ESTACIÓN SANTIAGO GARBARINI













La noche es pródiga en ausencias*



Sobre almohadas dormitan estaciones desiertas.

Mas debe haber algún tren entre los páramos,
o en el fondo sin nombre de los túneles.
Debe haber algún tren quizá dormido,
bruscamente parado al borde de un recuerdo,
girando sin consuelo tras una aurora falsa
o apresado en la telaraña de los itinerarios.

Hay calma en el andén, niebla de cigarrillos,
ojos enrojecidos de espera, un viento frío.
Hay trenes varados, negros, trenes averiados
siniestramente abandonados en alguna vía muerta.
Nada se mueve, todo es quietud en tonos grises,
ni un sonido perturba la paz de las almohadas.

Y sin embargo, el sueño esboza una presencia
al final del andén, sin maletas, sin prisa,
un rostro que apenas presentido se diluye
en la explosión violenta del día que comienza.

El alba es un puñal de amargo filo
que penetra de luz los trémulos andenes.

Y a este lado, la estación está vacía.



*De Sergio Borao Llop.











EL BLUES DEL TREN DE LAS 11.40*



El miedo había estado allí; ahora lo sabía. El miedo había estado acompañándolo todo el tiempo, como un monstruo en estado embrionario, en cada instante de las once horas transcurridas desde el histórico "suficiente" pronunciado por Gómez Laurenz para convertirlo en abogado.
Había estado allí, oculto entre los pliegues de su conciencia, aguardando el momento propicio para asestarle esta dentellada feroz y traicionera, para inocularle este hielo en la sangre que lo retenía impávido en la vereda penumbrosa de la pensión, clavado junto a la puerta de calle con el corazón sobresaltado, temeroso de volver a los festejos del patio. "Me pasaron la mesa de Sociedades para mañana a la 8; vos ya serás todo un doctor, pero nosotros tenemos que seguirle dando, nene". La excusa invocada por Fabiana para justificar su decisión de abandonar la fiesta todavía resonaba en su cabeza, estableciendo crudamente un límite, un antes y un después. El abrazo fuerte y emocionado de su amiga, su largo beso en la mejilla, su promesa de escribirle cartas, su grito cariñoso mientras el taxi se alejaba pidiéndole que no se olvidara de ella, habían quebrado algo en su interior. La sensación de eternidad se había desmoronado de golpe, dejando al descubierto el miedo (el miedo que siempre había estado allí), anunciando el previsible final de la tregua, la confirmación innecesaria de lo que él ya sabía. (Porque él lo sabía, lo había sabido perfectamente durante mucho tiempo, quizás desde aquel lejano recelo experimentado al subir por primera vez las escalinatas de esa Facultad que parecía tan enorme. Era como entender algo sin palabras, sin pensarlo en forma expresa. Sólo que una cosa era presentir que iba a doler, y otra muy distinta comenzar a sufrir el dolor real).
Miró la hora en un gesto casi inconsciente: las 4 y 10 de la madrugada. El sonido de la música y las risas llegaba desde el patio como un rumor asordinado. Cerró la puerta tras de sí y regresó por el pasillo a oscuras con una vaga sensación de malestar hormigueándole en las venas. El patio bullía en animado desorden y nadie lo vio reaparecer desde las sombras. De pie bajo el farol macilento que iluminaba tenuemente la reunión contempló a sus amigos con una mirada melancólica, como buscando atrapar algo sabiendo que no podría atraparlo nunca. Ahí estaban todos: bajo la galería, el Pato riéndose de cualquier cosa, atacando cerveza tras cerveza, Mónica haciendo payasadas parada sobre una silla, José Luis y Gonzalo repartiéndose los restos fríos de una pizza de tomate, Aldo abrumando a Laura con sus cuentos malos; en el centro del patio, Fernanda y el Negro bailando con incansable entusiasmo, como si se hubieran recibido ellos, contagiando su alegría a Marita y a Willy; allá en el fondo, Jorge borracho bailando con una escoba para delicia de todos los presentes.
Se sintió raro. Recordó que apenas una hora atrás se había deslizado hacia la pared de la enredadera con sigilo, como si temiese romper un hechizo, con el único objeto de gozar del alegre trajín de brazos, manos y bocas, la alborozada evolución de los gestos en torno a la mesa rectangular. Recordó que, merced a una súbita y mágica revelación, había comprendido entonces que se hallaba en el medio de uno de esos infrecuentes y escurridizos momentos plenos de su vida, una de esas seis o siete ocasiones anuales en que podía afirmarse que vivir valía la pena. Y recordó también que en ese instante, justo en ese instante, había concebido la delirante idea de clausurar todas las salidas y secuestrar a sus amigos, tomarlos por rehenes y exigir desafiante a Dios, al Tiempo, a la Vida o a quien fuere, que esa reunión durara para siempre. Pero ahora ya era tarde. Fabiana, sin quererlo, acababa de destrozar la frágil utopía. Ahora que las heridas invisibles comenzaban a sangrar no existía modo de volver a construirla.
-¿Bailamos, caballero?
La voz inesperada lo sobresaltó. Sumido en su confusión mental no había advertido aquella presencia cercana. Giró su cabeza hacia la derecha y pudo ver a Laura haciendo una reverencia burlona que acompañaba la invitación.
Improvisó una tontería para disimular y se dejó arrastrar por la muñecas hacia el centro del patio. Por unos segundos se olvidó de todo -del monstruo y los fantasmas, del porvenir, del tren de las 11 y 40-. Revivir la magia pareció posible. Pero fue sólo un espejismo transitorio. Un instante después, al recibir el perfume de Laura en pleno rostro como una bofetada del Tiempo, no pudo evitar el recuerdo de aquel Baile de la Primavera en que se habían conocido y la grieta en su interior se abrió de nuevo. Pensó en los seis años que habían pasado desde aquella noche, desde aquella Laura aniñada, y lo categórico de la cifra -¡seis años, Dios!- le ocasionó un vértigo fugaz, una suave opresión en la boca del estómago que ni siquiera el ruidoso trencito que los bailarines habían comenzado a formar pudo disolver.
Su malestar se acrecentó. Comprendió que la fiesta -su fiesta, esa misma fiesta que para los demás estaba en su apogeo- había terminado para él.
Descubrió que él y los otros respondían ahora a tiempos diferentes, irreconciliables. No importaba que él volviera a su pueblo y ellos se quedaran. Lo que contaba no era la distancia física sino otra clase de lejanía. "Ahora vas a tener que usar corbata todo el día, bagre", le había dicho Aldo al llegar, y sólo en este momento se le revelaba el significado oculto de esas palabras. No más Facultad, no más pensión, no más trasnochadas en los bares del bulevar, no más vino con amigos. Final del juego; estaba solo otra vez. Él quedaba afuera, como si una puerta se cerrara inexorablemente a sus espaldas. Como si, al igual que la fiesta, la vida siguiera sólo para sus amigos, no para él.
"Si supieran que estoy triste a once horas de haberme recibido dirían que estoy loco", pensó, riendo para sí, mientras se refugiaba en la cocina con la excusa de buscar hielo. Pero era irreversible: el miedo comenzaba a derrotarlo. Había buscado en esos seis años de Facultad un desvío, una salida tan sorpresiva como inexistente y no la había hallado. "Vos querés sacarte una especie de lotería metafísica", le había dicho una vez Gonzalo y era cierto, pero su número no había salido premiado.  Ahí estaba el monstruo, entonces, desatando los fantasmas. Ahí estaba él con su ridícula impresión de sentirse un viejo a los veinticuatro años.
Descubrió con estupor que el título de abogado le confería carácter de extranjero. La ciudad lo rechazaba sutilmente, haciéndole comprender su condición de cuerpo extraño, pero el regreso a su pueblo sólo serviría para acrecentar su certeza de que él ya no pertenecía a aquel lugar. Imaginó el orgullo emocionado de padres y hermanos, la alegría vulgar de su novia, la infantil idolatría de sus sobrinos y supo de antemano que en nada ayudarían a aliviarlo. Se vio a sí mismo desterrado en la calma soñolienta de un perpetuo domingo y se sintió vacío, como si la vida se acabara mañana mismo.
Como si la vida se acabara con el tren de las 11 y 40.
Sin embargo, no era eso lo que espoleaba su tristeza. No se trataba de la preocupación por un futuro forzado, previsible y ajeno a sus deseos. Se trataba de algo mucho más urgente y visceral, una etapa desvaneciéndose sin remedio, la desesperante sensación de agua que se escurre entre las manos.
Se trataba de las peñas, los bailes, los asados de comisión, los campeonatos de truco, las reuniones de damajuana y choripán, las mateadas interminables hasta el amanecer, las imponderables horas gastadas en el bar de la Facultad para hablar de Cortázar y de Sartre con Gonzalo, las mil y una revoluciones planeadas y ejecutadas en el aire desde una mesa de café. Se trataba de la nostalgia, ese roedor implacable que había comenzado a mordisquearle las entrañas.
Se acercó con el hielo al grupo que ahora estaba reunido bajo la galería bebiendo vino. Aceptó que el Negro le llenara el vaso por enésima vez y se dejó caer sobre una de las sillas que bordeaba en forma desprolija la mesa rectangular. Se quedó mirando hacia arriba con los ojos fijos en algún lugar incierto de la noche estrellada de diciembre, bosquejando mentalmente el momento en que partiría rumbo a la estación acompañado por los sobrevivientes de la fiesta. Suspiró resignado. Supo que Dios, el Tiempo, la Vida o quien fuere lo había vencido. Se podía, sí, escuchar a José Luis contando cuentos verdes, rogarle a Mónica que recitara poemas de Machado y a Willy que imitara profesores, se podía pedirle al Pato que cantara un blues de los suyos, pero ya nada sería igual. Incluso podía él mismo, como tantas otras veces, ladrar Muchacha ojos de papel o El oso hasta quedar disfónico, pero era inútil; el tren permanecería allí, como una obsesión, ensombreciendo la fiesta. Estaba perdido: ni siquiera quedaba el frágil consuelo de dedicarse a construir un último recuerdo, el recurso demencial de disfrutar del incendio antes de que solamente quedaran cenizas.
A lo sumo, pensó mientras Laura le acercaba la guitarra al Pato y le pedía que cantara algo, quizás fuera posible dejarse llevar hasta el tren con la conciencia adormecida, deslizarse hasta él como por una pendiente suave y confortable. Quizás fuera posible buscar en el fondo del vaso una última anestesia y aislarse del derrumbe, quitarse de la cabeza la hiriente comparación entre la imagen de aquel taciturno muchacho de pueblo que una noche de viernes, recién llegado a la ciudad, había aprendido de una vez y para siempre lo que era sentirse solo, y esta otra imagen, mucho más cercana, virgen todavía de nostalgia, la del abogado recién recibido saliendo del aula después del examen para encontrarse con el abrazo de sus compañeros. Resultaba imperioso saturar las horas restantes, evitar los minutos vacíos, embotar los sentidos y aturdirse para no pensar, vaciar vaso tras vaso hasta hacer que las voces se independizaran de quienes las emitían, convertirlas en ecos que resonaran lejanos, como un ruido más en la madrugada. Había que hacer lo que fuera necesario para perder la noción clara de las cosas y remover de la boca ese acre sabor a final, a despedida.
"Ojalá no amaneciera nunca", dijo Mónica a su lado, con un dejo de melancolía, como si hubiese adivinado sus pensamientos. La miró sorprendido, con una sonrisa entre amarga e indulgente. Vaciló unos instantes, pero no dijo nada. Sólo extendió el brazo libre y la atrajo hacia sí en un abrazo tierno que pretendía ser indestructible. Dejó luego que su cabeza resbalara indolente y se acurrucó en el regazo de su amiga.
Alguien apagó el radiograbador y el brusco silencio de los parlantes se le antojó sobrenatural. Cerró los ojos para no ver el momento en que las primeras caricias del sol desperezaran, allá en lo alto, a la enredadera del fondo. Después se fue hundiendo lenta, tibiamente, en una serena y profunda lasitud, mientras la guitarra del Pato comenzaba a gemir un blues.



*De Alfredo Di Bernardo.
-Texto incluido en "Las cosas como somos". Colección Bienes Culturales. ATE CDP Santa Fe - 2009











DEUDAS*



Para Rubén Sevlever



Los míos nunca entraron a tallar en las historias.
Destriparon terrones en absolutos junios con heladas,
y dieron hijos con penurias fijas a la dureza de esta
tierra.
Hubo arados con gaviotas. Hubo lentas trilladoras
junto a las trenzas rubias de mis tías
y el torso desnudo de tanto cosechero.
El sol del verano hacía fintas mientras tanto en sus
cabezas.
Debo el poema. Debo la sangre que no derramé y el
sudor que me he guardado
y la pena de ver llegar a mi padre en un septiembre con sangre sin batallas.
Lo vi llegar herido, con los brazos como rotas alas
pero una furia hecha brasa en las pupilas.
Debo el poema a los colonos comprando el pan en la
bolsa
blanca de arpillera. El agrio tabaco en latas de té
Tigre.
Las calvas cubiertas con gorras amarillas.
Antes estaba la cocina a leña, el techo de cinc bajo
tormentas
del invierno, el café y el mate recibiendo a la
/mañana.
El cuaderno con estampas era cuadrado y grande
y encerraba al mundo en sus cuarenta páginas.
Después la lluvia de abril complicó todo:
hubo historias que recuerdo y otros amores que me
olvido,
sin quererlo. Hubo un tren que me trajo de repente,
arrancándome de cuajo, como fruta verde de
diciembre.
Debo aún toda la distancia que me pone cada vez
más viejo,
y me entristece.


*De JORGE ISAÍAS.











Desear amor es desearlo todo.*


Ya me acostumbré a deambular por los vagones. Los recorro mirando a esa gente que dormita o come. Veo a una mujer descargando el mate por la ventanilla, y me digo que la yerba está irremediablemente perdida, que se fue para siempre, siento una extraña sensación de ausencia y de algo indefinible, esa yerba arrojada para toda la eternidad, sin ceremonia, sin despedida. Una ventanilla que se abre, el salto fatal.  Me alejo con una náusea entre las manos.
En el siguiente vagón dos hombres hablan fuerte. El de ojos claros intenta convencer al alto de alguna cosa. No me ven. Me pregunto qué dirán.
Llegan frases aisladas, la conversación se me pierde como la yerba. Estoy inmóvil, las cosas suceden a mi alrededor. El mismo tren es algo que sucede sin mi compromiso. Sigo caminando.
La yerba y los hombres quedan a mis espaldas. Estoy sola.
Hallar el vagón de cineclub es un retorno. Sigo sin rostro ni voz, pero acaso que esto sea físico, que la obscuridad me borre, es tranquilizador. Si no existo, al menos no existo en la negrura que me devora. La pantalla iluminada me presta el resplandor para ocupar mi sitio, siempre el mismo aunque el vagón cambie.
Reconozco "Sweet Charity" allí adelante. La prostituta ingenua se deja engañar por el novio, vive su ilusión de ser amada, se deja engañar, desea y propicia la mentira que le otorgue un respiro a la desesperación. Está tan sola con su ropita y su cara mal maquillada. Lloro. La veo tan preparada para regalarse, tan deseosa de hacer feliz a cualquier hombre que le preste los ojos y las manos un momento. Qué frágil esta mujercita alegre toda imposibilidad, si tiene marcado, tatuado, el fracaso.
A pesar de que sepa el final, hasta el último momento pienso que el hombre común que se equivoca, que cree que es una mujer decente y ordinaria, cuando se entere de su pasado la va a aceptar igual. Si no ocurre en la vida real, debiese ocurrir en el cine.
Y las coreografías de Bob Fosse son deliciosamente vitales. Dicen con el cuerpo, y lo que dicen se expresa sin fisuras, en bloque. Música, canto, baile, el desenlace inevitable de la fatalidad agazapada.
La prostituta es una buena persona, el novio es una buena persona. Sin embargo el hombre no podrá hacer otra cosa que destrozarla, para que no sufra. ¿Cómo condenarla a un futuro en el que por fuerza habrá de reprocharle suciedades? La va a abandonar.
Ella sólo desea amor. Pobrecita, no sabe aún y a pesar de su experiencia que la palabra "sólo" en esa frase no cuadra. Desear amor es desearlo todo.
Me voy antes de que finalice la película. Sé que habrá una sonrisa final, una esperanza forzada, la sugerencia de que la vida sigue y que quizás. Pero la yerba desechada continuará su vida, también, junto a las vías, integrándose lentamente a la gramilla, desapareciendo de sí y del mundo.



*De Mónica Russomanno.








*


Una ráfaga de viento helado cruza el andén desierto, llevándose consigo un caótico remolino de hojas secas. El golpeteo metálico de un cartel se deja oír, perturbador, a lo lejos. Apenas se vislumbran aisladas luces de alumbrado público; al notarlo, Don Tomás se estremece. Mala noche para quedarse solo, de guardia en la boletería.
¿Cuándo tendría el valor para decir que no? Ya es un hombre mayor, ¡qué joder! El reuma lo está matando desde hace rato, apenas si se puede mantener erguido en este gastado banquito de madera, y la vista le falla cada día más. ¿Por qué no designan a un muchacho en este puesto? Sus días de "hacer mérito" han pasado ya; cuando descubrió que, por más que se esforzara, le seguirían pagando este magro sueldito hasta el día en que se jubilase. Y ese día, aunque cercano en el calendario, parecía no llegar más.
Aunque, en noches destempladas y borrascosas como ésta, Don Tomás se amarga intuyendo que ese día .. quizá jamás llegue para él.
-Estupideces -, murmura, mientras vuelve a acomodar sus elementos de trabajo sobre el mostrador de la boletería: los sellos, los cartoncitos, los lápices. ¡Como si hiciera falta! Don Tomás es el empleado más eficiente de la estación, y eso lo saben hasta en el barrio que rodea la estación. Lo sabe Rosario, por supuesto, y eso es lo que más le importa. Rosario. El rostro se le ilumina con una sonrisa. Ese ángel de mujer, siempre alegre, desbordante de ternura, que regularmente suele traerle alguna confitura amasada en la panadería de su hijo, sólo para que él no pase hambre en sus largas horas de vigilia dentro de la boletería. Desde la muerte de su esposa, Don Tomás ha quedado escorado, como los barcos moribundos, tumbado anímicamente sobre el costado de la responsabilidad. El trabajo es su único sostén, y evita que caiga en la depresión. Claro que eso tampoco justifica que tenga que padecer este frío y esta incomodidad, sólo por no quedarse a solas en una enorme casa vacía. Treinta años de convivencia no son moco de pavo, solía decir durante el velorio, cuando la ausencia le pesaba hondo en el corazón. Hasta que aparece Rosario, un poco más joven que su difunta esposa, a presentarle sus respetos, acompañados por una tarta de ricota. ¡Con lo que le gustan a él esas cosas ricas! La alegría por el regalo fue tan intensa, que recién cuando limpió las últimas migas de la tarta reparó en que era la primera vez que sonreía con sinceridad desde el sepelio de su mujer. Todo gracias a Rosario.
Ella también es viuda, aunque su viudez no sea reciente. Pero Don Tomás está criado a la antigua: no puede pedirle nada extravagante. Lo mirarían mal; y tampoco está seguro, además, de que Rosario fuese tan amable con él sólo porque oculte aviesas intenciones. ¡Pero cómo se le ocurre! Actitudes como ésas son propias de las jovencitas, cuyas hormonas estallan sin asidero, más no de una señora digna y respetable como ella. Por lo tanto, Don Tomás se contenta -y hasta aguarda ansioso- con verla aparecer por el pasillo de la boletería trayendo un paquetito envuelto en papel madera entre las manos, símbolo de su desinteresada amistad. ¿Acaso piensa en otra cosa? Son –simple y afortunadamente- amigos, y él le está eternamente agradecido por el favor que le hace. Alguna vez intentó retribuírselo de alguna manera, pero ella dijo que por favor, que para qué, que no la ofendiese. El vínculo establecido entre ellos se ha ido consolidando así, ¿para qué estropearlo, entonces?
Sin embargo, hay noches -como ésta, quizá- en que Don Tomás suele sentirse solo, y desea quedarse en casa, al abrigo de la estufa, saboreando una humeante taza de té, en compañía de una tierna mujercita que lo atienda y quiera tan profundamente como él a ella. Y abrazarse en el sofá, mirar la programación televisiva nocturna, quedarse dormidos uno junto al otro, y despertar pasada la medianoche para darse cuenta que ya es momento de irse a la cama. ¡Quedarse dormidos delante del televisor, habrá que ser cabeza fresca!
Un crujido en el pasillo le hace emerger de sus ensoñaciones. Presta atención. Un sonido apagado se vuelve reconocible: pasos. Consulta el reloj, aunque de memoria sabe que ninguna formación se desplazaría sobre los rieles hasta bien entrada la madrugada. Apenas han transcurrido unos minutos desde la medianoche. ¿Quién será? Una filosa ráfaga de viento ulula entre los aleros de la estación desierta.
Una oscura silueta se recorta contra los barrotes de la ventanilla de la boletería, y con la escasa luz imperante en el ambiente, sumado a su creciente falla visual, Don Tomás supone que se trata de un fantasma. Ahoga un grito, hasta que el recién llegado se acerca aún más a los barrotes, lo mira a los ojos y dice:
-¡Vamos, hombre! ¡No se asuste! ¿Acaso no me reconoce?
Al contemplarlo una vez más, e identificar aquella voz tan conocida, Don Tomás se relaja y suspira:
-¡Jefe! ¡Qué susto me dio! ¡Por poco me mata!
-Vamos, Don Tomás. No me diga que lo agarré cometiendo algún delito. Esas reacciones de temor son propias de quienes son apresados con las manos en la masa.
-No señor, para nada -, se apura a contestar él, asociando la masa del delito con el recuerdo pastelero de Rosario, pero sin agregar nada más. -Sólo que usted se apareció así, de improviso. Y qué quiere que le diga, las noches como éstas me ponen nervioso. Ese chiflido del viento, .las hojas que corren de acá para allá.. ¡Brrr, me aterra!
-¡No le puedo creer! ¡Un hombre grande! ¡Ni que le hubieran estado contando historias de aparecidos hasta reciencito nomás.!
-Tampoco es para tanto, pero. Capaz que ya estoy viejo para andar haciendo estas guardias. Muy..susceptible., como dicen los que saben.
-No me afloooooje, Don Tomáááás -, canturrea el Jefe de Estación, con tono admonitorio. - Usted bien sabe que la función que cumple figura en el reglamento.
-Pero, Jefe. ¿Soy el único que puede quedarse? ¿No tiene a alguien más que necesite unos pesos extra?
-Por el momento, no. La guardia hay que hacerla, le guste o no le guste -.
Se mete las manos en los bolsillos, mira hacia un lado y el otro en una especie de tic nervioso, arrebujado dentro de su abrigo, y luego agrega: -¿Se enteró de lo que andan diciendo en la Terminal?
-Últimamente se dicen tantas cosas.
-Parece que el rumor viene de arriba: dicen que van a cerrar el ramal.
-¿Cuál? -, se asusta Don Tomás. -¡¿Éste?!
-¿Y cuál le parece que puede ser? ¿El tramo que une La Plata-Constitución?
No, ése rinde muchos beneficios todavía ; es el nuestro, que sin tener reparaciones desde hace unos cuantos años, bien que les da pérdidas.
-Eso no puede ser -, se lamenta él. -Con la cantidad de gente que viaja todos los días al trabajo.
-Son cada vez menos, hombre. Y usted lo sabe mejor que yo. Entre la desocupación y los nuevos servicios de ómnibus diferenciales que cubren el mismo trayecto en menos tiempo, esto se viene a pique a ritmo parejo.
-Con todo respeto, Jefe, pero. ¿No le parece que exagera? ¡Cómo van a cerrar los ramales del ferrocarril! ¡Eso es una locura!
-Entonces dígale loco a nuestro flamante Presidente de la Nación, porque parece que la orden viene de allá arriba. De bien arriba.
Don Tomás enmudece. La jubilación es algo deseable, claro; pero nunca a este precio. ¿Qué pasará desde ahora con él? ¿Y con el ferrocarril en su conjunto? Si empiezan con este ramal, ¿con cuál se detendrán? ¿Dejarán al país incomunicado? ¿Quién ha sido el genio que despertara iluminado con semejante decisión? ¿Condenarán al servicio de transporte más seguro y económico del país a un olvido tan injusto como tenaz? Una sombra de muerte se posa sobre su corazón, y de pronto la ausencia de su finada esposa se le torna en extremo pesada para cargarla sobre sus hombros.
Siente que él, como tantas otras personas, pertenecen a este lugar. Cerrarlo será como ir matándolos poco a poco, dejando que todos ellos se vayan consumiendo muy lentamente en ese siniestro marasmo que significa el retiro voluntario. La idea de marchitarse encerrado en su casa le genera aún más escalofríos.
-¿Y para cuándo ..se supone ..que van a…? -, tartamudea, incapaz de formular la pregunta fatal.
-Pronto, aunque todavía no hay una fecha definida -. Hace una pausa, se mira los pies, y agrega, evitando el cruce de miradas con el boletero: -Habrá que ir buscándose otra cosa, para los que quieran seguir comiendo. O como en su caso, disponerse a descansar como jubilado.
-¡Eso jamás! -, exclama él, de pronto. El Jefe lo contempla, sin entender.
Don Tomás agrega, con menor vehemencia: -Quiero decir, que me niego a ser un jubilado inservible. Mire lo que le digo: prefiero quedarme a vivir en esta estación, si es necesario. Aunque me tilden de loco.
-¡No diga pavadas, hombre! A todos nos llega el momento de declinar las fuerzas y abandonar lo que hasta ahora veníamos haciendo. Usted también dejará de existir como boletero, ya sea que cierren el ramal o no. Lo que haga con su vida fuera de esta estación, es asunto suyo Disfrútelo lo mejor posible, se lo aconsejo. Comida seguro que no le habrá de faltar: la panadería viene trabajando a pleno.
Don Tomás se niega a levantar el guante de la ironía. Pero muy dentro suyo, se siente desahuciado. El Jefe se estremece de frío otra vez, zapatea sobre el percudido suelo del pasillo, y saluda con un gesto de cabeza:
-Bueno, hasta mañana, entonces. Y no se duerma. Al menos, ya tiene algo en qué pensar hasta que llegue la primera formación.
Don Tomás lejos está de agradecerle semejante preocupación, mientras escucha alejarse los rítmicos pasos hacia la calle. Deprimido como está, se le ocurre imaginar cómo sería su vida si se cumpliera ese espontáneo y caprichoso deseo de quedarse a vivir allí, dentro de la boletería. Cómo sería que nada le hiciera falta, más que continuar con su rutina, y recibir cotidianamente la visita de Rosario con su milagrero y sabroso paquetito.
Alejado del dolor de vivir en una casa vacía, sin hijos que lo vengan a visitar a uno los fines de semana, contemplando todas las mañanas la gloria ferroviaria de un país que parece estar extinguiéndose, y que, al igual que aquella estación, se iría desmoronando inevitablemente con el paso del tiempo. Y la negligencia de sus gobernantes..
Pero quizás,..él no. Quizás, de cierta extraña manera, sus deseos puedan llegar a cumplirse alguna vez.
Una ráfaga de viento helado penetra insolente a través de la ventanilla enrejada, arrastrando consigo vanos fragmentos de hojas muertas. Pero Don Tomás ya no se encuentra allí para estremecerse, ni para asustarse, ni para sentir nada. Don Tomás hace rato que ha partido.
La boletería, luego de aquella espectral visita, yace nuevamente vacía, como lo está desde que cerraron el ramal La Plata- Mirapampa, hace ya más de cuarenta años.



*De Alberto Di Matteo.









Descielada*


Cae en las nubes,
fusión-pasaje-iris,
por la ventana abierta de su posible sueño.

Vuela,  envuelta en luces o alaridos de color,
sobre la ausencia de la ciudad fantasma que la expulsa,

Recrea cúpulas con porciones de aire,
una nada de azúcares le oculta la sonrisa
de vecina en exilio del paraíso.

Rueda  en el vacío texturado de suave,
el cielo es demasiado perfecto, se dice

"me quedo con el viaje"


*De Cristina Villanueva.







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