ESTACIÓN SANTOS UNZUÉ
La leyenda que germina
entre el polen*
“Santos Unzué”
Se leía en la pared de ladrillo,
Con letras grabadas muy limpias y nítidas,
Que guardaban los recuerdos lejanos
De las tantas personas que pasaron frente a ellas:
Y las leían para saber
Con qué nombre era llamado aquel lugar.
Las nubes en el cielo parecían borregos
Traídos hace tiempo en vagones por las vías,
Hoy cubiertas bajo concreto,
Y dejados en libertad para hacer lo que desearan:
Como subir al cielo en agua condensada.
La estación del tren,
Visitada por los vientos,
Se preguntaba si aquellas letras en su muro,
Que anunciaban la llegada a la estación ferroviaria,
Darían también nombre al cielo que la cubría:
De ser así,
Los animalillos de nube coloreada en la estratósfera
Deberían de ser capaces
De leer el nombre desde las alturas.
Nunca nadie dijo que una estación clausurada
No debiera sentir algo de vanidad o de nostalgia,
Y mucho menos alguien antes
Había visto una pequeña estación de tren,
Tan orgullosa de su letrero.
Por las noches,
Al principio como pasatiempo,
Le enseñó al pasto a leer el letrero,
Luego a las estrellas,
Al viento, al frío, al calor...
Sus enseñanzas se hicieron numerosas,
Y abrió un turno matutino
Para la enseñanza de lo que se conocía como
“Lectura de letrero”.
El Sol aprendió,
La luna, la lluvia, los animales, y las flores,
Estaban entre sus mejores alumnos.
El pasto,
Que le costaba trabajo entender la cátedra,
Tomaba clases durante ambos turnos:
Nocturno y matutino.
Sólo en las tardes se suspendían las clases.
El método de enseñanza era siempre el mismo:
Leer todos los asistentes,
Y al mismo tiempo,
El letrero del muro.
La enseñanza continuó con éxito,
A tal grado que comenzaron a llegar
Nuevos estudiantes,
Y se consiguió el apoyo de becas.
Hoy día,
La modesta estación imparte cursos
Con los mismos horarios,
Y si algún viajero llega sin interrumpir las clases,
Podrá escuchar por las noches y por las mañanas
Cómo por todos lados,
Y de diferentes modos,
Hasta las sombras
Que los cuerpos proyectan en el suelo
Llenan las horas de colores diciendo:
“Santos Unzué”.
Y la estación
Muestra de nuevo el letrero grabado en el muro,
Y hasta uno mismo repite,
casi sin darse cuenta y en voz baja:
“Santos Unzué”.
LA ESTACIÓN*
Salí al aire
frío de las calles, abandonando la oscuridad del almacén. Alguien que no
reconocí me despidió con un extraño ademán. Recordé confusamente que debía
tomar un tren.
Pocos días
antes me había sido enviada una carta en la que se me recomendaba un viaje.
Adjunto venía un billete de ferrocarril, que ahora descansaba sobre la mesilla
de la solitaria habitación en la que cada noche me entrego a los despóticos
juegos del sueño. No me tomé siquiera la elemental molestia de averiguar quién
era el remitente de tan curioso envío, ni busqué en una guía cualquiera el
lugar de destino. Pero ¿Quién hubiese vacilado ante un reto semejante? ¿Quién
se hubiese resistido a ese instintoque siempre nos lanza hacia lo inesperado
con tanta decisión como desprecio ante los posibles peligros? Conjeturé que
sólo la cobardía hubiera podido impedir que recogiese el guante que el destino
había tenido a bien lanzar contra mi rostro. Y nunca fui cobarde.
Así, poco
después de las cinco de la tarde, tras una corta pero intensa siesta, me puse
mi único traje (que apenas había utilizado una vez) metí en una maleta
adquirida dos días antes mis escasas pertenencias y partí hacia la estación,
dejándome azotar por las continuas ráfagas de un viento helado que hería
inclemente las esquinas, los árboles, y el tránsito fugaz de los peatones que
surcaban con rapidez las avenidas.
A causa de la
menuda e impertinente lluvia que había comenzado a desgranarse sobre la ciudad,
me vi obligado a tomar un taxi. Muy pronto, el automóvil se detuvo frente a un
moderno edificio de dos plantas, ante el que otros autos vomitaban su carga
humana, partiendo raudos en busca de otros pasajeros, de otras historias.
Antes de entrar
en la estación, me detuve un instante, con la viva sensación de haber pasado
algo por alto, de no haber prestado la debida atención a algún ínfimo detalle,
de ésos que luego resultan ser trascendentales, pero, no siendo capaz de
concretar en que pudiera consistir ese olvido, me encogí de hombros y penetré
en el edificio entre una muchedumbre de rostros desconocidos y bonitas
muchachas uniformadas y empleados siempre dispuestos a la oportuna indicación,
al breve diálogo.
Ya en el
interior, me sentí invadido por un reconfortante calorcillo, más agradable, si
cabe, teniendo en cuenta el frío que la llovizna había traído consigo allá
afuera. Al fondo, al otro lado de las ventanillas ante las que el gentío
formaba largas colas esperando su turno, pude ver una gran sala en la que
multitud de personas charlaban, gesticulando. Un poderoso rumor se extendía a
lo largo de toda la nave. Era la suma de las conversaciones de los presuntos
viajeros, el eco de las despedidas, de las tópicas recomendaciones y las frases
cariñosas. A la izquierda, un enorme mural representaba el mapa del país,
cruzado por innumerables líneas rojas, como tantas otras arterias surcando el
espacio, entrecruzándose, uniéndose, mezclándose y formando un complejo
entramado que llegaba hasta los más recónditos rincones de la patria. Al lado,
un cartel electrónico indicaba las próximas entradas y salidas, el horario
previsto yel número del andén correspondiente. De cuando en cuando, se oía por
los altavoces repartidos por todo el recinto una muy bien modulada voz
femenina, anunciando la inminente partida de algún tren. Podían verse entonces
algunas personas corriendo en todas direcciones, abalanzándose hacia las
escalerasmecánicas que llevaban a los andenes. Otros paseaban con impaciencia
frente a las ventanillas, lanzando insistentes miradas al electrónico, y
escuchando con desmesurada atención cada uno de los mensajes que los altavoces
vertían sobre el aire cálido de la sala espaciosa.
No dejó de
llamar mi atención la aparente ausencia de escaleras ascendentes, ya que había,
en efecto, un piso superior, que se veía a través de grandes cristales, y en el
cual podían distinguirse varios grupos de personas, saboreando sus bebidas y
riendo despreocupadamente. Otros, por el contrario, contemplaban con aire
apesadumbrado el piso en el que yo me encontraba y callaban; sólo callaban
ignorantes de las alegres risas que brotaban a su alrededor. (¿Habré de decir
que en este lugar toda risa es forzada; toda alegría, aparente?) Enajenándome a
esas tristes miradas, supuse que habría alguna escalera en el interior de la
cafetería, pero esto aún no me preocupaba, puesto que mi intención no era subir
a aquella atalaya acristalada, sino tomar un tren.
Sí, subir a ese
vagón que el destino había puesto en mi camino y que ya no podía tardar mucho
en hacer su entrada. Volví a consultar la lista de horarios sin hallar
referencia alguna al tren que debía tomar, al itinerario que muy pronto había
de emprender. Caminando con tranquilidad, me aproximé a uno de los numerosos bancos
que ocupaban el centro de la enorme nave y me senté en él, situándome frente al
letrero en el que, de un momento a otro, surgirían las mágicas palabras
anunciando la llegada de mi tren, anunciando el comienzo de algo quizá
maravilloso y excitante.
A mi lado, una
mujer gorda dormitaba apaciblemente, y un poco más allá, un anciano miraba como
hipnotizado, con expresión de ciego incapaz de admitir la ceguera, hacia el
gigantesco mural. Niños ruidosos correteaban entre los bancos, pero, no sé por
qué, en sus juegos se adivinaba como una falta: No denotaban la natural alegría
que suelen atesorar la mayoría de los niños. Me dio la impresión de que ni
siquiera estaban jugando sus propios juegos, sino cumpliendo un ritual
insoportable y absurdo. No eran risas infantiles lo que llenaba el ámbito, no
eran reales; y además, en sus rostros podía percibirse un deje de rutina y
melancolía, como si tales carreras, tales saltos y gritos, no hiciesen sino
aburrirles y fastidiarles. (¡Cómo no lo vi entonces! ¡Cómo no salí corriendo de
aquel lugar, de este lugar en el que ahora estoy sentado y escribiendo estas agónicas
frases que se han venido repitiendo una y otra vez en mi atormentada mente!) Sonó
la campanilla. De inmediato, oyóse la dulce y acariciante voz de mujer,
recitando la aprendida lección de entradas y salidas. Escuché con atención,
sólo para comprobar que tampoco era éste el tren que esperaba. Volví a mirar el
billete, para prevenir cualquier posible error por mi parte. Tomar un tren
equivocado solía acarrear, según había oído decir, tremendas molestias e
incontables transbordos posteriores, e incluso existía un rumor que aseguraba
que, en caso de confusión, se hacía prácticamente imposible regresar a la
estación de origen, descartando así toda probabilidad de emprender algún día el
viaje proyectado, dada la gran complejidad de la red ferroviaria. (En algún
momento, en el pasado, tuve la sensación de haber tomado un tren erróneo, pero
eso ahora no es más que un vago recuerdo y las certezas no existen) Sin
embargo, no es menos cierto que si procedemos con atención es en verdad difícil
equivocarse, debido en gran medida a la asombrosa exactitud de las
informaciones proporcionadas por los altavoces y por el cartel de horarios.
La mujer gorda
respingó, miró en todas direcciones, se incorporó de un salto, se frotó los
ojos con el dorso de la mano y leyó frenéticamente las ocho líneas electrónicas
que resplandecían frente a ella. Después respiró con fuerza y volvió a
sentarse, tal vez algo desalentada. Fue entonces cuando se percató de mi
presencia. Me contempló con curiosidad durante un segundo. Luego preguntó sin
protocolo alguno:
- ¿Ha salido ya
el tren hacia Santos Unzué.?
- No puedo
estar seguro - contesté con amabilidad - Lo único que puedo asegurar que no lo
ha hecho desde que estoy aquí - no dije nada más, tratando de rehuir el
diálogo. Pero ella, ya más despierta, ensanchó un punto su sonrisa y dijo:
- Entonces
¿Llegó usted hace poco?
Iba a
responderle con una escueta afirmación, demostrativa de mi escasa
predisposición a entablar una conversación intranscendente, cuando me vi
bruscamente interrumpido por el anciano que, con gran descortesía, increpó a la
mujer:
- ¡Estás loca!
- Gritó. Después se dirigió a mí en otro tono - Se lo he repetido cientos de
veces. Su tren partió hace mucho. Pero ella se empeña en seguir esperando, aun
cuando sabe de sobra que soy yo quien está en lo cierto - se volvió de nuevo
hacia ella y con voz chillona agregó: - Nunca volverá ese tren ¡Nunca!
- Calla, viejo
idiota - dijo ella entre sollozos - Tratas de confundirme.
Este amable
caballero acaba de decir que aún no ha pasado. Yo sé que llegará y me marcharé
en él, mientras tú te quedas ahí sentado, refunfuñando y soñando con un destino
que jamás estuvo a tu alcance. A mí me queda la esperanza. A ti, nada más que
la resignación o la locura.
- Yo nada
espero. Eso es cierto - aceptó él con un tono más calmado - Hace tiempo que
comprendí mi derrota. Pero tu esperanza ha de transformarse, ya lo verás, en
una larga espera baldía, en sufrimiento y agonía, pues no quedan trenes que tu
puedas coger, no hay destino que te reclame, ni andén que pueda llevarte hacia
la luz.
- ¡Cállate! -
Gritó la mujer en dirección al viejo. Luego, mirándome con los ojos arrasados
en lágrimas, dijo: - Es insoportable. Siempre está gritando lo mismo. Siempre
ahí sentado, malhumorado e insultante, como si su único fin fuese destrozar mis
esperanzas. Siempre descargando sobre mí su odio de viejo egoísta, su
desesperación de hombre abandonado. Pero no vaya a pensar que puedo huir de sus
reconvenciones. No importa dónde vaya, allí está él para seguir machacándome.
No deja de perseguirme, todo el santo día, de acá para allá. No sé si tendré
fuerzas para seguir esperando mucho más.
Algo en las
palabras de la mujer, en la actitud del anciano, hizo que, por un momento, me
sintiera descolocado, como viviendo una situación irreal, un sueño absurdo del
que no había escapatoria. Tratando de serenarme un poco, de superar con rapidez
la confusión, miré al anciano a los ojos y, sin acritud, le espeté:
- ¿No le
avergüenza tratar así a la señora? ¿Acaso carece del menor escrúpulo? ¿Es
insensible al dolor que le causa con sus palabras?
Tras unos
segundos de silencio, bajó los ojos, incapaz de soportar la hostilidad que se
reflejaba en los míos. En voz baja, respondió:
- Tú también lo
serás, cuando llegues a mi edad. Si hubieses estado aquí tanto tiempo como yo,
quizá fueses más cruel - su tono fue subiendo poco a poco - ¿Qué derecho tienes
tú a reprocharme nada? Te queda una larga vida, y se nota que no te falta
ilusión. Tu tren llegará muy pronto y te marcharás, como tantos otros, sin
recordar nunca más esta escena, ni a ninguno de nosotros. No, muchacho, no
tienes ningún derecho a juzgarme ¿Con qué propósito, pues, te inmiscuyes en
asuntos que son completamente ajenos a ti?
Acabas de
llegar y ya crees saberlo todo - su voz adquirió un tonillo irónico - pero no
tienes la menor idea... Está bien, quédate ahí con esa chiflada. Así
aprenderás. Yo me voy a otro lado.
Presa de una
gran excitación, fingida al menos en parte, sacó de debajo del asiento unas
muletas y se alejó con dificultad hacia otro banco próximo, desde el que
también podía ver el luminoso. De nuevo esa sensación de irrealidad me fue
subiendo por dentro, mezclada con un poco de frío, procedente de los andenes.
En el exterior estaba anocheciendo y el viento castigaba con dureza las copas
de los árboles y también a los pocos viandantes que circulaban a esa hora por
las calles. Dentro se notaban, de cuando en cuando, pequeñas bocanadas de aire
fresco que hacían bajar, lenta pero inevitablemente, la temperatura. Anochecía
y mi tren no llegaba, y una sorda preocupación se iba abriendo paso en mi
interior.
La mujer gorda,
que había cesado en sus sollozos y secado las lágrimas, se apretó un poco
contra mí, musitando en mi oído:
- Tal vez el
tren que estamos esperando va a llegar pronto.
Por algún
motivo que entonces no supe precisar, esas palabras me produjeron una intensa
desazón, pero el calor de su cuerpo a mi lado, y el suave aroma que de él se
desprendía, consiguieron adormecerme.
En el sueño, vi
miles de trenes entrecruzándose, entrando, saliendo, cambiando de vía. Vi
trenes lanzados a toda velocidad, galopando por extensas llanuras desiertas; vi
trenes que descendían interminablemente, máquinas que arrastraban un número
infinito de vagones vacíos y silenciosos; vi vagones repletos de gente y
detenidos en medio de la vía, abandonados a su suerte entre los páramos.
También pude ver, al fondo, allá en lo más profundo de mi sueño, un trenecito
muy pequeño, antiguo, uno de esos que hace tiempo cayeron en desuso, algo
desvaído por el paso de los años, aparentemente fuera de servicio. Pero una
suave dulzura emanaba de sus gastadas maderas, de sus oxidados remaches, de sus
cansadas ruedas. Y supe que ése era mi tren y que no debía perderlo. Y entonces
recordé que estaba soñando; desperté sobresaltado, con la vista fija en el
cartel, releyendo con precipitación cada una de sus líneas, sólo para comprobar
con desaliento que mi tren seguía sin haber llegado a la estación.
Sentí un frío
intenso. La mujer había desaparecido. En su lugar, aunque algo más alejado, estaba
el anciano, contemplándome con curiosidad. Aturdido aún por el violento
despertar, pregunté:
- ¿Qué ha sido
de ella? ¿Llegó por fin su tren?
- De ningún
modo - respondió él, sonriendo con amargura - Ese tren ya pasó y nunca regresan
- hizo una breve pausa - Yo traté de avisarla cuando sucedió, pero se burló de
mí, me insultó y desoyó mis consejos. No sé dónde habrá ido ahora. Lo más
probable es que esté en la cafetería, tratando de subir al piso de arriba. Por
la noche, cuando llega el frío, todo el mundo trata de resguardarse.
Algo se debatía
en mis entrañas, como una inconcebible certeza de estar viviendo una situación
que desafiaba toda razón. La increíble sospecha que se había ido asentando en
mi mente desde el momento en que llegué, comenzaba a tomar forma; las palabras
del viejo delineaban los contornos precisos de la pesadilla:
- Se dice que
allá arriba no hace frío y que la gente es más amable, y la vida, más
confortable. Pero nadie sabe cómo subir. A mí ha dejado de importarme. Apenas
sería capaz de subir dos peldaños - al decir esto, remangó sus pantalones,
dejando al descubierto dos piernecillas algo deformes y, sin duda, enfermas - Es
por la humedad que viene cada noche desde los andenes y quizá también por las
caminatas.
- ¿Caminatas? -
Pregunté. Cada nueva revelación me iba arrastrando más y más hacia las
desoladas regiones del pánico.
- Sí. Es
preciso caminar mucho, para combatir el entumecimiento. De lo contrario, se
corre el peligro de morir congelado. No ponga esa cara. Yo sé que todos se
burlan de mis consejos, pero hágame caso: camine, camine todo lo que pueda.
Todas las mañanas, los empleados tienen que retirar los cuerpos congelados de
quienes no tomaron las debidas precauciones. Lo hacen con sigilo, fingiendo que
nada ocurre, pero yo llevo demasiado tiempo en este lugar y nada se me escapa.
- ¿Sugiere
usted que hay personas que pasan aquí la noche? - Dije. Algo en mi interior se
resistía a creer en lo que estaba oyendo. No era posible.
Nada era
verdad. Pronto despertaría en mi habitación, entre mis libros. Todo habría sido
un sueño, desayunaría, me asearía y saldría hacia el trabajo, como cada
mañana...
- Muchos días y
muchas noches - respondió él con cierto desaliento - Hace años que espero,
obstinado, la llegada de ese tren en el que ya no creo.
Pero no conozco
otro camino.
- Sin embargo,
yo no puedo esperar. Debo...
- Nadie puede,
en realidad. Pero no me haga demasiado caso. No desespere. No es imposible que
su tren llegue, en efecto, esta misma noche. En muchos casos sucede así.
Permanezca atento a los altavoces. Trate de no dormirse.
Sea amable con
los funcionarios, y ellos le corresponderán gestionando con rapidez los
trámites de su partida. Pero, ante todo, deseche la prisa, reprima la ansiedad.
Nada sucede antes de tiempo.
- Pero es que
debería regresar antes del lunes...
- ¿Regresar?
¿Cómo ha de regresar?
- Tengo que
acudir al trabajo, o seré despedido. Son muy estrictos.
- ¡Vamos! ¡No
sea hipócrita! Usted conoce perfectamente su situación. Sabe de sobra que no
hay sitio al que regresar. ¿Acaso no lleva en su maleta todo aquello que
considera imprescindible? ¿No arrojó la llave de su casa en una sucia
alcantarilla? ¡Pues claro que lo hizo! Igual que lo hicimos todos, sabedores de
que no hay regreso. Porque regresar equivale a fracasar ¿Y quién tiene el valor
de reconocer el fracaso, de admitir el error? Antes la muerte, antes el
sufrimiento más horroroso, que la confesión de la derrota.
¿No es, en
rigor, la más completa verdad cuanto estoy diciendo? ¿Sería capaz de negarlo,
de negármelo a mí?
Me sentí
derrotado, desenmascarado. Con algo de vergüenza, admití:
- Sí... Es
cierto. Eso es exactamente lo que hice... Pero en el fondo, yo esperaba
regresar... ¿Cómo hubiese tenido, de lo contrario, el valor de partir? Es
verdad. Sabía que el regreso no es posible, pero todo hombre necesita algo a lo
que aferrarse, una referencia, un punto de apoyo para superar la terrible
realidad... De modo que no me resta sino la espera. La espera que, según sus
palabras, puede llegar a ser insoportable. Mas... siempre puedo bajar al andén
y tomar el primer tren que llegue, aunque no sea el indicado...
- ¡De ningún
modo! No hay dos trenes que puedan conducirle al mismo lugar.
Hay que
atenerse al billete. Es imposible sospechar siquiera dónde podría terminar
quien hubiese tomado un tren equivocado. Además, sepa que si baja al andén es
muy posible que no pueda volver a subir, del mismo modo que resulta
prácticamente imposible acceder desde aquí al piso de arriba.
Pensé en un
número ilimitado de pisos, desconocidos entre sí. Un infinito edificio de
incontables pisos desde cada uno de los cuales no fuese posible ver sino el
superior y el inferior. Y en cada una de esas plantas, hombres idénticos a
nosotros, hablando con nuestras palabras, compartiendo nuestros pensamientos,
hasta los más íntimos; siendo, en suma, perfectas imitaciones nuestras (o lo
que es peor: nosotros imitándoles, siendo meras caricaturas, marionetas cuyos
hilos...) Preferí no pensar más, escuchar en todo caso al anciano, que seguía
hablando, pero la idea infernal de la multiplicación infinita de los pisos me
había conmocionado de tal modo, que ya no me sentía con ánimos para seguir
oyéndole. Sólo una voz interior que me repetía una y otra vez la completa
imposibilidad de tan absurdo pensamiento: No puede haber más que tres plantas,
tres únicos niveles. Pero mi mente dudaba, y acaso...
La mujer gorda
se aproximaba a nosotros, con la sombra de una aguda decepción oscureciendo su
rostro. Sin una palabra, tomó asiento a mi lado y recostó su cabeza en mi
hombro, disponiéndose, sin duda, a dormir un rato.
Yo, sin esperanza,
hice lo mismo, pero mis oídos permanecieron atentos a los altavoces, mis ojos
se abrían de cuando en cuando, vigilantes incansables del cartel electrónico.
Esa noche no vino mi tren. Tampoco las siguientes.
El tiempo ha
ido desgranándose y mi tren no ha llegado. Hay momentos de desesperación en los
que pienso que no es imposible que haya descuidado la vigilancia durante unos
minutos, quizá los necesarios para que ese tren hiciese, raudo, su entrada,
reclamándome y partiendo sin respuesta, vacío de mí, corriendo inútilmente por
una vía muerta.
Como todos he
intentado en vano el ascenso al piso superior. Como todos, he pensado en bajar
a los andenes y tomar un tren cualquiera, para terminar de una vez por todas
con esta exasperante espera, pero siempre me fallan las fuerzas, y permanezco
aquí, sentado en este viejo banco, con los ojos cansados de tanto mirar en la
misma dirección, con el corazón atormentado y apagándose.
Miles de trenes
han partido y ninguno era el que yo esperaba. La mujer y el anciano, simples
sombras en mi memoria, desaparecieron hace tiempo. Tal vez llegó su tren; tal
vez hayan muerto sin haber llegado a tomarlo, anónimos figurantes en una
siniestra farsa que se nos va llevando sin concedernos una segunda oportunidad.
Pero también
los demás han ido diluyéndose hasta dejar vacía la estación.
Los niños y sus
fingidos juegos son ahora pasto del olvido y hasta los mendigos que solían
estacionarse en la entrada han abandonado su antigua costumbre y han emigrado a
otros lugares donde quizá haga menos frío, donde quizá haya limosnas.
La cafetería
fue cerrada, y con ella se perdió mi última esperanza de ascender al piso de
arriba, que ya ni siquiera puedo ver, y que tampoco me importa, si es que
alguna vez me importó. Este nivel se ha quedado desierto por completo, a
excepción de uno de los empleados, que permanece ahí, parapetado tras la
rejilla y el cristal, que no habla ni responde a mis preguntas, que parece
condenado a la eternidad sin fondo de las ventanillas.
Y la voz. La
voz interminable, intolerable, anunciando trenes para nadie, melódicas burlas
del destino, incongruentes frases sin destinatario. Es como si toda la estación
estuviese aún abierta sólo por mí, únicamente para que yo pueda tomar mi tren y
alejarme hacia otra quimera respirable. Y a veces aun creo que acaso sea
posible, como si todo este tiempo no hubiese transcurrido, como si aún se
pudiesen construir nuevas ciudades, edificar otras realidades menos
lamentables, calles habitables, nítidas, parques de sol, fuentes de esperanza
sincera y real, monasterios...
Y sin embargo,
sé que todo es mentira, ¿por qué no confesarlo de una vez? Sé que mi tren no ha
de pasar, que mi espera ha de ser forzosamente estéril.
Pienso que un
viento frío, una de estas noches, apagará para siempre mis esperanzas,
congelándome, y así el ciclo se habrá completado y la estación perderá
definitivamente su razón de ser y desaparecerá, como todo lo que un día hubo en
ella. Porque ese tren que espero es algo que nunca existió, una sórdida
invención de mi cansado corazón urbano; porque fui yo mismo quien envió aquella
carta, buscando un pretexto para escapar a la insufrible rutina de las tardes
sin nadie y sin nada en el monótono horizonte de la casa vacía. Hay otras
estaciones desiertas, otros hombres iguales a mí, igualmente abandonados por la
suerte, idénticamente solos, esperando a un tren que saben no ha de llegar,
aguardando sin fe un destino que no existe, sabiendo con implacable certeza que
todo es inútil, que ya nada va a ocurrir...
Pero he aquí
que la campanilla suena de nuevo, y aunque conozco de antemano la inutilidad de
mi acción, escucho atento, y lo que oigo me llena de desconcierto y de alegría,
porque esta vez, desafiando todas las leyes de la razón, es mi tren el que está
entrando con poderosa lentitud en la estación abandonada. El letrero luminoso
así lo atestigua, y acaso también la leve sonrisa que me ha parecido sorprender
en el pétreo semblante del empleado.
Asombrado aún,
con las piernas temblando de emoción, cojo mi maleta y corro hacia la escalera
descendente para hundirme en las profundidades del andén, sabiendo ahora que
hay, en efecto, una escalera que sube y sube hasta perderse en el infinito,
sabiendo que es esta misma escalera por la que voy bajando hacia el andén
desierto. Pero eso ha dejado de importar, y corro sin descanso hacia ese tren
que viene a buscarme exclusivamente a mí, corro incansable hacia ese destino
que viene a reclamarme.
*Por Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
El Dueño*
Alexis bajó del
tren bastante inquieto. La sucia mochila negra se le aplastaba contra la parte
inferior de la espalda, tironeándole los hombros hacia abajo a causa del
considerable peso de cargar con tantos libros. Sabía que si no se deshacía de
ellos no podría comprarle a su novia los textos de Saramago y de Cortázar que
anhelaba desde hacía ya muchos años. Tampoco quería regalarlos en la primera
oferta que le hicieran. Si bien lo que llevaba no representaba gran cosa
-algunas novelas policiales y de ciencia ficción, un par de volúmenes de una
enciclopedia en fascículos encuadernables que jamás terminó de comprar, varias
revistas viejas pero bien conservadas-, eran suyas, y su valor, quizá, fuera
más sentimental que comercial. Aún así, caminó a paso lento y desgarbado hacia
la librería de usados de la calle principal del pueblo, ansioso por concretar
su amado regalo.
Al ingresar al
local, lo recibió el característico aroma de libros viejos, junto al tintineo
de una campanilla en el extremo superior de la puerta.
Varias mesas
repletas de ejemplares, estantes que se perdían en las oscuras alturas del
cielorraso, volúmenes que se arracimaban hasta en el piso.
Aquello era un
verdadero paraíso. Recobrando las esperanzas, se encaminó decidido hacia el
mostrador.
Un hombre
entrado en años, que lucía anteojos de media luna sobre el puente de la nariz y
cara de pocos amigos, con un voluminoso libro de oscuro lomo cosido y hojas en
papel Biblia sobre las rodillas, lo observó con recelo.
-Me dijeron que
Ud. compra libros -comenzó Alexis, con un tono de voz que gradualmente adquirió
seguridad.
El hombre, de
ralo cabello cano, lo escrutaba en silencio. Luego, como si recordase algo,
murmuró:
-Depende de lo
que traigas.
-Le muestro -se
envalentonó Alexis, aunque con cierta posible desilusión acechándolo desde lo
alto de los anaqueles a su espalda.
Extrajo el
material de la mochila, lo depositó en el mostrador, y aguardó expectante. El
hombre, sin abandonar la banqueta alta en la que se hallaba sentado ni cerrar
el grueso volumen, hojeó cada libro con una sola mano, comprobando el estado
del interior de las hojas y del lomo, para luego apartarlo y realizar la misma
operación con el siguiente. Al final, con expresión desdeñosa, cotizó un valor.
-Por todo esto,
son treinta pesos.
La frase cayó
como una piedra en el estómago de Alexis. No esperaba recolectar una pequeña
fortuna a cambio de sus pertenencias, pero treinta pesos por semejante peso en
libros le parecía una broma de mal gusto. Varias posibilidades se le cruzaron
por la mente: volver a guardar los libros en la mochila y marcharse con el peso
de la derrota sobre sus hombros; regatear el precio; deshacerse de aquel
material de inmediato. Incapaz de confrontar, y pendiente de la imaginaria
sonrisa de su amada al recibir el literario regalo, optó por esta última.
El hombre le
indicó que los únicos libros que tenía para canjear tenían un código escrito en
lápiz en la primera hoja y estaban ubicados al fondo del local, debajo de un
vetusto cartel que tenía impresa la palabra USADOS, en grandes letras de
imprenta.
-Y nada de
buscar entre las novedades -le advirtió, con la misma desdeñosa mirada del
principio.
Alexis dejó con
desgano la mochila sobre el mostrador y se alejó rumbo a las bibliotecas del
fondo. Al acercarse y leer los títulos, por poco no se derrumba de desilusión.
Los libros que él traía en oferta eran mucho más interesantes y vendibles que
aquel material de descarte que le ofrecían.
Respiró hondo,
y aunque le costó unos minutos recuperarse y hacerse a la idea de que no
llevaría quizá nada de lo planeado, comenzó a revisar los lomos en los estantes
y las tapas sobre la mesa, emplazada en medio del cuarto y rodeada por varias
bibliotecas.
Pero aunque
puso todo su empeño, no encontró nada. Abundaban las novelas románticas, los
policiales baratos, los títulos que ya poseía o había leído, nada rescatable.
Estaba dando una última recorrida, haciéndose a la idea de volverse con lo
puesto, cuando sintió algo que se restregaba contra su pantorrilla izquierda.
La sorpresa y
el ronroneo fueron casi simultáneos. Por un instante creyó que algo desconocido
lo atacaría. Sin embargo, al mirar hacia sus pies, contempló enternecido la
grácil silueta de un gato que se paseaba entre sus piernas y alzaba la cabeza
para escrutarlo atentamente con profundos ojos oscuros. Alexis se arrodilló y
lo observó con detenimiento. El gato no le despegaba los ojos de encima.
Si Alexis
hubiese sabido algo de razas felinas, hubiera reconocido al instante al Sagrado
de Birmania que tenía delante. Para él, sin embargo, aunque creía adivinar que
era un siamés, poco le importaba catalogarlo. Lo encontró hermoso, receptor
incondicional de cariño, y eso era lo único importante. Extendió con cautela
una de sus manos y le acarició la cabeza. El gato no se alejó. Alexis aprovechó
entonces para prolongar la caricia hacia el lomo y los costados. El ronroneo
felino se hizo muy intenso, al tiempo que entrecerraba los párpados. Se habían
gustado de inmediato.
Permaneció unos
minutos jugueteando con él, aprovechando que el animalito se había echado de
costado sobre el ajado suelo de parquet para que él lo acariciase, hasta que
recordó, emergiendo de un tibio ensueño, el verdadero motivo que lo convocara
allí. Y murmuró:
-Ay, gatito,
gatito. ¿Qué me puedo llevar de entre todo esto?
El Sagrado de
Birmania alzó las orejas y volvió a escrutarlo, como si reconociera su voz de
algún lado; o más extraño aún, como si pudiese comprenderlo. Parpadeó, bostezó
enseñando brevemente los afilados colmillos, olfateó alrededor, se incorporó
moroso, saltó decidido sobre la mesa y caminó sigiloso por encima de los
libros, olfateándolos, dueño y señor de todo lo que hubiera a su alrededor.
Alexis lo siguió de cerca, muy intrigado.
Entonces el
gato se detuvo y lo miró por encima del hombro, volvió a mirar el libro que
tenía delante y golpeó repetidas veces la portada con una de sus patas,
volviendo la cabeza hacia él. Alexis se acercó, y para su asombro, se encontró
delante de una percudida edición en tapa dura de los "Nueve ensayos
dantescos", de Borges, que le pasara desapercibida por completo minutos
antes, confundida entre un mamotreto de Mallea y un perimido libelo de Wast.
El recuerdo de
su novia se le impuso demasiado nítido delante de los ojos, como si ella
estuviese a su lado. Había buscado sin resultado aquel libro en varias
librerías "de viejo" de la Avenida Corrientes, y ninguno de ellos
podía permitirse el lujoso gasto de adquirir las Obras Completas borgeanas.
Siempre les
había quedado pendiente -a ella, de leerlo; a él, de obsequiárselo-. Y la
simple certeza de tenerlo al alcance de la mano lo estremecía de amor.
Estaba a punto
de tomarlo cuando el gato maulló tímido junto a su mano extendida. Alexis lo
miró, y el animal lo fulminó con otra de sus profundas miradas. Volvió a
maullar, y con sigilosos movimientos caminó sobre la mesa atestada de libros
hacia una de las bibliotecas, hacia donde saltó con insuperable destreza, se
aferró del borde de los estantes y los trepó uno a uno, como eximio
equilibrista, hasta alcanzar la cima, donde la luz de la lámpara ya no llegaba.
Maulló desde las alturas, con ojos brillantes en la oscuridad, y movió una de
sus patas a fin de alcanzar el extremo del lomo de un libro que no parecía
guardar la línea con los demás, colocado boca arriba encima de los otros. El
movimiento, lento pero decidido, consiguió acercar el volumen hacia el borde de
la pila, hasta que por fin se desplomó cerca de Alexis, desplegando en la caída
una nube de polvo que lo hizo toser.
Alexis se
inclinó, incapaz de creer la proeza del gato, y observó el libro, caído boca
abajo, ambas tapas desplegadas y a punto de remontar vuelo otra vez. Se notaba
que ya hacía un buen tiempo que dormía el sueño de los justos, allí en las
alturas, a juzgar por la gruesa capa de polvo acumulada sobre él. No podía
leerse bien la tapa, desdibujada por la mugre, pero las letras impresas en
blanco sobre el lomo oscuro eran inconfundibles: "Cuarteles de
invierno", de Soriano.
Alexis alzó la
cabeza, maravillado y absorto. ¡Había querido leer ese libro durante años, y
nunca había encontrado un ejemplar accesible! Miró con fijeza al gato, los ojos
siempre brillantes en las alturas. Y la pregunta, murmurada y sorprendida,
brotó sin pensarla siquiera:
-¿Cómo sabías
que lo estaba buscando?
El gato tembló
en las alturas y saltó hacia una biblioteca más baja, para lanzarse desde allí
hacia la mesa, temerario y con un leve quejido de esfuerzo. Alexis levantó el
libro del suelo, sopló el polvo depositado sobre él, volvió a toser y hojeó las
páginas. Allí, en la primera página, estaba escrito el código en lápiz que
atestiguaba su condición de "usado". Se giró hacia el ejemplar de
Borges, lo abrió, y allí había garabateado otro código similar. ¿Por qué no
figuraban en el anaquel de USADOS?
Miró al gato.
Sus profundos ojos lo atravesaban de lado a lado, hasta que uno de sus párpados
bajó, creando un guiño cómplice, que para Alexis significó un inequívoco pacto
entre ambos.
Parecía que el
esfuerzo de haber viajado hasta allí estaba más que compensado, pero nuevamente
el gato se puso en movimiento, saltando al suelo y escabulléndose entre los
estantes inferiores, por debajo del nivel de la mesa. Alexis se agachó para ver
cómo se esfumaba la cola peluda entre los libros, oír el rasguido de las uñas
sobre las superficies de papel, seguido de algunos empujones, y finalmente
contemplar aparecer entre libros deslomados y en desorden un volumen tan
añorado como valioso: "La conjura de los necios", de Toole.
-¡No lo puedo
creer!!! -exclamó Alexis, y al escucharse enmudeció, temeroso de que el librero
del mostrador lo hubiese escuchado, sospechando lo peor.
Ansioso y
esperanzado, abrió la cubierta y allí estaba el tan codiciado código para el
canje. ¡Con lo que ambos habían buscado este libro, tan recomendado por sus
amigos! Aguardó a que el gato emergiese del interior del estante y lo mirase,
para entonces ponerse de pie y recolectar su cosecha literaria. El corazón le
latía con fuerza, sentía la boca seca, y rogaba que el milagro se produjese
completo, sin abandonarlo en mitad de un sueño que ya se perfilaba imposible de
olvidar.
Y antes de
marcharse, volvió la cabeza. Como era de esperar, el Sagrado de Birmania lo
siguió sin perderle pisada.
Al aproximarse
al mostrador, donde el librero revisaba ahora una colección de fascículos
discontinuos, con la misma expresión desdeñosa del principio, temió por un
instante una reacción adversa. Sin embargo, allí estaba su cómplice felino para
socorrerlo. El gato saltó encima del mostrador, se sentó sobre sus patas
traseras, envolvió sus patas delanteras con la cola y contempló
alternativamente al comprador y al librero, casi tan ansioso como él por
completar el canje de ejemplares.
El librero se
sorprendió de ver aparecer al gato, sospechando de soslayo que algo raro
ocurría aquella tarde. Bajó la mirada hacia los libros que Alexis había
depositado delante de él, y entrecerró los párpados. Definitivamente: algo raro
ocurría allí. Alexis tragó saliva, incapaz de hablar. Las manos le temblaban,
un sudor frío cayó desde sus axilas hacia las costillas, y el suelo amenazaba
con abrirse debajo de sus pies. El hombre lo miró por encima de sus gafas de
media luna y preguntó:
-¿Dónde
encontraste esto?
Alexis no supo
cómo responder. Su cabeza era un torbellino que lo proyectaba muy lejos, seguro
de haber perdido toda posibilidad de apoderarse de un pequeño tesoro. Había
enmudecido de pronto. El gato lo miró, desvió sus enormes ojos para contemplar
al librero, y emitió un tierno y ronco maullido, quizá de aceptación.
El librero lo
miró fijo, acercando sus ojos a cinco centímetros de distancia de las pupilas
del gato. Proyectó el labio inferior hacia delante, frunciendo el mentón con
expresión ceñuda, evaluando la reacción del felino, y se volvió hacia el
comprador, con una fugaz suavidad en la mirada.
-Parece que
estás de suerte -sentenció. -Al Dueño le caíste bien. Y el costo de los libros
cubre el precio del canje. Así que estamos a mano.
"¿Dueño?",
alcanzó a preguntarse Alexis. Aunque el suspiro de alivio que experimentó
eclipsó cualquiera de sus dudas, haciéndose casi audible, como si se derrumbase
en un mullido sillón luego de una agotadora caminata bajo el sol del verano.
Sin embargo, la tranquilidad le duró poco.
-Pero ni se te
ocurra volver por acá -masculló el tipo del mostrador, con el desdén
recrudeciendo su mirada, como si la reciente suavidad le resultase ajena. -No
me parece que haya más libros que te interesen.
En completo
silencio, con mano aún temblorosa, Alexis recogió los tres libros y los arrojó
al fondo de la mochila, sin despegar sus ojos de los de aquel hombre,
retrocediendo de espaldas hacia la puerta. Casi derriba un exhibidor giratorio
de ediciones de bolsillo que había a un costado, hecho fortuito que consiguió
liberarlo de aquel hipnótico enlace, impulsándolo a huir a gran velocidad.
Pero antes de
que llegara a la puerta, un maullido lo alertó a sus espaldas, ofendido de que
se marchase sin saludar. Alexis se detuvo, ya con la mano sobre el picaporte, y
se volvió para contemplarlo, allí en el ajado piso de parquet, con un porte
brillante y majestuoso, sentado sobre sus cuartos traseros, escrutándolo como
siempre.
Se arrodilló, y
el Sagrado de Birmania se acercó ronroneante para recibir una última caricia,
fregándose con deleite contra las botamangas de sus pantalones.
-¡Gracias,
Amigo!!! -alcanzó a articular en un murmullo, sintiendo en lo más profundo de
su alma que aquella amistad, aunque jamás volvieran a encontrarse, duraría por
toda la vida.
El gato le
lamió el dorso de la mano con que lo había acariciado y volvió a guiñarle un
ojo. Tal vez él, en las profundidades de un misterioso idioma felino, sintiese
lo mismo.
No muy lejos de
allí, se oyó el silbato del tren. La hora de marcharse estaba próxima.
*De Alberto Di Matteo. licaldima@gmail.com
-Alberto Di Matteo. Escritor por
vocación, y psicólogo de profesión.
Escribe desde principios de su escuela secundaria. Su papá le
contaba cuentos (inventados por él) antes de dormir, y de allí Alberto intuye
que le surgieron las ganas de contar. Ha participado en diversos certámenes
literarios. Ha publicado en Inventiva Social cuentos para la serie InvenTren
durante los recorridos literarios entre 2002 y 2006.
Hace suyas las palabras de John Cheever, "escribo para
entenderme y entender el mundo".
*
Para partir,
sólo una valija
llena
de tres
o cuatro soledades.
Para partir,
lejos,
tan lejos
donde terminen
las partidas,
un par de zapatos
cansados
de hojas secas.
Para llegar
a la última estación
y caminar,
descalza,
sobre la hierba fresca
del fin de los andenes.
*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
- Mariana nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires.
Actualmente vive en City Bell.
Publicó: Cuadernos de la breve ceguera
(La Magdalena 2014). Jardines,
en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015)
La hija del
pescador (La Magdalena, 2016). Piedras
de colores (Proyecto Hybris 2018)
Su último libro publicado es El orden del agua, GPU Ediciones (2019)
-Coordina Microversos, talleres
de exploración literaria.
-Próxima estación:
JUAN TRONCONI.
En el recorrido del tren literario por Ferrocarril
Provincial:
CARLOS BEGUERIE. FUNKE.
LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN
GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR
DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
***
En el recorrido del tren literario por Ferrocarril
Midland:
ELÍAS ROMERO.
KM. 38. MARINOS DEL
CRUCERO GENERAL BELGRANO. LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL
CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI. KM
12.
LA SALADA. INGENIERO
BUDGE. VILLA FIORITO. VILLA CARAZA.
VILLA DIAMANTE. PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura

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