que tu madre me mata si te rapto.
Entraron y se acomodaron en una mesita de dos, él pidió un café y se entretuvo removiéndolo, con la vista fija en la cucharilla. "Está haciendo tiempo", pensó ella sin arredrarse, si había llegado hasta ese punto no lo iba a dejar pasar.
- No me importa mucho lo de la separación, sé que mamá se acostumbrará pronto. No vine tampoco a preguntarte los motivos…
- Geniecillo perverso, no sé cómo de esa familia has salido tú, diamante entre el carbón. Cuando hablas, parece que tienes cien años, y cuando te miro, lo que veo es una niñita con dos trenzas que nunca están derechas. Eres el único recuerdo que quiero conservar, si quieres que sea sincero.
- La sinceridad es algo que se ve poco - respondió entre buches de refresco -... La pasábamos bien, nuestras conversaciones sobre la vida después de la muerte, las otras dimensiones, los poderes de la mente, ¿recuerdas?
- ¿Cómo lo voy a olvidar? Sepultada en un pueblito cuyo único acontecimiento es ver pasar el tren cada día, llevándose a los afortunados que logran escapar, hay una niña que se preocupa por los destinos del universo... Es un regalo que te han hecho y que debes conservar. No dejes que te roben tu singularidad, Chely, vas a llegar muy lejos, los dos lo sabemos...
- Si no tengo con quién hablar perderé mis facultades. No me pongas esa cara, no he venido a pedirte que regreses, sé que no hay vuelta atrás. Venía a hacerte una proposición: ¿Quieres ser mi padre?
Diego derramó parte del café. Chely no pudo menos que sonreír, pero se detuvo cuando vio que no era correspondida.
- Chely, no puedo ser tu padre. Ni aunque estuviera aún con tu madre. No puedo sustituir a quien te creó, ni usurpar su lugar. Te quiero mucho, me duele lo que te estoy diciendo, pero te reconozco lo suficientemente inteligente como para superar este mal rato. Hay vacíos que no puede llenar nadie y éste es uno de ellos... Por favor... ¡cambia esa cara!
- No estoy llorando - porfió la niña, enjugándose las lágrimas con la manga -. ¡He pedaleado tanto para escuchar una respuesta que debía haberme imaginado!
La primera llamada de advertencia se dejó escuchar en la estación.
- ¿Vuelves con tu familia, verdad, Diego?
- Así es, y lo del empleo en la capital es parte de la verdad. Ahora escucha, te propongo algo - habló él tomándola de la mano y escoltándola hacia la puerta.
Quedó en el primer peldaño, asido al pasamanos. La niña bajó al andén. Desde allí se veía más pequeña e indefensa.
- Te propongo ser tu amigo. No será necesario que nos llamemos o me escribas a diario. Existe un tipo especial de amigos, más allá de las diferencias, de las distancias... Son aquellos que cuando tienes un problema, cuando estás triste - el segundo silbido le obligó a subir el tono de voz - puedes decir: "Él está ahí para mí, siempre va a estar"... - la frase vibró en medio del silencio que retornaba, algunos pasajeros se voltearon para mirarlo.
- ¿Y a partir de cuándo empieza a funcionar esto de la amistad? - preguntó ella mientras el ferrocarril iniciaba su marcha rumbo a otro pueblo, hasta que la línea infinita lo adentrase en la urbe superpoblada.
- ¡Ya está funcionando! - gritó él, agitando la mano en señal de despedida - ¡Adiós, Chely!
- Estoy sola - dijo ella sabiendo que nadie la escuchaba, sin ocultar las lágrimas, teniendo por únicos testigos a las cabras que regresaban, lerdas, a mordisquear los helechos -. Soy especial, tal vez soy única en el mundo... ¿De qué me sirve? El hombre que había escogido para ser mi padre, no tuvo el valor de aceptarlo.
*de Marié Rojas.
La Habana. Cuba.
TODA ELLA UNA ESPERA*
Serpentina de plata, te anunciabas.
Y ella llegaba con su piel de primavera.
Y yo esperaba .Con mi infancia a cuestas.
Traías el misterio de tréboles en círculos.
También la angustia de líneas paralelas.
Y sobre todo un sueño de otros horizontes
De los poblados pobres. Del hambre.
Eras una esperanza que avanzaba.
Llevabas y traías golondrinas.
Lento y seguro paso de mi madre.
Beso de padre hundido en las tinieblas.
El tren que se marchaba y la luna quedaba.
Aun recuerdo sus ojos de amapolas.
La vi llorar, pero no dije nada
Compartía la espera, el sueño, la distancia.
Solía sentarme en un banco de niebla.
Saludaba con corazón hecho pañuelo en alta.
Se han ido los caminos. La luna se ha marchado.
Lo yuyales han cubierto su rostro.
Pero ella ,toda una espera, raíz y bruma.
Y su oído se vuelve lluvia mansa.
Le musita secretos. Recónditos. Profundos.
Ya se acerca, el grito triunfal de la locomotora.
Yo, la acompaño, con mi adultez a cuestas.
*de Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
ESTACIÓN EDUARDO CASEY...
*
Me dijiste que un tren es cosa hecha para llegar, me dijiste que los arribos y las bienvenidas y los festones tricolores y las bandas de música siempre desafinadas. Me dijiste hace mucho que los niños correteando en los andenes, que las señoras repintadas que las muchachas anhelantes. Me hablaste de soldados regresando a casa, de trabajadores golondrina (golondrinas, trabajadores con alitas oscuras tal vez, muchachos de cuerpos enjutos), de trabajadores golondrina que retornan y los abrazan los brazos de sus mujeres de mucho niño y olla de hierro.
Que los trenes unen acortan distancias, que los trenes corren de una ternura a un beso, de un suspiro de pañuelo bordado a un caserío perdidito en el campo vasto. De los trenes me hablabas te acordás, de esas máquinas de vapores y truenos, de nostalgias y pasados, de durmientes quietos y las vías relucientes a fuerza de rueda abrasadora.
Entonces llegamos a esa estación, y la estación estaba dormida, y el campo estaba dormido, y el cielo ardiente del verano no reaccionaba. En la estación entonces de pronto. Entonces de pronto tu cara, esa mirada que detenía las ruedas y los pistones, De pronto tu cara y la mirada y el silencio. Y entonces en la estación Casey se nos detuvieron los trenes y se congelaron las gotas en las canillas, las arañas en las telas, se fundieron los pájaros en el azul del cielo, las vacas en el verde, los humos en las nubes inalcanzables.
Mal decorado, pintura descascarada, estaciones donde no hay ni arribos ni risas ni lágrimas de las que lloran alegrías.
De pronto en la estación Casey se detuvo el tren y se detuvo para siempre.
*De Mónica Russomanno russomannomonica@hotmail.com
CON LA PIEL ESCRITA EN GOLONDRINAS (*)
“Nadie estuvo en su ropa, en su patria, en sus raíces.
Un silencio de lobo avanzó y corcoveó por estas calles.
El terror derribó puertas y espió por las mirillas...”
EDUARDO DALTER
He escrito cada una de las puertas de la que fue mi casa.
Me he escrito la piel en golondrinas.
En ojos de carbón. En turmalina negra.
Teñí la patria de trigo desgranado.
Ahora me encuentro en un país con fauces.
Atlas de desamores.
Doblo la esquina del deseo y encuentro casas, puertas.
De todas esas casas, una me ha de habitar.
De esas puertas, alguna, ha de ser la mía.
¿Se han borrado las huellas?
¿Acaso somos Hansel o Gretel?
¿Me han escondido los caminos?
¿Han huido los niños y los nidos?
¿Qué hacer con este temblor de rosedales?
¿Con estas vísceras de toro, en amarillo?
¿Con esta puerta ojival que no me nombra?
Una larga avenida y un grito, me responden.
En bermellón, en azul lirio, en jade.
En sepia. No entiendo lo que dicen.
Pero sé, con la piel escrita en golondrinas.
Que solo soy, una mas, inquilina de amores.
Y un reflejo, una foto, un espejo, de la inmortal palabra.
*de Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
(*) Poema basado en fotografías de Pedro Martínez Exposición 2010. ESPAÑA
El invisible*
Cuando Silvia, la mamá de Matías, dijo en la puerta de la escuela:
-Mi hijo puede ver seres invisibles.
Escuche asombrado. Quede en silencio.
Pasaron días. Seguimos esperando cada cual a sus hijos.
Volví a preguntar. Ella me invito a que lo comprobara con mis propios ojos. Así que los seguí con mi hija de la mano rumbo a la estación de tren.
Antes de cruzar la calle que separa del acceso a la estación hay muro alto blanqueado, luego una carnicería situada por debajo de la escalera que eleva los pasos para poder cruzar sobre las vías y acceder a los andenes. Por allí muchas personas desconocidas se entrecruzan a toda hora.
Matías, señalo al hombre sentado sobre un cajón de madera.
Era evidentemente visible. Podía verlo, aunque siendo este mi camino habitual de retorno a casa nunca antes lo había visto. Observe a la gente que pasaba apurada, que como en un hormiguero entra o sale de la estación. Era invisible. O la muchedumbre fingía no verlo.
Estuvimos un rato haciendo comentarios. Los chicos con una paciencia inusual.
Al final cruzamos.
El hombre parecía un ejecutivo u oficinista caído en desgracia de los que hay durmiendo en las plazas de Barrio Norte o Recoleta. Unos ojos muy claros en un rostro que podría ser galés, escosés, irlandés, quizá celta. Portaba una mirada perdida en lejanías, como buscando un horizonte inexistente.
Sólo le habló a Matías.
El niño y ese hombre casi anciano parecían conocerse desde siempre y no por saludos de minutos a la salida de la escuela.
-Viste que hermoso es Eduardo. -Dijo Matías a su madre.
Sólo la mirada de un niño de 8 años podía transformar a ese hombre arruinado, sucio y seguramente maloliente en alguien hermoso.
En el invierno, Matías le llevo un gorro rojo de lana tejida.
Un día, cuando pasaba por la estación pude verlo por una vez del otro lado del muro. El hombre estaba al costado de la vía de maniobras y saludaba inclinando el cuerpo, quitándose la gorra con una reverencia de caballero antiguo al paso majestuoso de una locomotora. El maquinista le respondió con un toque de sirena de cortesía.
Cada tanto me llegaron noticias. Un día me contaron que llevaba el apellido Casey.
El hombre les había contado que un antepasado suyo pasó de amasar una fortuna con buenos negocios a la miseria. Toda su familia había quedado marcada por ese destino. El mismo lo había perdido todo en la crisis del 2001. Desde entonces eran él y su sombra sobre el muro blanco.
Cómo suele ocurrir a cada paso que se da en la vida, esta historia quedo inconclusa.
Creo que fue en noviembre. Llegaron unos vendedores de películas piratas, pusieron su puesto allí donde se sentaba el viejo Eduardo Casey, y de un día para otro lo echaron del único lugar que él había elegido para compartir con su sombra a la intemperie.
Matías preguntó, lo busco por estación y aledaños. Volvió a ser invisible.
Después finalizó el año escolar, a Matías lo cambiaron de escuela. Cerca de su casa, sin tanto viaje ni estación de tren. Creo que mantendrá por donde vaya su sorprendente sensibilidad para descubrir seres invisibles.
*De Eduardo Francisco Coiro. inventivasocial@hotmail.com
*
El arquitecto Eduardo Casey se encontraba tan orgulloso de la elegante casa de dos plantas que había diseñado cinco años atrás para vivir con su familia que, cuando el clima de creciente inseguridad en que se veía sumida gran parte de la población se volvió intolerable para él, impulsándolo a mudarse de barrio, lejos del conurbano bonaerense, no le cupo mejor idea que llevarse consigo la mismísima casa y emplazarla en el lote que había comprado en fecha muy reciente, aprovechando una impostergable ocasión, en terrenos pertenecientes a supuestos antepasados suyos, de apellido Casey, pero a quienes él desconocía.
Existía un detalle más que obvio, por supuesto: el traslado no resultaría nada fácil. Sin embargo, el arquitecto había invertido decenas de horas de cruel insomnio elucubrando hasta los últimos detalles de tan portentosa empresa. Y la única manera viable de ejecutarla era montando su propia casa a bordo de una serie de sólidos vagones ferroviarios, diseñados a tal efecto por él mismo.
En primer lugar, debió repasar sus olvidados estudios de Diseño Industrial –iniciados tres años antes de embarcarse en la gloriosa carrera de Arquitectura-, a fin de ultimar contingencias. Luego, navegar por Internet en busca de los planos necesarios –casi imposibles de conseguir, impulsándolo a dudar acaso de su existencia- para adaptar los vagones de trocha angosta al formato requerido para sostener la casa. Como paso siguiente, calcular el nivel de resistencia de los materiales de la construcción al momento de iniciar la excavación en el terreno a fin de emplazar las guías que sostendrían las vigas maestras y con ellas los cimientos, para luego izarla fuera de su ubicación original. Más tarde, investigar si existían grúas de dimensiones colosales, o bien cuántas serían necesarias para izar la edificación con la suficiente firmeza y suavidad como para no causar daño alguno durante el trayecto y posterior localización definitiva. Finalmente, conseguir los permisos municipales de traslado, catastro, sindicalismo y afinidades diversas, con el objetivo de tener cubierta la base obrera y funcionaria de la empresa.
Y a fin de concretar todo eso, le era indispensable contar con una cuantiosa suma de dinero, que cautelosamente había conseguido a través de un crédito hipotecario, adjudicado con una rapidez sorprendente. (Alguien le supo deslizar la subversiva idea de concretar con tal suma una nueva edificación, respetando los planos originales, idea que fue inmediatamente descartada por el arquitecto con una irrepetible expresión de asco y desdén)
Un enorme alivio había resultado el hecho de que su flamante morada estuviese construida a orillas del recorrido vial, ahorrándose así el engorroso trámite intermedio de montar la casa sobre un descomunal camión de carga -o una consistente serie de los mismos, alineados de costado- para luego emplazarla sobre los vagones. (Aunque, de haber resultado así, ¿de qué le hubiera servido semejante desarrollo ferroviario, si podía liquidar la empresa en tal paso intermedio? El traslado en tren hubiese sido superfluo, pudiendo desarrollar el proyecto por completo sobre neumáticos)
Su señora esposa, Lucía Gahan, enamorada incondicional, no le objetaba ni un solo detalle, y le cebaba mate tras mate, mientras él protestaba a viva voz delante del monitor de su computadora al emplear el AutoCad para intentar resolver sus dilemas cuasi-metafísicos de diseño. Podría afirmarse que la mujer del arquitecto, cuanto menos, era una cónyuge inusual; otra esposa, en la misma situación, ya hubiera tomado a sus dos hijos de un brazo y lo hubiese abandonado a su suerte con sus faraónicos delirios.
Las semanas fueron pasando, los trámites se fueron concretando, y finalmente llegó el tan ansiado “Día T” (Día de Traslado). Cientos de vecinos de la zona se congregaron para contemplar tamaña empresa, filmados muy de cerca por las voraces cámaras de televisión, que se aglomeraban junto al fenómeno como laboriosas abejas en torno a la miel. El proyecto tuvo alcances internacionales: los ojos del mundo estaban depositados sobre el arquitecto Casey, quien supervisaba todo con un enorme megáfono, sin alejarse demasiado de las enormes grúas que había contratado para la ocasión.
Hasta el Señor Intendente del Municipio improvisó un discurso antes de que la flamante construcción comenzase a ser removida, ensalzando la trascendencia de contar con una iniciativa popular que jamás descansaba, el importante nivel académico de los profesionales argentinos, el hito histórico que representaba este precedente de ribetes casi científicos para el desarrollo del venidero Polo Industrial en el Municipio –cierto genuflexo asesor tuvo que admitir luego del discurso que el Señor Intendente quizá había exagerado un poco, entusiasmado ante la gloria con que el evento lo insuflaba, aunque……nadie sabe cuáles pueden ser las potencialidades de nuestra administración; hay que confiar en estas autoridades democráticamente elegidas, que saben interpretar las voluntades populares…-. Las cámaras de televisión, por supuesto, no perdieron detalle alguno en tales declaraciones.
El arquitecto, habiendo revisado hasta el último detalle, dio la orden esperada por todos, y con un crujido inicial que estremeció a la totalidad de los presentes, incluido el mismo arquitecto Eduardo Casey, la Casa Movediza (como comenzaron a mal llamarla los cronistas, para irritación de su diseñador) se izó en el aire gracias al impulso de enormes cadenas, rociando tierra al despegarse del suelo. Las grúas giraron morosas hasta ubicar la construcción encima de los tres únicos vagones de la formación ferroviaria –encargados a Fabricaciones Militares, quienes publicitaron la construcción de los mismos desde mucho tiempo antes de que los planos del arquitecto estuvieran terminados-, y luego de afirmar los cimientos a dichos vagones con las cadenas, las grúas se retiraron y la locomotora alimentada a GNC, valioso emblema de la reconstrucción ferroviaria encarada por el Gobierno, hizo sonar su claxon y comenzó a avanzar, arrastrando las varias toneladas edificadas, ganándose el merecido aplauso de todos los presentes.
El viaje fue lento y penoso para el arquitecto Casey, quien sufría ante cada detalle imprevisto, atento a cualquier sonido extraño que pudiese generarse en la estructura de la casa. Bramaba todo tipo de órdenes escudado detrás del megáfono, enloquecido ante la –supuesta, para él- inoperancia de los obreros que había contratado. Su señora esposa, Lucía Gahan, contemplaba todo con sonrisa beatífica, exhibiendo una elegante capelina blanca sobre su cabeza, mientras se hallaba cómodamente sentada junto a sus hijos en el asiento trasero de la camioneta de la televisora que la llevaba a destino al marchar junto a la formación, a través de un delgado sendero de tierra, paralelo a las vías. Las grúas se desplazaban por un camino asfaltado, a unos cien metros de distancia, intentando llegar a destino antes que la comitiva principal.
Todo parecía estar saliendo a la perfección. Hasta no faltaron quienes se sumaron al brillo de la proeza y se adjudicaron no sólo ser íntimos amigos del arquitecto Casey, sino haberlo instigado además a concretar la aventura, siendo los verdaderos cerebros detrás del profesional municipal. Y al llegar al lote prefijado, ya se preparaban para degustar el preciado sabor del champagne que descorcharían en cuanto se hubiese completado el descenso de la construcción, cuando ocurrió lo que nadie hubiese podido esperar. Ni siquiera el arquitecto Eduardo Casey en sus más tenebrosas pesadillas.
Las grúas se aprestaban a volver a izar la casa, luego de enganchar las cadenas que sostenían los cimientos, cuando de pronto un crujido estremecedor y sostenido los inmovilizó a todos. El arquitecto contempló horrorizado aquello que jamás se le hubiese ocurrido que pasaría; inmerso en cálculos edilicios, ni siquiera llegó a considerar el efecto que podía haber causado la Naturaleza sobre su preciada casa.
Con el paso de los años, escasos pero contundentes, los cimientos habían sido invadidos por las hormigas y las termitas. Y antes de que las grúas pudieran elevar la edificación apenas unos centímetros, ruidosas grietas se abrieron paso velozmente a lo largo de la estructura, provocando que en cuestión de escalofriantes segundos la casa se rajara en varios fragmentos y se desmoronara sobre los flamantes vagones como si fuese un mal entrazado juguete de arcilla y cartón.
El silencio posterior a la ovación de sorpresa fue aterrador. La palidez invadió los rostros de todos, haciendo desvanecer las variadas ilusiones de cada uno de los presentes, tanto funcionarios como periodistas, e incluso vecinos arribistas, que deseaban sacar una buena tajada con el asunto. La situación pareció eternizarse en un caos de incredulidad, hasta que por fin un agudo chillido de dolor hizo que los presentes escaparan del estupor en que el desastre los había sumido, haciéndolos sentir incómodos en exceso.
Era el arquitecto Casey, quien caído de rodillas sobre el suelo, aferrando entre sus crispadas manos los terrones de los cimientos de lo que hasta hacía escasos instantes fuera su casa, desahogaba en amargas lágrimas el hondo sufrimiento que le causaba el desvanecimiento de su más contundente ilusión.
Una persistente brisa comenzó a soplar desde el Norte. Y la carcomida tierra de los cimientos los fue cubriendo lentamente a todos…
***
En las ruinas de la antigua Estación Casey, vive actualmente una pareja de ancianos. Sus hijos los han abandonado hace tiempo, pero ellos se niegan a dejar atrás este improvisado hogar que los ha cobijado desde hace ya muchos años. El anciano continúa diseñando, como en sus años mozos -pero ahora sobre una vulgar mesa de madera y con mirada extraviada-, decenas y decenas de planos, que con la confusión en la que vive sumido luego del desastre que lo llevó a la ruina, ahora resultan por completo inservibles.
Mientras tanto, su señora esposa continúa cebándole mate, embelesada ante esos erráticos trazos sobre el papel que apenas comprende. Aunque su mirada, como la de él, también parezca vacía…
*de ALDIMA. licaldima@yahoo.com.ar
No carecer*
Aturde como todo
lo que aturde:
con carácter irreversible
para los que no
carecemos de carácter ni de
irreversibilidad
ni de pronunciada propensión
al aturdimiento.
*de Rolando Revagliatti revadans@yahoo.com.ar
*
Queridas amigas, apreciados amigos:
Este domingo 7 de marzo del 2010 presentaremos en la Radiofabrik Salzburg (107.5 FM), entre las 19:06 y las 20:00 horas (hora de Austria!), en nuestro programa bilingüe Poesía y Música Latinoamericana, música de la compositor argentino Gabriel Senanes. Las poesías que leeremos pertenecen a Marga López Díaz (Colombia) y la música de fondo será de Surazo (Andes). ¡Les deseamos una feliz audición!
ATENCIÓN: El programa Poesía y Música Latinoamericana se puede escuchar online en el sitio www.radiofabrik.at (Link: MP3 Live-Stream).
Tengan por favor en cuenta la diferencia horaria con Austria!!!!
(Recomendamos usar http://24timezones.com/ para conocer las diferencias horarias).
REPETICIÓN: La audición del programa Poesía y Música Latinoamericana se repite todos los jueves entre las 10:06 y las 11:00 horas (de Austria!), en la Radiofabrik de Salzburgo!
Freundliche Grüße / Cordial saludo!
YAGE, Verein für lat. Kunst, Wissenschaft und Kultur.
www.euroyage.com
Schießstattstr. 37 A-5020 Salzburg AUSTRIA
Tel.: 0043 662 825067
*
Inventren Próxima estación: Andant.
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