ESTACIÓN J. J. ALMEYRA
*
Nadie
más veía al gato negro que estaba sentado en mitad del vagón lavándose la cara?
Una niña que llevaba trenzas sujetas con cintas azules y que jugaba con una
muñeca iba sentada justo al lado del felino pero no reparaba en él. Puede que no
le gustasen los gatos. O es que el gato no pertenecía a este mundo sino a otro
de los mundos posibles. La cartografía es un fraude. La realidad no es solo lo
que acontece ante tus ojos sino, y principalmente, aquello que tus ojos no
pueden percibir.
Un
trueno grave hizo temblar las ventanillas del vagón, varias personas sacaron sus
cabezas de sus caparazones y miraron en torno como buscando recibir un
comentario. Un hombre mayor dijo algo como qué lo parió che, enunciado que fue
apoyado por varias inclinaciones de mentón. Yo mismo cerré involuntariamente
Matadero 5 exaltado por el ruido del trueno. Y el gato inmutable. Como si el
trueno no hubiera caído para él o como si supiera que el trueno caería
exactamente en ese momento. Siguió lamiendo su pata y humedeciendo su ojo.
Incontables veces. Qué tormentita eh. Dijo. Julia dormía allá a tres metros de
mí. El gato negro continuó lamiéndose las patas. No Ismael? Estás hablando
conmigo? Hay otro Ismael en este vagón, en este tren, en este mundo posible?
Pero sos un gato! Oh, gracias amigo Ismael, sabés? Hasta que vos no me lo
dijiste yo hubiera jurado que era un reno.
No
me miraba, ni siquiera movía los labios a no ser para lamerse la pata. El gato
negro estaba allí en medio del vagón que devoraba el paisaje y nadie se
sorprendía de su presencia. Bueno en realidad no resulta inverosímil la
presencia de un gato en un vagón de tren pero de todos modos a alguien podría
haberle llamado la atención. Y todos iban sentados mirando por la ventanilla la
lluvia inclaudicable o desgajando una mandarina o escuchando música en sus
teléfonos celulares o durmiendo pero nadie, definitivamente nadie, iba hablando
con un gato. Excepto yo. Y bien? Su voz era ronca como la de un borracho aunque
sonaba nítida. Sí, contesté, llueve muchísimo realmente, es una terrible
tormenta. No, Ismael, no es una terrible tormenta es la tormenta
terrible.
Entendés?
en los mundos posibles los hombres perciben solo el reflejo de las cosas pero
nunca la cosa en sí. El arquetipo nunca es dado a los sentidos ni a la razón
humanos. Cuando mirás el sol creés estar viendo el sol pero nada de eso, Ismael,
solo ves un sol que muere y nace constantemente, día a día, como una vela,
alguien vuelve a encenderlo, pero el sol ideal el primer y único increado sol,
ese, nunca lo has visto ni vos ni ninguno de estos pasajeros. Esta tormenta,
esta terrible tormenta no es una terrible tormenta, es la terrible tormenta que,
por algún descuido del Guardián Arquetípico, está cayendo y cae ahora sobre el
mundo, sobre este tren que rueda devorando literalmente el paisaje. Lo
comprendés, Ismael? Esta tormenta no debería estar acá porque no pertenece a
este mundo. De hecho yo tampoco pertenezco a este mundo posible, no soy un gato,
soy el arquetipo de un gato. Como sea. Así sucedieron las
cosas.
A
mi lado el loco Joe exhalaba olor a basurales y de su boca entreabierta caía una
baba insistente. Sería el arquetipo de las babas insistentes? Tenemos que
arreglar algunos quilombitos interesantes, Ismael, pero tenemos que hacerlo
juntos. Lucharla juntos. Una puerta se abrió, una no, varias, pero la más
peligrosa para todos es la puerta de los arquetipos. Si los arquetipos se
pierden o andan dando vueltas por la infinidad de mundos posibles se corre el
peligro de que. De todo. Se corre el peligro de todo. Voy a saltar sobre tu
regazo y acariciarás mi lomo, se abrirán las siete puertas que nos conducirán a
las 400 puertas que nos dejarán, al fin, frente a la puerta, la primera puerta,
la increada. A él dejalo que duerma el sueño de Bruto. Necesita estar bien
descansado, en Puente Alsina deberá rendir algunas cuentas
pendientes.
Pero
eso, por ahora, no nos incumbe, Ismael. Saltaré sobre tu regazo y vos
acariciarás mi lomo. Antes de cerrar el libro que aún permanecía sobre mis
piernas repetí quizá textualmente “ha visto usted alguna vez insectos atrapados
en ámbar? bien, aquí estamos, señor Pilgrim, atrapados en el ámbar de este
momento. No hay ningún porqué”. Y no lo había. Debía haberlo? Guardé el libro,
como pude, en la mochila.
-Fragmento de
la novela "La puerta de los arquetipos"
ESTACIÓN
J. J. ALMEYRA
ESTACIÓN
DEL ABSURDO*
“Nada
os pertenece en propiedad más que vuestros sueños”. (Nietzsche)
ESTACIÓN
DE LA ESPERA
Intentó mirar
las sombras tras espejos trizados.
Estaba allí,
agazapado, toro negro a la espera.
-En la
segunda noche, lo soñó-
-En la
tercera noche, ella durmió sobre la barba de la
piedra.
ESTACIÓN
DE LOS SUEÑOS ROBADOS
Lo soñó tanto
y tanto, hasta robar su sueño.
Día y noche.
Ojos. Ojos y una terrible espera.
Dulce y
amarga muerte hasta doblar la esquina.
De los
bosques sagrados surgen las manos húmedas.
ESTACIÓN
DEL DESEO
Y lo amó
tanto y tanto hasta robar su amor.
Y no había tú
y yo. Macho ni hembra. Me amas y te amo.
Los ojos
aterrados de deseo. Enfermos. Locos. Espectrales.
Solo queda
esto: subsistencia. Y soñaban, que es un sueño la
muerte.
ESTACIÓN
DEL ABSURDO
¿Y los sueños
donde el musgo estalla? ¿Las revoluciones de la
carne?
¿El costo
devaluado de las utopías?
¿Los vientres
arrancados de cuajo? ¿Los dientes?
Lluvia verde
de mierda. Verde mierda. Un solo, absurdo, desolado
grito.
Y lloraban
besando sus voces con sus cuerpos, cabalgando
esqueletos.
-Quizás un
grito de fusil baste, si apuntas en el pecho.-
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
El
amor es un tren que parte...*
"El amor es
un tren que parte, un pañuelo saludando desde el andén, una lágrima que rueda
buscando asirse al recuerdo, imborrable y eterno".
¿Dónde había
leído aquella frase? ¿A quién se la había escuchado decir? ¿La habría imaginado?
¿Estaría escribiendo en el aire? ¿Cuántas cosas puede uno llegar a inventar
cuando lo domina el dolor, cuando la única vía de escape hacia alguna de las
formas del placer es la propia imaginación?
Quizá, lo sea
también un vagón de tren, una locomotora desbocada, un par de rieles que se
pierden en el horizonte.
Subió los
peldaños del vagón con el peso de su propio desamor sobre los hombros. Se sentía
vacío, como si le faltara algo dentro del pecho, eso que hasta no hace mucho le
otorgaba consistencia a su propia persona. Y al mismo tiempo, estaba desbordante
de recuerdos. Extraña sensación la de la pérdida, pensó: te llena la cabeza de
virtualidades, al tiempo que te vacía de
materialidades…
Eludió a los
pasajeros que se demoraban en el descanso, fumándose un pucho en un lugar
prohibido, para encarar el pasillo y deambular apenas hasta encontrar un asiento
vacío donde apoltronarse. Se recostó contra la ventanilla cerrada, cerrándose
aún más el abrigo sobre el pecho, como si el frío interior le brotara por los
poros, estremeciéndole con un escalofrío.
Un silbato se
oyó en la tarde, el suelo del vagón crujió bajo sus pies, y la formación comenzó
a moverse, como se movían las hojas de los árboles que circundaban el andén,
retrocediendo dentro de su campo visual. Oyó el retumbar de la locomotora
dándose ánimos para continuar viaje, y se abandonó a sus –cíclicos- erráticos
pensamientos.
¿Cómo seguir
viaje desde ahora? El asiento que quedara vacío a su lado era algo mucho más
concreto que cualquier símbolo que pudiese representar su actual estado de
ánimo. Vacío de materialidades, vacío de cuerpos, vacío de afectos, vacío…
Eterno y creciente dolor.
De pronto,
descubrió que ya no recordaba ni su rostro. Sentía la ausencia de su figura, su
perfume, su calor. Pero no podía recordar sus facciones. Su cabello, quizás,
oscuro y lacio; más no sus rasgos. ¿Cómo era posible? ¿Estaría acaso comenzando
a olvidarla? Lo dudaba; si así lo fuera, no sentiría este frío que le ascendía
por el cuerpo como gélidas rachas de viento invernal. No: aún la recordaba,
intensamente; este olvido sólo era otro ejemplo más de la constante presencia de
su ausencia.
Clara… Su
nombre apareció en su memoria como un oasis en el desierto. Nombrarla, musitar
ese familiar par de sílabas con un silencioso murmullo, no le hizo recordar
aquel rostro que tantas veces contemplara extasiado, pero le abrió una puerta.
Allí, hecho un ovillo contra la ventanilla del vagón, se abrió delante suyo un
acceso hasta entonces velado por el dolor. Ingresó de pronto en un pasadizo
mental que velozmente lo condujo hacia terrenos inaccesibles para él durante
mucho tiempo; terrenos anímicos que le parecían demasiado extraños, como si le
perteneciesen a otra persona.
El paisaje se
desplazaba hacia atrás, oscilando con el rítmico vaivén del tren; y por encima
de él, emergiendo con una misteriosa luminosidad, apareció ella. Clara,
recortada contra el marco de la ventanilla, como un tierno fantasma que quisiese
penetrar en el vagón y sentarse a su lado, haciéndole compañía en este sombrío
momento. Clara, extendiendo sus manos con ramalazos de un calor pleno de
ternura, deseosa de ahuyentar para siempre esta devastadora languidez que le
enturbiaba los afectos.
Su rostro se
acercó al suyo, y aunque percibía el aroma de su piel, aún no conseguía
discernir sus rasgos. Podría ser ella, u otra cualquiera. Pero era Clara, no
había ninguna duda. Su corazón se lo afirmaba, más que su razón. ¿Razón?
¿Existía alguna clase de racionalidad en este momento dentro suyo? Su mano
derecha se aferró aún más a las solapas del abrigo, queriendo asirla, retenerla,
abrazarla…
El calor se
extendió por debajo de sus axilas, rodeando su cuerpo, mientras una boca
respiraba ansiosa sobre su cuello. La calidez se desplazó hasta rodear sus
muslos, mientras una leve pero creciente excitación comenzaba a dominarlo. El
frío que sintiera hasta entonces parecía haberse extinguido. Clara volvía a
abrazarlo, a quererlo, a darle más de su calor…
Entreabrió la
boca, buscando robarle un beso. Sus labios se encontraron con cierta torpeza,
intercambiando sabrosas humedades que ya parecían no recordarse. Su mano quiso
desplazarse, pero sólo consiguió aferrar apenas el hombro izquierdo,
entrecerrando los párpados, mientras un brazo virtual, luminoso y protector, se
desplazaba sobre la brillante piel de la espalda de Clara, y su boca se deshacía
del encuentro labial para recorrerle un hombro, inhalando ese perfume que tanto
deseara y lo embriagara durante días, semanas,
meses…
Entonces
descubrió, apenas registrando el escaso contacto que tenía con la realidad que
lo circundaba, que el duro asiento del vagón había dado lugar a un mullido
sillón de pana, iluminado por una tibia lámpara de pie, que le recordaba una
agradable y soleada tarde de otoño. Clara se movía sobre sus muslos, sin dejar
de adherirse contra su cuerpo, con una indescriptible desnudez. Los besos
recorrían infinitas distancias, procedentes de un ayer tan maleable que muy
pronto se convertía en este presente, reactualizado, vívido,
inmortal…
Los brazos de
él la aferraron vigorosos, rodeándole la espalda y la cintura, impidiendo que se
aleje, provocando que ambas caderas se refregaran entre sí, aumentando el
imaginable caudal de excitación. Clara gemía sobre su oído, suspiraba
entrecortada, le mordisqueaba el lóbulo de la oreja, al desplazar sus tibias
manos por encima de sus tetillas, rozándolas apenas con sus pezones al izarse y
dejarse caer, volviendo a besarlo, hundiéndole la lengua, cerrando ambas piernas
para apretarlo cada vez más.
La excitación
de él cobraba vigor muy rápidamente, como hacía mucho tiempo no experimentaba.
El frío lo había abandonado. Volvía a sentirse amado, deseado, efecto que
retribuía con ardor, mientras el traqueteo del tren lo mecía a un lado y al
otro, potenciando el vaivén amoroso que le imprimía Clara con sus ondulantes
arqueos, sinuosos movimientos que alejaban de sí toda
realidad.
Hasta que ya
no pudo resistirse más y se dejó ir, liberando sus recuerdos, abriendo los
brazos para recibirla y entregarle su savia, permitiendo un encuentro tantas
veces negado, compartiendo ese calor inenarrable que siempre deseara retener
junto a su corazón. Y así la recordó, sus rasgos afilados, los ojos claros, una
nariz recta que prevalecía sobre unos labios pequeños pero carnosos, las cejas
oscuras y tupidas, la tensa expresión orgásmica de un intenso amor que por
siempre existiría dentro suyo…
Recordó la
liviandad con que encaraba la vida al estar junto a ella, la etérea sensación de
volar sobre las calles y las playas durante los extensos paseos que disfrutaran
juntos, la trascendencia de cada detalle hecho signo, el calor que le
transmitiera su mirada durante tanto tiempo, la consistencia de un vínculo que
le otorgaba solidez e impedía que se desmembrara en su propia confusión.
Comprendió el estatuto que había adquirido el peso de la propia angustia al
estar alejado de ella, el horror que experimentara cada noche que se acostara a
solas en una cama absurdamente vacía, con la noche por delante y el sueño
resistente a abrazarlo, para conducirlo dentro de ese mágico espacio que creaba
cada noche para reencontrarlo con su deseo. Supo que, al convertirse el amor en
algo tan leve y el desamor en algo tan pesado, aquello podía conducirlo a una
locura tan adherente que jamás conseguiría apartarse de ella, al menos mientras
viviera, cargando con aquel dolor hasta el final de sus días. Y el calor que
recordara sobre este preciso vagón de tren sólo sería un vano espejismo de los
momentos idos, insustancial y evanescente.
Se resistió a
recordar más, a enfrentarse con el dolor, a tolerar la realidad. La creciente
sensación cobró una entidad casi física a lo largo de todo su cuerpo. Entonces
se dejó ir, llevado en brazos por un orgasmo de raíces tanto físicas como
mentales, arropado por una tibieza solar que provenía de sus profundidades
anímicas más entrañables, abrazando a su propia Clara en un instante amoroso que
él hubiera deseado no se acabase nunca…
Así, mientras
continuaba alejándose del dolor de la ausencia, se dejó llevar por el traqueteo
hasta la próxima estación, rogando porque siempre existiese una estación más en
su camino, y esa extensa vía que lo conducía al recuerdo jamás tuviese un
final.
*
Amor;
exiliada de tu estación
me
doy cuenta
que
hay en mi costado
un
vacío
que
duele.
“La
vida es una sola y hay que vivirla” *
Sumergido en
las atrayentes imágenes del libro que venía leyendo desde hacía ya varios días,
muy bien luminado a través de la –detalle inusual- ventanilla limpia del vagón,
apenas reparó que alguien se sentaba a su izquierda, muy junto a él. Sólo cuando
el intenso perfume que emanaba de aquella figura lo alcanzó, algo urgente y sin
palabras lo impulsó a girar la cabeza, aunque no directamente hacia su rostro
–siempre le había costado mirar de frente a alguien, como si en ese único gesto
se adivinase algún oscuro deseo inconfesable, quizá hasta para sí mismo-, y así
descubrir un hermoso par de piernas, enfundadas en medias negras, que pronto se
cruzaran una con la otra, apenas cubiertas por una cartera sobre el
regazo.
Inhaló
gratificado aquel aroma -Dior Addict, aunque él no lo supiese-, y deliró con
sentirlo aún más de cerca, impregnado sobre la piel. No se animaba a levantar
mucho más la cabeza en dirección a ella, por lo que sólo conseguía solazarse con
aquellas rodillas casi perfectas y unas manos largas, cubiertas de anillos,
finos y delicados. La imagen lo perturbaba, por lo que prefirió continuar con la
lectura. Pero apenas si llegó a leer un par de renglones, distraído por
completo, para volver a hipnotizarse con aquellas piernas, en un breve y fugaz
vistazo que lo incitaba a más, mucho más.
Decidió que
había una única manera de contemplarla; así que levantó la cabeza por sobre su
hombro, como si mirase algo a sus espaldas que súbitamente le llamase la
atención, y divisó un fragmento del pasillo del vagón a medio llenar, para luego
demorarse apenas unos segundos, mientras giraba la cabeza a su posición inicial,
en el perfil de su compañera de viaje.
Morocha, de
cabello ondeado, cejas finas, enormes ojos claros, nariz recta, pómulos altos y
marcados, labios carnosos y mentón delicado, descendiendo hacia un cuello terso
y suavizado. El retrato de un segundo crucial, detenido y analizado hasta el
hartazgo en su mente durante los próximos instantes. Composición de la imagen
que se completó en el segundo siguiente, recorriendo el trajecito azul claro, el
escote de la remera blanca que le abría el camino hacia un paisaje de inauditas
delicias pectorales, y una cartera de cuero negro con que se cubría la falda
azul, seguramente haciendo juego con el saco del
trajecito.
Regresó muy a
su pesar a mirar el libro que inútilmente sostenía entre sus manos. ¿Cómo hacía
para volver a leer después de haber visto semejante belleza? ¿Qué hacer a
continuación, entonces, si cerraba su libro? Miró por la ventanilla, en
dirección contraria a lo que su deseo le dictaba, y contempló un paisaje urbano
anodino, carente de todo interés. La hermosura del paisaje estaba en otro
lado.
Hojeó el
libro distraído, como si buscase algún párrafo olvidado. Su mirada volvía
intermitente hacia esas piernas, que ya casi comenzaban a excitarlo físicamente.
Volteó la vista hacia ella de improviso, pero la mujer miraba en dirección
contraria, más allá del pasillo, con aire sutil y elegante. Bajó sus ojos hasta
encontrarse de nuevo con aquel busto de belleza inenarrable, y recién ahora, en
una segunda apreciación y con un ángulo más estrecho que la primera vez,
consiguió distinguir el borde de la puntilla blanca del soutien. La creciente
excitación tuvo un empuje inesperado, molestándole ya dentro del
pantalón.
Desvió la
mirada hacia delante, avergonzado de sus indiscretas incursiones. Respiró hondo,
mientras la adrenalina le surcaba las arterias, potenciando el despliegue de un
deseo largamente contenido, inhabilitado de expresión. De pronto, sintió que el
asiento del vagón le resultaba muy estrecho, casi pequeño, como si su estado de
ánimo se desplazase hacia su condición corporal, y hubiese ido aumentando de
tamaño durante los últimos diez o quince segundos, otorgándole una
predisposición hacia el encuentro más que
favorable.
Jugueteó con
el señalador del libro, sin saber dónde ubicarlo, hasta que lo dejó caer entre
la contratapa y la última hoja, y volvió a mirarla.
Encontrarse
con ese bello y dulce par de ojos turquesas que lo miraban de frente, en su
máximo esplendor, lo congeló de la emoción, incapaz de hacer o decir nada.
Mirada fugaz -siempre sutil y elegante- de su compañera, que luego se desvió
hacia la ventanilla y su escasa oferta panorámica, para inmediatamente mirar
hacia delante, quitándole a él todo tipo de presión que hubiese podido
experimentar durante esa maravillosa fracción de la
mañana.
El sudor le
corría bajo las axilas, empapándole la camisa. Comenzó a sentir la boca seca, y
cerró el libro de una buena vez para buscar en el bolsillo del saco el paquete
de caramelos masticables a medio consumir. Para introducir su mano izquierda en
su propio bolsillo, pero rozar involuntariamente el flanco derecho de ella, su
cadera enfundada en una falda angosta y provocativa -¿cómo sería cuando se
pusiese de pie?; mejor no pensarlo, o su pantalón estallaría…-, un contacto tan
leve que hasta parecía no haber ocurrido jamás. Ella se removió apenas, pero a
él le pareció que sólo para poder acercarse más… ¿Sería cierto, o su imaginación
ya se estaba desbordando, como de costumbre?
Los
vendedores ambulantes iban y venían con su monótona y hasta casi estridente
cantinela, pero apenas si reparó en ellos, como así también en el guarda que
solicitaba los boletos. Sólo que en el último instante descubrió que era la
mejor oportunidad para mirarla sin culpas, y hurgó en el bolsillo superior del
saco, junto a su corazón, en busca del boleto, mientras las gráciles manos de
ella le extendían el propio al guarda. Él hizo el mismo gesto, sólo que
tendiéndoselo a ciegas, obnubilado ante la contemplación de su perfil –que se
concentraba en el rutinario movimiento de guardar el boleto en el bolsillo
exterior de la cartera-, incapaz de comprender cómo había sido posible que la
fortuna lo hubiese agraciado con semejante premio aquella
mañana.
Hasta que el
guarda le tendió el boleto de regreso, y los increíbles ojos de gata de la mujer
–una vez desentendida del propio boleto- se clavaron en los suyos, sorprendidos
con la guardia baja, muertos de vergüenza, incapaces de
esconderse.
Quiso -lo
quiso con toda su alma- sostenerle la mirada… Pero no pudo. La bajó hacia el
boleto, volvió a esconderlo en el bolsillo superior del saco, y se entretuvo
abriendo el paquete de caramelos, experimentando un rubor vigoroso y arrasador a
lo largo de sus mejillas.
Entonces ella
respiró muy hondo, o eso le pareció a él, mientras de reojo miraba cómo
descruzaba y volvía a cruzar sus hermosas piernas, rozándole apenas la rodilla
izquierda. Tal vez no fuera una inspiración, sino un suspiro; un suspiro hondo,
por supuesto, muy hondo, que declamase en silencio el inequívoco estado de sus
sensaciones, acaso desbordantes como las suyas…
Y él, aún sin
saber qué hacer, empujado hacia el borde del abismo tan violentamente que no
pudo reponerse del vértigo que aquello le causaba, extrajo un caramelo, comenzó
a pelarlo, y continuó contemplándose a sí mismo desde una postura casi externa,
como si se hallase ubicado en el asiento de enfrente, mirando el cuadro completo
de la escena, y se riese de su propia torpeza, actuando de manera mecánica,
mientras ella seguramente lo miraba de reojo, o quizá –para aumentar aún más su
pequeña gran humillación- le disparase una mirada directa, ineludible, como si
en silencio le gritase un airado: “¿Y, qué esperás? ¿Te parece que tengo toda la
mañana para vos?”
Se metió el
caramelo en la boca, agradeció el dulce sabor a frambuesa sobre su lengua, y
aunque le costase un enorme esfuerzo, decidió ofrecerle el paquete. “No vale la
pena”, pensó para sí mismo; “esta mina jamás podría darte bola”. Pero a su vez,
sabía que el NO ya lo tenía, y nada de lo que evitase hacer podría cambiar ese
estado de cosas. Así que contuvo la respiración, y saltó sin
paracaídas…
Giró la
cabeza hacia ella y le tendió el paquete, casi a punto de decirle algo, en el
exacto momento en que el tren se detenía en la estación anterior a la que él
debía llegar, ella se ponía esbeltamente de pie, luciendo un trasero tan
consiste y maravilloso que lo dejó sin aliento, y avanzaba hacia la puerta con
paso decidido, sin mirar hacia atrás. El mundo pareció derrumbarse para él, o
mejor dicho: el mundo se le abalanzó a una velocidad inusitada, al aproximarse
demencialmente hacia el piso y estrellar sus ilusiones, sin posibilidad alguna
de poder reflotarlas. “La vida es una sola y hay que vivirla”, solía decirle un
amigo suyo. “Dejá de esconderte dentro de un
libro”.
Quiso ponerse
de pie, seguir la trayectoria de aquel inaudito contoneo de cadera, con nalgas
firmes y bamboleantes, y extender su brazo hacia delante, alcanzándole el
paquete de caramelos, ofreciéndole una pequeña dulzura en compensación por tan
inmensa y fantástica excitación. Llegar a posar unos trémulos dedos sobre aquel
hombro trajeado, apenas rozar la suavidad de aquel cabello oscuro, oler muy de
cerca el cautivador aroma de su perfume. Decirle algo, conseguir articular
aunque sea una única frase, alguna oración por la que ella pudiese recordarlo
durante el resto del día, y hasta quizá aguardase hasta el próximo viaje en
tren, en el que sus destinos volvieran a cruzarse, ambos expectantes ante tamaña
idea. Y contemplar una vez más, sin llegar a desprenderse de ella, menos aún de
su recuerdo, ese glorioso par de ojos color turquesa, que parecieron querer
atravesarlo momentos antes, y que ahora se fugaban en busca de un paisaje
diferente.
Pero no pudo.
Permaneció sentado donde estaba, contemplando esa delgada silueta que descendía
con suprema elegancia el par de escalones que la separaban del andén, sin volver
la vista atrás, atrayendo la mirada de cuanto varón se encontrase en los
alrededores, mientras él aún sostenía el paquete en la mano, con dedos
sudorosos, cierta presencia se extinguía definitivamente dentro de su pantalón,
y el libro que viniera leyendo hasta entonces resbalaba entre sus piernas hacia
el suelo del vagón.
“La
vida es una sola y hay que vivirla. Dejá de esconderte dentro de un
libro”.
*
el andén está
solo
solo
vacío
continente
sin contenido
se han robado
la campana
y el cartel
no dice nada
descascaradas
paredes aún conservan
algún que
otro corazón donde el amor
se juraba
eterno en las partidas...
andando
andenes ando
dice el
loco
andando
andenes ando
ando andando
andenes
porque el
tren viene
y lo
miran
lo miran
pensando pobre loco!
el tren viene
a las ocho y cuarto
y yo lo
espero
y yo la
espero porque dijo que volvía
que sólo era
un tiempo
no una
despedida...
las vías
llenas de yuyos lo desmienten
los
durmientes dormidos no despiertan
el tren no
traquetea ya hace años
el loco
repite como una letanía
ando andando
andenes
y
en la
vía
aparece un
tren que trae la vida...
***
Próxima
estación para escribir:
GOBERNADOR
ORTIZ DE ROZAS
JOSE
RAMÓN SOJO. ÁLVAREZ DE TOLEDO. POLVAREDAS.
JUAN
ATUCHA. JUAN TRONCONI. CARLOS BEGUERIE.
FUNKE.
LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN
GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN
SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR
OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA
VEGA.
D.
SÁEZ. J. R. MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN
ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA.
GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
Estaciones
literarias por visitar en el Ferrocarril Midland:
INGENIERO
WILLIAMS.
GONZÁLEZ
RISOS. PARADA KM 79. ENRIQUE FYNN.
PLOMER.
KM. 55. ELÍAS ROMERO.
KM.
38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO
GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO
CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA
SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM
12. LA SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA
FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE
ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
***
InventivaSocial
Plaza
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