ESTACIÓN PERGAMINO.
INVENTREN
Un viaje de literatura y noticias por vías y estaciones abandonadas de Argentina.
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Mi padre*
El silencio de la noche
juega con mis pensamientos
y dibuja en el aire
el nombre de mi padre.
Una sonrisa ilumina mi rostro
cuando regresa su alma
por un sendero florido
con aroma a sueños.
Me salpican los recuerdos,
su figura se aproxima,
el brillo enciende sus ojos,
late fuerte mi corazón.
Sus manos me acarician,
su voz me inunda de magia,
una lluvia de amor
cae sobre mi ser.
Entre lágrimas y risas
disfruto sus cálidos abrazos,
la hermosa luna me espía
y comparte mi alegría.
*de María Griselda García Cuerva. mg_cuerva@yahoo.com.ar
Estación PERGAMINO
1*
Soñaba que estaba en una estación de trenes, desnuda y ansiosa por conocer distintas estaciones: Comencé a mirar los carteles y curiosa leía: locura, destino, mujer, hombre, padres, hijos, alegrías, amor, melancolías, soledad, matrimonio, esclavos, creación, felicidad.
No sabía que dirección tomar y estaba convencida que quería viajar a todos esos lugares. Por lo cual, decidí sacar un abono y me dirigí a la boletería, allí estaba un Sr., serio, circunspecto y de pocas palabras, que vendió las series con discreción. Quise preguntarle como empezar mi aventura, pero su indiferencia me inhibió tanto, que no me animé a interrogarle.
Así, me dirigí al tren, bastante insegura y ... comenzó la travesía y sin pensar demasiado, me entregué al recorrido mirando por las ventanas del enigmático convoy. Había muchos pasajeros: hombres, mujeres y niños. También ancianos que les costaba mucho estar de pie, llevaban sus años en sus maletas, de cuero manchadas, pero con dignidad.
No sabía donde bajarme y en estación locura me quedé.. Haciéndome la valiente comencé a deambular sobre la acera, inquieta por la suerte que me podría tocar. Caminando despacio observé seres que detrás de sus espaldas tenían alas de verdad, no podía creer lo que mis pupilas veían y asombrada estaba a punto de gritar, no comprendía por qué en esa ciudad
Estaban los locos con su capacidad de volar. Pero no podían hacerlo, sus alas estaban atadas con una camisa de fuerza, quizás de tanto remontar. De inmediato giré asustada, horrorizada, alguien en mi espalda puso su mano y me dio tal susto que por poco me caigo. Se acercó un hombre joven, de piel blanca y de ojos grises y susurró a mi oído, hija, aquí no te quedes , es macabro este lugar. Toma el tren para otro lado no te quedes, te podés contagiar. Así , fui corriendo a la terminal y esperé a que el transporte me dejara en otro paraje. Nuevamente subí y me senté en un vagón insegura, pensando a dónde podía parar, cuando se detuvo en melancolías - como siempre- entrometida, salté y me quedé. Era un paraje de tinieblas, no tenía miedo, estaba la calle tan gris, que mis zapatos se empezaron a humedecer, aparecí. Parecían derretirse en ese humo pegajoso, no me gustó. Me fui casi sin respirar. No quería empaparme de ese vaho que paralizaba mis pulmones. Nuevamente fui a buscar el ferrocarril . Tenía boletos de sobra.
Cuando llegó, ya sabía donde me iba a quedar, cuando vi el letrero de hombres, agitada me lancé a las veredas. Me dije, esta es mi oportunidad. Que contenta estaba: había tantos para elegir: morochos, rubios, pelados, altos, con guita, deportistas, se me hacía agua la boca...de mi cartera saque un espejo y delineé mis labios con sabor rojizo, estaba sonriente y dispuesta a acercarme a un morocho de barba, muy elegante, muy atractivo, pero al descubrir mi intención me sentí presa de una inocente cobardía y me dije: aún no estás preparada, ándate no busques en él lo que no encuentras en vos. Y me fui, cabizbaja hacia otra cuidad.
En las vía férreas , encontré nuevamente al vendedor de pasajes, el mismo individuo que parecía tan tranquilo, le inquirí cual era el mejor pueblo para mí, pero no contestó mi pedido. Desanimada emprendí mi traslado, subí al coche, expectante y comprendí que debía elegir sola mi rumbo. El vehículo se puso en marcha y me quedé dormida, en ese sopor que te envuelve pero que te permite estar consciente de lo que ocurre. Estaba recorriendo mi historia en pocos segundos, pasaban los paisajes de la niñez, como si estuviese viendo una película, veía a mi abuela con sus ojos tan celestes que tanto amaba, mi perra collie que corría por el césped jugando a las escondidas, mi cara era regordeta y tenía un hoyuelo en la mejilla derecha, que la hacía re simpática. Así fui transitando mi adolescencia, repleta de amigas y de amigos y novios que bailábamos abrazados con la música de los Beatles o Gary Cooper y de Unión Caps, que linda manera de conocernos y empezar a sentir el amor. La que no tenía novio estaba fuera de onda. . Me despertó el guarda en el paraje Mujer. Bajo empujada, apresurada y cuando llego al sitio encontré un montón de maniquíes que no me gustaron. Me fui a quejar a la oficina de turismo y el mismo Sr. (El de la boletería) me indicó con una seña, que me dirigiera a un lugar cerrado . Cuando llego al lugar, me sorprendió la calidad del silencio. Pensaba que habría mucho bullicio, pero me confundí. Abro la puerta de entrada y al pasar encuentro un salón de espejos, intrigada comencé a mirar y lo único que veía era mi cuerpo, reflejado en uno, en dos en diez y en mil retratos. Estaba de frente, de costado, de atrás , alta, gorda, petisa. Que diablos hacía allí? Estaba confundida, perpleja, donde estaban las mujeres? Me habían estafado? Me quedé quieta y lentamente intente Mirar las imágenes que amanecían de a mil. Quién era esa que estaba enfrente de mí? Y las otras? Tenían mis colores de ojos, mis cejas unidas, mi pelo lacio y suave como la pluma de un cisne, estaba absorta observando mis diferentes facciones y facetas de mujer. Cómo podía hacer una sola? Miraba por sobre mis hombros y en cada pestañear encontraba una cara nueva, como las facetas de un diamante en bruto. Emocionada miraba mis ojos verdes, que se llovían celestes y grises y veteados de miel. Eran tan bellos, tan intensos resplandecía tanta luz que me hizo sentir el amor. Habrá pasado un minuto, una hora, no interesaba cuanto tiempo, había descubierto en ese espacio la delicia de ser yo. Me convencí pellizcando mis pierna. Me fui, no llevaba nada más que esa sensación de concebirme mía, no quería seguir andando. Me dirigí a la calle y estaba el Sr., de los boletos, era mi analista, que sonrió al verme vestida de mujer.
*de Azul. azulaki@hotmail.com
2*
Hacía apenas tres días que Laurita se había mudado al campito del abuelo para transcurrir sus vacaciones estivales; y, la verdad sea dicha, ya se encontraba bastante aburrida. Pensar siquiera en las semanas que le quedaban por delante para que regresara a su casa, sólo acrecentaba su melancólico mal humor. ¿Por qué la habían castigado de esa manera sus padres, yéndose de viaje a conocer la Isla de Pascua en una segunda –y acaso vana- luna de miel, mientras ella debía padecer aquel solitario tormento? Por más que le daba vueltas y vueltas en su cabeza, a pesar de la notable inteligencia que había desarrollado para sus escasos diez años de edad, le era imposible darse una respuesta válida.
Deambulaba por los alrededores sin entusiasmarse demasiado con nada. El paisaje la fastidiaba. Extrañaba ver televisión, jugar ocasionalmente con la computadora de su hermano, encontrarse con sus amigas para escuchar música, como haría cualquier chica de su edad; o simplemente permanecer en su casa, escribiendo en su diario. Aquí, en cambio, todo obtenía un carácter soporífero. Por más que le fascinara la lectura, placer que heredara con orgullo de su padre, por el que llevase consigo de vacaciones varios libros de cuentos, y alguna que otra novela, no conseguía concentrarse para sentarse a leer -como su papá Augusto le había prometido que disfrutaría, en un último intento para convencerla de ir a pasar aquella temporada con los abuelos- trepada en las ramas del coposo árbol de la estancia, o sin concretar acrobacias, al menos entre sus mullidas raíces, cubiertas de vegetación. No había caso: el campo la deprimía.
El abuelo había comprado aquel terreno cuando su papá era muy joven, ni bien clausuraran el ramal ferroviario de trocha angosta que solía atravesar aquellos campos. Por entonces, desbordantes vagones de carga desfilaban delante de la otrora estación, edificio que actualmente constituía parte de las edificaciones de la estancia familiar. En ese sentido, su abuelo era un purista; había mantenido intacto el carácter tradicional del inmueble, conservando ciertos detalles propios como las campanas, las inscripciones en determinados carteles, las ventanillas… ¡Con decir que la antigua boletería se había transformado en su estudio particular, y la oficina del Jefe de Estación en su propio dormitorio!
Aquellos detalles resultaban por completo superfluos para Laurita. Ella era curiosa por naturaleza, aunque su atención no pudiese mantenerse en pie durante mucho tiempo. Se cansaba fácilmente de las cosas, por lo que solía aburrirse bastante seguido. Y en el campo era peor. Por eso, a los tres días de estar allí, ya había recorrido todo lo que le resultara de interés. Tendría que hallar algo que la sorprendiese de verdad, a fin de no llegar a pensar seriamente en colarse en el primer vehículo a motor que apareciese por allí, ocultarse debajo de alguna manta o cajón, y fugarse con enorme prisa hacia Buenos Aires, a la casa de alguna amiguita o pariente que la cobijara con excesiva discreción; ya vería dónde.
El hecho sorprendente llegó de la mano de Teresa, la cocinera de la estancia, mujer enorme tanto de cuerpo como de corazón. La mañana del cuarto día, al comprobar el rostro compungido y de mirada triste que Laurita presentaba por encima de la humeante taza del desayuno, Teresa se acercó hasta ella por detrás y le susurró:
-Una niña tan seria y bonita no podría andar por ahí con esa cara si supiera el secreto que yo sé…
Laurita la miró, apenas motivada frente al imaginable tedio que la aguardaba durante el resto del día. Teresa continuó:
-Y los secretos, al ser compartidos con ciertas personas especiales, se vuelven mágicos…
Aquello venció cualquier barrera de sospecha que la niña pudiese esgrimir frente a las diversas motivaciones que la entrañable mujer pudiese formularle. Y la hostigó a preguntas, sintiendo cómo se desperezaba su inquieto sentido por la curiosidad. Teresa finalmente, luego de hacerse desear durante unos minutos, le narró la antigua historia que circulaba por aquellos pagos desde hacía varias décadas.
A escasos doscientos metros de la casa, donde las densas ramas de los árboles crecieran formando una protector túnel vegetal, se extendían en el pasado los rieles de la trocha angosta del antiguo ferrocarril. Y allí mismo, un tiempo después de haberse cerrado aquel ramal, comenzaron a ocurrir cosas muy extrañas. Misteriosas luces que se veían en las noches de luna llena, distantes silbatos de tren, locomotoras que aceleraban en medio de la noche… La peonada siempre se asustaba hasta los huesos cuando despertaba del sueño a causa de semejante presencia, y todos afirmaban que un tren fantasma surgía del olvido, negándose a detener su marcha, a pesar de las decisiones humanas. Sólo algunos valientes podían acercarse y jactarse de haberlo visto. Pero para ello, había que llegar hasta el lugar de la mano de alguien que supiera las palabras mágicas para convocar a los espectros…
-¿Y cuáles son? -, exclamó Laurita, olvidada del desayuno, con la mirada fascinada por completo al escuchar atentamente a Teresa.
-Hay que pararse debajo de la Cruz de San Andrés y repetir las palabras mágicas que rezan en ella, haciendo caso de cada una de sus advertencias. Pero una niñita de ciudad como vos no tendría que ir sola. Podría acompañarte yo, en una de estas noches. Claro que, mientras esperamos el momento de ir, vos a cambio podrías ayudarme con algunas cosas que tengo que hacer en la estancia. Juntar los huevos en el corral, por ejemplo…
Con ello, Teresa consideró que la mantendría ocupada durante unos días, a fin de que fueran pasando las vacaciones, retrasando la fecha del futuro encuentro espectral. A Laurita, en cambio, el arreglo no la convenció para nada. Sin embargo, ya conocía el hecho fundamental: el corazón del secreto, y la clave para acceder a él. Y había diseñado su propio plan. Sólo hacía falta que se hiciese de noche, y pudiera escabullirse sin ser vista.
La emoción la carcomió durante toda esa tarde. Las horas se demoraban pegajosas sobre la esfera de los relojes, y a diferencia de lo que Teresa se esperase, la niña no volvió a abrir la boca respecto de aquel tema. La mujer creyó al caer el sol que su estrategia de entretenimiento no había dado resultado, y no volvió a mencionar el tema.
Laurita, en cambio, aguardó hasta que todos se hubieran acostado, y ni bien dejó de escuchar los habituales ruidos que realizaban sus abuelos por las noches, se escabulló fuera de la habitación en puntas de pie, abrigándose con un saco abierto por encima de su camisón, calzada con sus resistentes ojotas todo terreno, y salió de la casa por la puerta de la cocina. Una vez que se hubo alejado unos metros de la casa, encendió la pequeña linterna que se había traído de Buenos Aires, y caminó sin prisa hacia la enramada, bajo la tenue mirada de las estrellas.
Soplaba una fresca brisa que agitaba levemente las ramas de los árboles. Aquel rumor la inquietaba, aumentando la sensación de soledad que experimentaba de golpe, aunque al mismo tiempo la impulsara hacia la aventura; como si lo desconocido muy pronto le deparase una sorpresa inimaginable. Avanzó entre los pajonales y los ruinosos restos de la vía, carcomida por el óxido y casi sepultada por el polvo acumulado por los años, hasta detenerse delante de la antigua señal, cuyo poste –milagrosamente- aún se conservaba de pie.
Aquello debía haber sido un paso a nivel, el cruce entre la vía férrea y acaso algún camino municipal. Allí permanecía, incólume, la cruz acostada, con sus letras aún legibles, inscriptas en cada uno de sus brazos. Laurita respiró hondo, fascinada ante la perspectiva de lo siniestro; señaló con firmeza el haz de la linterna sobre la señal, confiando en realizar los pasos necesarios para convocar la presencia de los espíritus viales, y recitó en voz alta:
-“Cuidado con los trenes”……Claro que tengo cuidado, aunque ya no pasen por acá… “Pare”, estoy parada, “mire”, miro para un lado y para el otro, “y escuche”, a ver, qué se escucha……
La brisa susurró entre los árboles nuevamente, quizá remedando alguna misteriosa conversación, incomprensible para quien no supiera entender el idioma; y por un instante, más allá de los quejidos de algún cerdo trasnochado en los corrales, nada se escuchó. Laurita sintió que comenzaba a hacer frío, y se estremeció. Entonces, proveniente de territorios en extremo lejanos, creyó escuchar el agudo silbato de un tren.
Contuvo la respiración, temerosa de moverse, aunque un impulso la llevó a mirar en ambas direcciones otra vez. Sólo al reparar varias veces sobre uno de los extremos consiguió divisar, en los confines del horizonte, la débil luz amarillenta de un faro de locomotora.
Se le aceleró el corazón, y comenzó a reírse entre dientes, sin motivo, víctima de su propia travesura. El faro se acercaba muy velozmente, demasiado como para que aquella luz perteneciese a una locomotora real… Y de pronto, la brisa se transformó en un considerable ventarrón, que agitó las ramas con violencia, asustándola aún más. El viento le golpeó en la cara, despeinándola hacia atrás, obligándola a entrecerrar los ojos. Entonces, una negra e imponente locomotora, con el número 0410 inscripto en enormes caracteres blancos debajo de la ventanilla de la cabina, se le apareció delante suyo en todo su esplendor, con el ardiente vaho de su motor diesel quemándole la cara.
Laurita gritó, pero nada se oyó por encima del tronar del silbato y el chirriar de los frenos sobre unos rieles misteriosamente relucientes, extraídos de quién sabe qué otro ramal en servicio actual e ininterrumpido. El motor regulaba constante mientras la formación recorría los últimos metros hasta detenerse por completo. Y en ese último tramo de recorrido, Laurita contempló azorada el interior de los vagones.
Dentro, hombres y bestias se debatían en caótico desenfreno. Una luz espectral se derramaba sobre ellos, emergiendo sin piedad hacia aquella virgen enramada pampeana. Los caballos coceaban los asientos de madera que aún quedaban en pie, haciéndose lugar, girando sobre sí mismos, mientras los hombres, semidesnudos, con los brazos extendidos hacia delante y las caras aterradas, intentaban eludir esos briosos cuerpos, queriendo escapar de un destino prefijado de antemano. Relinchos y alaridos ensordecieron la noche, mientras una voz, amplificada por ominosos parlantes, ordenaba:
“¿Quiénes son tus compañeros, hijo de puta? ¡Hablá de una vez! ¿O querés que te hagamos un poco más de `submarino seco´? ¡Hablá!”
Un destello eléctrico. Olor a carne quemada. Y esos gritos…
La cabeza de un caballo, con los ojos desorbitados y mostrando los dientes, asomó por el hueco de la ventana faltante de la puerta más cercana a Laurita, quien temblaba como una hoja, a punto de orinarse encima, y sin dejar de iluminar con su linterna. El animal se debatía furioso, sin conseguir escapar del vagón, empujado por detrás por otro caballo, tan encabritado como él, y por algunos hombres, pálidos y barbados, algunos “tabicados” con sucios trapos, surgidos casi como de las imágenes en sepia de un sórdido campo de concentración. Entonces, aún sin comprender la totalidad de lo que ocurría delante de sus ojos, Laurita observó que el caballo se retiraba, y que los bordes de aquel hueco del ventanal comenzaban a derramar un líquido oscuro pero brillante: sangre.
Y antes de que ella respirase lo suficiente como para lanzar el alarido, la siguiente aparición la dejó sin aliento.
Forcejeaba con uno de aquellos hombres, intentando que volviera a meterse dentro del vagón. Pero su silueta era inconfundible. Y al reparar en su presencia, luego de dominar al pobre infeliz, la miró de frente, con expresión de reproche, y absoluta firmeza en la voz al exclamarle:
-“¿Qué estás haciendo acá vos???”
Y Laurita, antes de huir aterrada hacia la casa, estremecida por la inexplicable presencia de Augusto, su papá, a bordo de aquel funesto tren fantasma, chilló…
Treinta años después, un alarido similar brota de sus labios -dando comienzo a un cíclico insomnio que se prolongará durante semanas- al sentarse de golpe sobre su cama, respirando agitada, rodeada de silencio y de penumbras, mientras los fantasmas que acudieron aquella noche bajo la enramada, como mudos testigos de …¿un país que ya no existe?…, aún desfilan erráticos delante de sus ojos, inmensamente abiertos, aunque cargados de pesadilla…
*de Aldima. licaldima@yahoo.com.ar
3. EL DESVÍO*
A Carlos Melidoni
"El tanque de agua es lo más alto", decía cuando fui por primera vez al desvío. Lo comparaba con la señal, aunque nunca los había medido. No es que polemizara con alguien. Lo que sucedía era que el tanque de agua del desvío se presentaba a mi vista como algo vigoroso, algo de mi preferencia. Un grueso caño descollaba de su cuerpo como un brazo robusto que se doblaba en el codo, le colgaba una manga raída, dando la sensación de cercenamiento.
Ahora no se usa más, sólo un goteo pertinaz cava un hoyito entre las dos vías. Ahí beben los pájaros del monte. Las locomotoras de vapor no aplacan más su sed en el tanque del desvío.
Transitan otras, las locomotoras diesel. Pero el tanque está ahí, monumental. Regaba al pueblo, daba de beber a los pobladores y al ganado, aquietaba los médanos que rodean al pueblo. Digo pueblo: un almacén de ramos generales, una carnicería -matadero, un galpón que funcionaba como taller mecánico, el herrero arreglaba arados, rejas, varas de carro, armaba tranqueras, reparaba todo, era un ramos generales metalúrgico. La estafeta de correo funcionaba en la misma oficina de la policía, y contiguo, un
dispensario de primeros auxilios. Casas de ferroviarios no existían. El único personal ferroviario asignado vivía en la misma pequeña estación de ese desvío.
Mi viejo no se movía para nada del cuadro de la estación. No practicaba vida social alguna en el pueblo, no concurría al boliche, a pesar de saber los diagramas fijos de los trenes y tener tiempo de sobra. Los momentos por esos lugares eran anchos y largos, y siempre estaban disponibles. Así y todo, el viejo no quería alejarse. Estaba atento a las campanillas o al repiqueteo del telégrafo. Se apartaba, pero la distancia la medía con el oído. Por las tardes, orillando el pueblo, aparecían hombres silenciosos de
a pie o a caballo, como si fueran un desprendimiento del monte, eran los puesteros y peones de las estancias. Digo, ni siquiera en ese momento tomaba distancia, porque a mi viejo le gustaba escuchar a esos hombres. Era un buen oidor, degustaba la palabra del otro como si fuera un buen vino: entornaba
los ojos y clavaba la rendija de su mirada en los labios del paisano para no perderse ni un gesto
-Puede arribar uno fuera de horario, como el tren de auxilio, un aguatero, uno especial, y yo justo estoy en otro lado, no puede ser-me aclaraba.
Yo comparaba la altura del tanque con la señal de distancia, lo hacía a las tardecitas, cuando mi viejo iba colocar el farol de kerosén a las dos señales, la de media y larga distancia. En ese recorrido de un kilómetro de ida y otro de vuelta inventaba juegos. Uno era una rayuela muy particular.
No podía marcarla con tiza en el piso, pero durmientes y rieles ayudaban a la imaginería. Saltaba con la pierna izquierda sobre dos o tres durmientes y brincaba con la derecha sobre el riel de ese costado, uno, dos, tres, y arriba, tenía que hacer equilibrio tras el brinco, sino perdía; repetía con
la derecha el salto también sobre los durmientes y con la izquierda saltaba sobre el riel izquierdo. Luego, dando trancos largos tomaba impulso y brincaba: uno, dos, tres, cuatro y cinco durmientes, y el rebote con las dos piernas, y en medio de él gritaba "¡cielo!". A veces caía taloneando sobre
un durmiente engrasado, y me daba flor de culazo sobre el balasto (piedras), otras, saltaba cerca de mi viejo y le garroneaba las alpargatas.
Se daba vuelta carajeándome, simulando enojo, y gritaba: "¡Diablo, dejáte de joder!" (de chico me decían diablito). Al llegar a la señal nos parábamos debajo de ella, mi viejo trepaba para colocar el farol en la muesca donde se cambian los colores, bien arriba.
Mientras, con la mirada desde abajo contaba los escalones de la escalera, los memorizaba. De regreso jugaba al equilibrista. Intentaba hacerlo sobre el riel, pero no podía. El viejo me tomaba de la punta de un dedo.
-No mires la vía, chambón. Yo la miraba y, ¡zas!, un resbalón y la peladura de un tobillo.
Él repetía: -No mires la vía. -igual, otro resbalón, otro raspón-. Sos huevón, cuando se anda en bicicleta no se miran los pedales. Siempre hay que mirar más allá de las narices. Esta era una recomendación doble. O si no: -El buen jugador de fútbol juega con la cabeza levantada, es elegante, no mira la pelota, el tacto del empeine le va diciendo como va la cosa, no se le escapa la cueruda.
Al llegar a la estación, al atardecer, contaba la sombra del tanque de agua con mis pasos. Hacía trampas. Las sombras a esa hora son largas. Quería que el tanque le ganara a la raquítica señal.
Mi viejo era relevante de estación, categoría correspondiente al Departamento Tráfico. Relevaba a un compañero que trabajó quince días corrido o más, y luego otro lo reemplazaba, y así. Le llevaba en el tren de carga o en algún mixto (mitad carga, mitad pasajero), la ropa y cosas que mi vieja colocaba en una valija-canasta, junto a una carta trabajosamente escrita, que el viejo devoraba. Estaba tres o más días, según; cuando volvía el carguero o el mixto, el viejo me embarcaba de nuevo rumbo a casa.
El pueblo estaba rodeado por un monte cerrado, un arenal atrincheraba ambos. En los días de vientos todo se opacaba. Se andaba con un pañuelo en el rostro para filtrar el aire, el cuerpo encorvado y la cabeza gacha, como topando ráfagas. El viento era caliente. Cerca estaban las salinas del norte
de Córdoba. Más de las veces esa brisa era ventarrón que se elevaba por sobre los montes acarreando arenilla con pequeños granos de sal. Arena y sal. Todo era sofocante en esa bóveda arenada. Se andaba por las calles sólo por necesidad. Así era la vida en el desvío.
Al calmarse el viento, aparecía la vida en patios y veredas, perros y cristianos salían de su encierro, los pájaros remontaban vuelo. Cuando el sosiego era pleno, mariposas, abejorros, avispas, langostas y otros insectos surcaban viboreando la brisa como un retozo. El tanque de agua se mostraba generoso, surtía agua como nunca, la gente regaba todo, hasta las comisuras de las calles, que eran arenosas.
Mi viejo baldeaba el pequeño andén, limpiaba la arenilla depositada en las palancas de las señales, las engrasaba, y después las probaba. A la noche sacaba los catres fuera de la habitación, que era un horno. Aparecían otras preocupaciones: una, las vinchucas. Tendía mi catre fuera del alero de la estación, entre sus tejas anidaban esos bichos, que de noche se descolgaban a beber sangre y a dejar su picadura maldita. Mi viejo cubría el catre-cama con un mosquitero, yo trataba de resistir esa envoltura. Era inútil cualquier rezongo, las recomendaciones de la vieja se cumplían enteramente.
El viejo era un acatador disciplinado, sabía de sus largos rezongos. Ja, mira si regresaba con una picadura o machucón, pobre mi viejo con mi vieja.
Me acostaba boca arriba, el cielo se presentaba bajo el tul del mosquitero azul, color ceniza, cuadriculado; éste deformaba todo: a las estrellas les limaba las puntas, al brillo lo esmerilaba, y a mí se me escabullía el cielo, era horrible esa turbidez. Al dormirse el viejo, llegaba el destape.
Ah, la brisa suelta y el cielo libre, la frescura y el rocío.
La otra preocupación era el burro. Sí, un burro que andaba de noche. De día se escondía en el monte, era cimarrón.
-¿El burro? -le dije a mi viejo.
-Sí, el burro. Tira mordiscones -me contestó. Al verme la cara de incrédulo comenzó toda una explicación.
-Aquí no hay chocos (perros), la gente no quiere tenerlos. No tienen qué comer ellos, menos para un perro. -¿Y? -le contesté con un ademán y la mirada.
-Por este desvío circulan trenes de pasajeros que van al norte, a Tucumán, y otros por el ramal a Catamarca. Al pasar, desde la cocina del coche-comedor tiran desperdicios, es la hora de la cena. Antes, cuando había perros, recorrían un buen trecho la vía, era una fiesta perruna. Como te dije: hoy, nadie repone perros, se fueron acabando. Apareció este burro, de lomo muy gris y de panza muy blanca, tarasconeador y pateador, muerde de puro traicionero, hay que tener cuidado. Es salvaje. Me miraba el viejo, vaya a saber qué cara tendría yo, pero él continuó dándome explicaciones:
-Ahora él hace el recorrido que antes los perros disfrutaban. Vive en el monte. Sale de noche, o después que pasa el tren de pasajeros. Si es un carguero o el tren aguatero o el de auxilio, ni se asoma -el viejo ya me asombraba de nuevo, nos tenía acostumbrados a esa invención. De la nada, como ahora, ¡zas!, un cuento.
-Con decirte que sabe los horarios de los trenes de pasajeros -dijo sin pestañear. Lo miré como diciendo: "dejáte de joder viejo, cómo va saber este burro los horarios, si los burros son lo más burro de los animales. Si cuando yo no sé algo me dicen burro, y ahí no más me sobo las orejas, por si me crecen".
-Es verdad, ya vas a ver cuando pase el rápido.
Pasó el rápido. Al rato se asomó el burro en la punta del andén. Comenzó a caminar despacio por el medio de la vía, indolente cruzó por enfrente de la estación, se perdió en la noche. A la madrugada regresó con la panza que se le reventaba. Parecía una burra preñada. Retornaba por el medio de la vía,
casi pisando sus huellas. Al cruzar el cuadro de la estación dobló y se metió en el monte. Lo vi varias veces. Me miraba de soslayo, como zorreando. Ni apuraba el trote ni lo hacía cauteloso, tranqueaba con seguridad.
Vinchucas, viento salado, el burro, el tanque de agua y su estatura, y la señal de distancia, flaca y alta, parecía un esqueleto de fierro, con un brazo verde que a veces se volvía rojo. Ése era el desvío, como tantos otros.
-¿No te aburrís viejo? -le dije un día.
-No, yo siempre me ando acompañando...
-¿...?
-Sí, conmigo y con ustedes. Nunca estoy solo -quiso explicar.
-¿...?
-Bueno, ya entenderás algún día.
Terminaron esos viajes y los relevos de mi viejo, lo ascendieron. Mucho tiempo después, pero mucho, vino lo que vino: al ferrocarril lo pararon.
Viajando rumbo al norte, no hace mucho, por la ruta 9, recordé el desvío. Ahí no más me aparté del camino, tomé una carretera provincial Y llegué al desvío aquél. Ya no era el mismo. El pueblo estaba abandonado, la estación era una tapera, los yuyos cubrían el andén, las palancas de las señales
aparecían cubiertas por un montículo de arena grasosa; el tanque de agua no tenía más agua, ese brazo vigoroso ya no goteaba más, el color que le dio majestuosidad se volvió cáscara de óxido, y la señal de distancia perdió los colores. El monte avanzaba, los médanos desdibujaban las calles. El avance
del arenal emparejaba todo, con bravura batallaba con el monte disputando espacios. Sólo un viejo muy viejo vivía en la casa de ramos generales abandonada. Era el herrero. No lo reconocí en un principio. Vivía esperanzado de que alguna vez regresara el tren. Caminamos por el pequeño pueblo abandonado. Me contaba las historias de los que vivieron allí. El cementerio desapareció, el monte lo devoró. Llegamos a lo que fue la estación. Me acongojaba al ver esas ruinas, mis recuerdos se tornaban nubosos.
De repente, el asombro: las vías estaban sin yuyos, limpias. Como si alguien, o la cuadrilla de catangos (peones) de vías pasaran todavía carpiendo los pastizales para evitar los patinajes. Los rieles se veían
medio oxidados, pero nítidos. Caminé hasta el cambio del desvío y observé que para el norte y el poniente, estaban libres de pastos, los durmientes a la vista y los cables de las señales limpias de enredaderas rastreras.
No salía de mi asombro. Este viejo muy viejo apretó sus ojos hasta hacerlos rendijas, enfocó esa abertura en mi rostro y escrutó ese asombro.
-Es el burro -dijo. Después de muchos años puse la misma cara que a mi Viejo cuando me nombró a ese asno por primera vez.
-Sí, es el burro. Vive en el monte. Está todo gris, como canoso, es muy viejo, -dijo el viejo y continuó- todas las mañanas sale a carpir la vía; al regresar, pasa frente a donde vivo, se detiene, me mira, intenta rebuznar y no puede. Parece un quejido ese intento. Pero yo sé qué quiere decir. Porque
tengo la misma esperanza que él: esperamos el tren...
*de Juan Carlos Cena. ferrocena2003@yahoo.com.ar
4*
El tren entra con una imagen fantastica, de esas que uno graba y congela en la memoria, estoy asomado a la ventanilla y veo como vuelan las hojas al costado de la locomotora, danzan con el vapor que arroja la maquina y a la altura de sus bielas comienzan a planear como plumas, descendiendo en juegos de tiempo y aire donde uno parece ver lo que desea y necesita ver. El anden tiene cuatro o cinco platanos añosos que parecen haber esperado la llegada del tren para desprenderse de sus hojas al temblor del pampero que ha soplado fuerte en toda la jornada. El tren hace una breve estadia, apenas para estirar las piernas haciendo ruidito sobre las hojas que tapizan el anden de tierra mezclado con conchilla. Uno intenta explicarse en vano que hace aquí, que idea puede justificar pisar este, un pequeño pueblo perdido en medio de la pampa por el que hace añares que no pasaba el tren.
Pense en la anécdota Antonio Dal Masetto: "Una vez, recuerdo, tomé un tren equivocado que me dejó muy lejos, en un lugar del interior. Perdí un día para llegar a donde tenía que ir, pero lo disfruté muchísimo: esa sensación de total anonimato, de estar un poco viviendo una aventura", recuerdo, ese remate antes del punto final de la nota.. Un viaje a lo desconocido, como el de un niño inmigrante. Puede, es posible que en este viaje fantastico este tratando de ver las cosas con la mirada asombrada de mi padre, el largo camino desde su pueblo sin trenes hasta tomar la Letorina desde Marsiconuovo a Napoli, que sólo habrá hecho muy pocas veces... viajar para alistarse al servicio militar, la huida a ver a su madre antes de que lo embarcaran a la guerra africana, de nuevo volver despues de finalizada la guerra, y el último viaje para ir a América, trabajar, tener hijos, nunca volver a tomar un tren en suelo italiano. Y si, me veo, lo imagino un poco a mi padre tratando de ver lejanias...
Tambien puede ser recordar los viajes en familia para Quequén, mi propio asombro de los 8 años al ver entrar ese gigante huemante de hierro negro al anden de la estación de Temperley. Los largos viajes cuando despues de la medianoche apagaban las luces. Todo era silencio y uno se hacia uno con el cielo que parecia más cercano en sus caminos de estrellas que el destino interminable de ese viaje a oscuras por un campo de luces perdidas y estaciones que no duermen esperando su único tren en la madrugada.
Pero el tren no va a esperar mi viaje mental y suena la campana, subo con el tren en movimiento, busco en el vaiven el asiento ,-el 23 V-, todavía la tarde regala un cielo infinito y a poco de andar hay que pasar el puente sobre el arroyo Pergamino. El curso se ensancho fuera de la previsión del 1900, el puente esta desmoronado, habra que pasarlo entonces a fuerza de letras e imaginación. Ahora mismo esta el guarda pasando vagón por vagon pidiendo a la gente que escriba sufientes palabras para pasar del otro lado, tender un puente por los aires, los más deslumbrados son los niños que empiezan a dibujar puentes y arco iris de colores. Yo prefiero caminar entre la gente, bajar y andar entre los pastos para ver una imagen cierta de la devastación Argentina. Y proponer alguna metáfora acerca de cuantos puentes no visibles, más abstractos, ligados a la articulación entre sectores sociales se han derrumbado.
*de Eduardo F. Coiro inventivasocial(arroba)hotmail.com
5*
Don Manuel se quitó la gorra, sacudió apenas el polvo depositado sobre la visera, contempló aquella gastada chapita de metal donde rezaba JEFE DE ESTACIÓN con un orgullo que no decrecía, aunque hubieran pasado ya muchos años desde su designación como tal, y volvió a encasquetársela con ampulosa elegancia. Algo muy dentro suyo le decía que aquél no sería un día cualquiera, sino uno muy especial.
Recorrió el solitario andén nº2, escoba en mano, dispersando las escasa hojas que trajera el viento la noche anterior, y contempló hacia el horizonte, donde las vías se alejaban en un diminuto punto, con una mano sobre la cadera y la otra sosteniendo la escoba como una lanza, a la espera de algo, aunque no sabía muy bien qué. Lo intuía, hasta casi podía palparlo en el aire...
Volvió a la oficina, calentó la pava, y se hizo unos mates. Lamentaba no poder escuchar las noticias, a causa de la rotura de la radio, pero bueno... Ya llegaría el expreso de las 8hs., con destino La Plata, y con él la primera edición de La Razón. ¿Quién habría sido designado al frente del gobierno? "Estos generales", pensó Don Manuel, negando con la cabeza, "deberían ocuparse de seguir haciendo maniobras, en lugar de dedicarse a la política. Aunque..., con los políticos que tenemos...".
Eran las 8:30hs. cuando decidió llamar a La Plata, para que le informaran qué había ocurrido con el expreso, que ya llevaba media hora de atraso. El fantasma del descarrilamiento lo acosaba desde hacía 15 minutos, y si no pedía informaión a la Estación Central, se lo comerían los nervios. Nunca le había pasado algo así, en los casi 40 años de servicio. Sin embargo, en La Plata no le atendía nadie. Y si no era por el rumor del viento entre los árboles, ni siquiera se escuchaba el piar de los pájaros. El viento y el pulso intermitente del teléfono, llamando a la distancia. Nada más.
Un súbito escalofrío le recorrió la espalda, pero se negó a saber cuál era el motivo de su temor. Tal vez, algo dentro suyo también supiera qué estaba pasando, del mismo modo que supiera que aquel día ocurriría algo.... Pero no era esto. La ausencia del expreso a La Plata era un elemento circunstancial. Había algo mucho más importante palpándose en el aire. Pero Don Manuel se hallaba tan confundido que no podía averiguarlo. Sus deberes oficiales se mezclaban con esta repentina intuición, obligándolo a dudar.
Cerca de las 9hs., con las primeras gotas de sudor corriéndole a través de la frente hacia las cejas, el semblante demudado, y el nudo de la corbata flojo y desprolijo, se asomó a la puerta de la oficina. Un extraño rumor le tensó los nervios un poco más aún. Ruido de voces distantes. Y de risas infantiles. Muchas risas infantiles.
Lentamente fueron acercándose. Venían marchando sin orden alguno a la vera de los rieles, riendo y jugando entre ellos, agitando banderines, lanzando alguna pelota al aire, abrazando una muñeca. La escena lo intrigó, hasta que reparó que provenían de aquel sendero por donde se podía llegar hasta la flamante Ciudad de los Niños. No había mayores que los acompañasen, aunque todos ellos perteneciesen a alguna escuela, a juzgar por los guardapolvos, algunos manchados, otros raídos. A Don Manuel se le antojó pensar que aquello parecía una marcha de despedida, y quizá no estuviese del todo equivocado.
Para cuando llegaron al andén, ya habían reparado en su presencia. Lejos de ignorarlo, como solían hacer todos con el Jefe de Estación, un elemento más dentro del mobiliario del ferrocarril -ya no era como antes, cuando el cargo aún inspiraba respeto-, los recién llegados agitaron sus manos en dirección a él y se ordenaron automáticamente en fila, dispuestos a ascender a una formación imaginaria. Don Manuel apenas elevó su mano derecha, sorprendido ante semejante aparición, con la cabeza llena de dudas. Comenzó a acercarse depacio, intentando formular alguna pregunta que aquellos niños, absortos en sus juegos, pudiesen llegar a responderle. Fue entonces cuando lo vio.
Al principio creyó haberse equivocado. Pero al acercarse aún más, no tuvo ninguna duda. Y el hecho de contemplar aquello le produjo un nauseabundo vacío en las entrañas.
El chico reía cuando giró la cabeza hacia él, y casi como al descuido, como si supiese que Don Manuel hubiera estado allí desde siempre, lo saludó:
-Hola, papá -, y volvió a ponerse a hablar y reír con sus amigos.
No... No podía ser... ¡Era imposible, carajo! Don Manuel se quitó la gorra de un tirón y resopló agitado, el corazón batiéndole dentro del pecho como un caballo desbocado, la cordura a punto de quebrársele en mil pedazos. "¡Este no es mi hijo!", protestó una voz dentro de su cabeza. "Martincito no puede estar acá... ¡¡¡A Martincito lo enterramos hace como veinte años!!!".
Se volvió, caminó sin sentido por el andén, se aferró la cabeza. Por un lado, algo lo impulsaba a lanzarse sobre aquel chico y volver a abrazarlo, su cuerpito fresco y entero, tan diferente a los desgajados restos que encontraron entre los durmientes, en una fatídica mañana de invierno, luego de una horrenda noche en vela, ante al desaparición de Martincito. Y por otro lado, algo también le decía que si lo rozaba siquiera, se marcharía con él a donde quiera que se fuese. Porque su hijo estaba a punto de marcharse, ¿verdad?
Las voces infantiles y los gritos de euforia le taladraban los oídos, a la manera de un nefasto panal de abejas que le surcara alrededor sin despegársele, como embadurnado de miel. Desesperado, alzó la vista y contempló en dirección al horizonte, al principio sin reparar en lo que estaba mirando. Hasta que comprendió que aquella formación que se acercaba en medio de un densa nube de vapor no podía pertenecer a este mundo.
Le resultó imposible describirla. Tal era el impacto que la imagen le producía, que debió alejar la mirada de aquella singular locomotora y centrarla en Martincito, sonriente, juguetón, como a él siempre le había gustado verlo.....y luego recordarlo. Una imagen que hubiera querido contemplar eternamente...
Entonces supo por qué el expreso de la 8hs no había llegado, ni tampoco llegaría; ni ese día, y quizá nunca más en el futuro. O por qué la radio ya no funcionaba, y los diarios no llegaban, o nadie le contestaba el llamado telefónico. De pronto supo que aquella parada, la Estación Pergamino, ya no recibiría un solo tren más en sus andenes. Y él tampoco, en ninguna otra estación de ferrocarril.
Volvió a contemplar el rostro divertido y libre de preocupaciones de Martincito -tal vez tan despreocupado como un instante antes de que lo atropellase el tren-, quien ahora lo miraba muy fijo, invitándolo a acercarse. Y entre la nube de vapor que los rodeaba, respirando muy hondo, soportando el miedo y la sorpresa, Don Manuel le extendió una mano, estrechó aquella pequeña palma rosada que le respondía el llamado, y con un atisbo de sonrisa murmuró:
-¿Nos vamos, hijo?
Martincito asintió con la cabeza.
Y tomados de la mano, entre los numerosos chicos que ascendían al vagón, rodeados por una bruma blanca, treparon los metálicos escalones...
*de Aldima. licaldima@yahoo.com.ar
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Mi padre*
El silencio de la noche
juega con mis pensamientos
y dibuja en el aire
el nombre de mi padre.
Una sonrisa ilumina mi rostro
cuando regresa su alma
por un sendero florido
con aroma a sueños.
Me salpican los recuerdos,
su figura se aproxima,
el brillo enciende sus ojos,
late fuerte mi corazón.
Sus manos me acarician,
su voz me inunda de magia,
una lluvia de amor
cae sobre mi ser.
Entre lágrimas y risas
disfruto sus cálidos abrazos,
la hermosa luna me espía
y comparte mi alegría.
*de María Griselda García Cuerva. mg_cuerva@yahoo.com.ar
Estación PERGAMINO
1*
Soñaba que estaba en una estación de trenes, desnuda y ansiosa por conocer distintas estaciones: Comencé a mirar los carteles y curiosa leía: locura, destino, mujer, hombre, padres, hijos, alegrías, amor, melancolías, soledad, matrimonio, esclavos, creación, felicidad.
No sabía que dirección tomar y estaba convencida que quería viajar a todos esos lugares. Por lo cual, decidí sacar un abono y me dirigí a la boletería, allí estaba un Sr., serio, circunspecto y de pocas palabras, que vendió las series con discreción. Quise preguntarle como empezar mi aventura, pero su indiferencia me inhibió tanto, que no me animé a interrogarle.
Así, me dirigí al tren, bastante insegura y ... comenzó la travesía y sin pensar demasiado, me entregué al recorrido mirando por las ventanas del enigmático convoy. Había muchos pasajeros: hombres, mujeres y niños. También ancianos que les costaba mucho estar de pie, llevaban sus años en sus maletas, de cuero manchadas, pero con dignidad.
No sabía donde bajarme y en estación locura me quedé.. Haciéndome la valiente comencé a deambular sobre la acera, inquieta por la suerte que me podría tocar. Caminando despacio observé seres que detrás de sus espaldas tenían alas de verdad, no podía creer lo que mis pupilas veían y asombrada estaba a punto de gritar, no comprendía por qué en esa ciudad
Estaban los locos con su capacidad de volar. Pero no podían hacerlo, sus alas estaban atadas con una camisa de fuerza, quizás de tanto remontar. De inmediato giré asustada, horrorizada, alguien en mi espalda puso su mano y me dio tal susto que por poco me caigo. Se acercó un hombre joven, de piel blanca y de ojos grises y susurró a mi oído, hija, aquí no te quedes , es macabro este lugar. Toma el tren para otro lado no te quedes, te podés contagiar. Así , fui corriendo a la terminal y esperé a que el transporte me dejara en otro paraje. Nuevamente subí y me senté en un vagón insegura, pensando a dónde podía parar, cuando se detuvo en melancolías - como siempre- entrometida, salté y me quedé. Era un paraje de tinieblas, no tenía miedo, estaba la calle tan gris, que mis zapatos se empezaron a humedecer, aparecí. Parecían derretirse en ese humo pegajoso, no me gustó. Me fui casi sin respirar. No quería empaparme de ese vaho que paralizaba mis pulmones. Nuevamente fui a buscar el ferrocarril . Tenía boletos de sobra.
Cuando llegó, ya sabía donde me iba a quedar, cuando vi el letrero de hombres, agitada me lancé a las veredas. Me dije, esta es mi oportunidad. Que contenta estaba: había tantos para elegir: morochos, rubios, pelados, altos, con guita, deportistas, se me hacía agua la boca...de mi cartera saque un espejo y delineé mis labios con sabor rojizo, estaba sonriente y dispuesta a acercarme a un morocho de barba, muy elegante, muy atractivo, pero al descubrir mi intención me sentí presa de una inocente cobardía y me dije: aún no estás preparada, ándate no busques en él lo que no encuentras en vos. Y me fui, cabizbaja hacia otra cuidad.
En las vía férreas , encontré nuevamente al vendedor de pasajes, el mismo individuo que parecía tan tranquilo, le inquirí cual era el mejor pueblo para mí, pero no contestó mi pedido. Desanimada emprendí mi traslado, subí al coche, expectante y comprendí que debía elegir sola mi rumbo. El vehículo se puso en marcha y me quedé dormida, en ese sopor que te envuelve pero que te permite estar consciente de lo que ocurre. Estaba recorriendo mi historia en pocos segundos, pasaban los paisajes de la niñez, como si estuviese viendo una película, veía a mi abuela con sus ojos tan celestes que tanto amaba, mi perra collie que corría por el césped jugando a las escondidas, mi cara era regordeta y tenía un hoyuelo en la mejilla derecha, que la hacía re simpática. Así fui transitando mi adolescencia, repleta de amigas y de amigos y novios que bailábamos abrazados con la música de los Beatles o Gary Cooper y de Unión Caps, que linda manera de conocernos y empezar a sentir el amor. La que no tenía novio estaba fuera de onda. . Me despertó el guarda en el paraje Mujer. Bajo empujada, apresurada y cuando llego al sitio encontré un montón de maniquíes que no me gustaron. Me fui a quejar a la oficina de turismo y el mismo Sr. (El de la boletería) me indicó con una seña, que me dirigiera a un lugar cerrado . Cuando llego al lugar, me sorprendió la calidad del silencio. Pensaba que habría mucho bullicio, pero me confundí. Abro la puerta de entrada y al pasar encuentro un salón de espejos, intrigada comencé a mirar y lo único que veía era mi cuerpo, reflejado en uno, en dos en diez y en mil retratos. Estaba de frente, de costado, de atrás , alta, gorda, petisa. Que diablos hacía allí? Estaba confundida, perpleja, donde estaban las mujeres? Me habían estafado? Me quedé quieta y lentamente intente Mirar las imágenes que amanecían de a mil. Quién era esa que estaba enfrente de mí? Y las otras? Tenían mis colores de ojos, mis cejas unidas, mi pelo lacio y suave como la pluma de un cisne, estaba absorta observando mis diferentes facciones y facetas de mujer. Cómo podía hacer una sola? Miraba por sobre mis hombros y en cada pestañear encontraba una cara nueva, como las facetas de un diamante en bruto. Emocionada miraba mis ojos verdes, que se llovían celestes y grises y veteados de miel. Eran tan bellos, tan intensos resplandecía tanta luz que me hizo sentir el amor. Habrá pasado un minuto, una hora, no interesaba cuanto tiempo, había descubierto en ese espacio la delicia de ser yo. Me convencí pellizcando mis pierna. Me fui, no llevaba nada más que esa sensación de concebirme mía, no quería seguir andando. Me dirigí a la calle y estaba el Sr., de los boletos, era mi analista, que sonrió al verme vestida de mujer.
*de Azul. azulaki@hotmail.com
2*
Hacía apenas tres días que Laurita se había mudado al campito del abuelo para transcurrir sus vacaciones estivales; y, la verdad sea dicha, ya se encontraba bastante aburrida. Pensar siquiera en las semanas que le quedaban por delante para que regresara a su casa, sólo acrecentaba su melancólico mal humor. ¿Por qué la habían castigado de esa manera sus padres, yéndose de viaje a conocer la Isla de Pascua en una segunda –y acaso vana- luna de miel, mientras ella debía padecer aquel solitario tormento? Por más que le daba vueltas y vueltas en su cabeza, a pesar de la notable inteligencia que había desarrollado para sus escasos diez años de edad, le era imposible darse una respuesta válida.
Deambulaba por los alrededores sin entusiasmarse demasiado con nada. El paisaje la fastidiaba. Extrañaba ver televisión, jugar ocasionalmente con la computadora de su hermano, encontrarse con sus amigas para escuchar música, como haría cualquier chica de su edad; o simplemente permanecer en su casa, escribiendo en su diario. Aquí, en cambio, todo obtenía un carácter soporífero. Por más que le fascinara la lectura, placer que heredara con orgullo de su padre, por el que llevase consigo de vacaciones varios libros de cuentos, y alguna que otra novela, no conseguía concentrarse para sentarse a leer -como su papá Augusto le había prometido que disfrutaría, en un último intento para convencerla de ir a pasar aquella temporada con los abuelos- trepada en las ramas del coposo árbol de la estancia, o sin concretar acrobacias, al menos entre sus mullidas raíces, cubiertas de vegetación. No había caso: el campo la deprimía.
El abuelo había comprado aquel terreno cuando su papá era muy joven, ni bien clausuraran el ramal ferroviario de trocha angosta que solía atravesar aquellos campos. Por entonces, desbordantes vagones de carga desfilaban delante de la otrora estación, edificio que actualmente constituía parte de las edificaciones de la estancia familiar. En ese sentido, su abuelo era un purista; había mantenido intacto el carácter tradicional del inmueble, conservando ciertos detalles propios como las campanas, las inscripciones en determinados carteles, las ventanillas… ¡Con decir que la antigua boletería se había transformado en su estudio particular, y la oficina del Jefe de Estación en su propio dormitorio!
Aquellos detalles resultaban por completo superfluos para Laurita. Ella era curiosa por naturaleza, aunque su atención no pudiese mantenerse en pie durante mucho tiempo. Se cansaba fácilmente de las cosas, por lo que solía aburrirse bastante seguido. Y en el campo era peor. Por eso, a los tres días de estar allí, ya había recorrido todo lo que le resultara de interés. Tendría que hallar algo que la sorprendiese de verdad, a fin de no llegar a pensar seriamente en colarse en el primer vehículo a motor que apareciese por allí, ocultarse debajo de alguna manta o cajón, y fugarse con enorme prisa hacia Buenos Aires, a la casa de alguna amiguita o pariente que la cobijara con excesiva discreción; ya vería dónde.
El hecho sorprendente llegó de la mano de Teresa, la cocinera de la estancia, mujer enorme tanto de cuerpo como de corazón. La mañana del cuarto día, al comprobar el rostro compungido y de mirada triste que Laurita presentaba por encima de la humeante taza del desayuno, Teresa se acercó hasta ella por detrás y le susurró:
-Una niña tan seria y bonita no podría andar por ahí con esa cara si supiera el secreto que yo sé…
Laurita la miró, apenas motivada frente al imaginable tedio que la aguardaba durante el resto del día. Teresa continuó:
-Y los secretos, al ser compartidos con ciertas personas especiales, se vuelven mágicos…
Aquello venció cualquier barrera de sospecha que la niña pudiese esgrimir frente a las diversas motivaciones que la entrañable mujer pudiese formularle. Y la hostigó a preguntas, sintiendo cómo se desperezaba su inquieto sentido por la curiosidad. Teresa finalmente, luego de hacerse desear durante unos minutos, le narró la antigua historia que circulaba por aquellos pagos desde hacía varias décadas.
A escasos doscientos metros de la casa, donde las densas ramas de los árboles crecieran formando una protector túnel vegetal, se extendían en el pasado los rieles de la trocha angosta del antiguo ferrocarril. Y allí mismo, un tiempo después de haberse cerrado aquel ramal, comenzaron a ocurrir cosas muy extrañas. Misteriosas luces que se veían en las noches de luna llena, distantes silbatos de tren, locomotoras que aceleraban en medio de la noche… La peonada siempre se asustaba hasta los huesos cuando despertaba del sueño a causa de semejante presencia, y todos afirmaban que un tren fantasma surgía del olvido, negándose a detener su marcha, a pesar de las decisiones humanas. Sólo algunos valientes podían acercarse y jactarse de haberlo visto. Pero para ello, había que llegar hasta el lugar de la mano de alguien que supiera las palabras mágicas para convocar a los espectros…
-¿Y cuáles son? -, exclamó Laurita, olvidada del desayuno, con la mirada fascinada por completo al escuchar atentamente a Teresa.
-Hay que pararse debajo de la Cruz de San Andrés y repetir las palabras mágicas que rezan en ella, haciendo caso de cada una de sus advertencias. Pero una niñita de ciudad como vos no tendría que ir sola. Podría acompañarte yo, en una de estas noches. Claro que, mientras esperamos el momento de ir, vos a cambio podrías ayudarme con algunas cosas que tengo que hacer en la estancia. Juntar los huevos en el corral, por ejemplo…
Con ello, Teresa consideró que la mantendría ocupada durante unos días, a fin de que fueran pasando las vacaciones, retrasando la fecha del futuro encuentro espectral. A Laurita, en cambio, el arreglo no la convenció para nada. Sin embargo, ya conocía el hecho fundamental: el corazón del secreto, y la clave para acceder a él. Y había diseñado su propio plan. Sólo hacía falta que se hiciese de noche, y pudiera escabullirse sin ser vista.
La emoción la carcomió durante toda esa tarde. Las horas se demoraban pegajosas sobre la esfera de los relojes, y a diferencia de lo que Teresa se esperase, la niña no volvió a abrir la boca respecto de aquel tema. La mujer creyó al caer el sol que su estrategia de entretenimiento no había dado resultado, y no volvió a mencionar el tema.
Laurita, en cambio, aguardó hasta que todos se hubieran acostado, y ni bien dejó de escuchar los habituales ruidos que realizaban sus abuelos por las noches, se escabulló fuera de la habitación en puntas de pie, abrigándose con un saco abierto por encima de su camisón, calzada con sus resistentes ojotas todo terreno, y salió de la casa por la puerta de la cocina. Una vez que se hubo alejado unos metros de la casa, encendió la pequeña linterna que se había traído de Buenos Aires, y caminó sin prisa hacia la enramada, bajo la tenue mirada de las estrellas.
Soplaba una fresca brisa que agitaba levemente las ramas de los árboles. Aquel rumor la inquietaba, aumentando la sensación de soledad que experimentaba de golpe, aunque al mismo tiempo la impulsara hacia la aventura; como si lo desconocido muy pronto le deparase una sorpresa inimaginable. Avanzó entre los pajonales y los ruinosos restos de la vía, carcomida por el óxido y casi sepultada por el polvo acumulado por los años, hasta detenerse delante de la antigua señal, cuyo poste –milagrosamente- aún se conservaba de pie.
Aquello debía haber sido un paso a nivel, el cruce entre la vía férrea y acaso algún camino municipal. Allí permanecía, incólume, la cruz acostada, con sus letras aún legibles, inscriptas en cada uno de sus brazos. Laurita respiró hondo, fascinada ante la perspectiva de lo siniestro; señaló con firmeza el haz de la linterna sobre la señal, confiando en realizar los pasos necesarios para convocar la presencia de los espíritus viales, y recitó en voz alta:
-“Cuidado con los trenes”……Claro que tengo cuidado, aunque ya no pasen por acá… “Pare”, estoy parada, “mire”, miro para un lado y para el otro, “y escuche”, a ver, qué se escucha……
La brisa susurró entre los árboles nuevamente, quizá remedando alguna misteriosa conversación, incomprensible para quien no supiera entender el idioma; y por un instante, más allá de los quejidos de algún cerdo trasnochado en los corrales, nada se escuchó. Laurita sintió que comenzaba a hacer frío, y se estremeció. Entonces, proveniente de territorios en extremo lejanos, creyó escuchar el agudo silbato de un tren.
Contuvo la respiración, temerosa de moverse, aunque un impulso la llevó a mirar en ambas direcciones otra vez. Sólo al reparar varias veces sobre uno de los extremos consiguió divisar, en los confines del horizonte, la débil luz amarillenta de un faro de locomotora.
Se le aceleró el corazón, y comenzó a reírse entre dientes, sin motivo, víctima de su propia travesura. El faro se acercaba muy velozmente, demasiado como para que aquella luz perteneciese a una locomotora real… Y de pronto, la brisa se transformó en un considerable ventarrón, que agitó las ramas con violencia, asustándola aún más. El viento le golpeó en la cara, despeinándola hacia atrás, obligándola a entrecerrar los ojos. Entonces, una negra e imponente locomotora, con el número 0410 inscripto en enormes caracteres blancos debajo de la ventanilla de la cabina, se le apareció delante suyo en todo su esplendor, con el ardiente vaho de su motor diesel quemándole la cara.
Laurita gritó, pero nada se oyó por encima del tronar del silbato y el chirriar de los frenos sobre unos rieles misteriosamente relucientes, extraídos de quién sabe qué otro ramal en servicio actual e ininterrumpido. El motor regulaba constante mientras la formación recorría los últimos metros hasta detenerse por completo. Y en ese último tramo de recorrido, Laurita contempló azorada el interior de los vagones.
Dentro, hombres y bestias se debatían en caótico desenfreno. Una luz espectral se derramaba sobre ellos, emergiendo sin piedad hacia aquella virgen enramada pampeana. Los caballos coceaban los asientos de madera que aún quedaban en pie, haciéndose lugar, girando sobre sí mismos, mientras los hombres, semidesnudos, con los brazos extendidos hacia delante y las caras aterradas, intentaban eludir esos briosos cuerpos, queriendo escapar de un destino prefijado de antemano. Relinchos y alaridos ensordecieron la noche, mientras una voz, amplificada por ominosos parlantes, ordenaba:
“¿Quiénes son tus compañeros, hijo de puta? ¡Hablá de una vez! ¿O querés que te hagamos un poco más de `submarino seco´? ¡Hablá!”
Un destello eléctrico. Olor a carne quemada. Y esos gritos…
La cabeza de un caballo, con los ojos desorbitados y mostrando los dientes, asomó por el hueco de la ventana faltante de la puerta más cercana a Laurita, quien temblaba como una hoja, a punto de orinarse encima, y sin dejar de iluminar con su linterna. El animal se debatía furioso, sin conseguir escapar del vagón, empujado por detrás por otro caballo, tan encabritado como él, y por algunos hombres, pálidos y barbados, algunos “tabicados” con sucios trapos, surgidos casi como de las imágenes en sepia de un sórdido campo de concentración. Entonces, aún sin comprender la totalidad de lo que ocurría delante de sus ojos, Laurita observó que el caballo se retiraba, y que los bordes de aquel hueco del ventanal comenzaban a derramar un líquido oscuro pero brillante: sangre.
Y antes de que ella respirase lo suficiente como para lanzar el alarido, la siguiente aparición la dejó sin aliento.
Forcejeaba con uno de aquellos hombres, intentando que volviera a meterse dentro del vagón. Pero su silueta era inconfundible. Y al reparar en su presencia, luego de dominar al pobre infeliz, la miró de frente, con expresión de reproche, y absoluta firmeza en la voz al exclamarle:
-“¿Qué estás haciendo acá vos???”
Y Laurita, antes de huir aterrada hacia la casa, estremecida por la inexplicable presencia de Augusto, su papá, a bordo de aquel funesto tren fantasma, chilló…
Treinta años después, un alarido similar brota de sus labios -dando comienzo a un cíclico insomnio que se prolongará durante semanas- al sentarse de golpe sobre su cama, respirando agitada, rodeada de silencio y de penumbras, mientras los fantasmas que acudieron aquella noche bajo la enramada, como mudos testigos de …¿un país que ya no existe?…, aún desfilan erráticos delante de sus ojos, inmensamente abiertos, aunque cargados de pesadilla…
*de Aldima. licaldima@yahoo.com.ar
3. EL DESVÍO*
A Carlos Melidoni
"El tanque de agua es lo más alto", decía cuando fui por primera vez al desvío. Lo comparaba con la señal, aunque nunca los había medido. No es que polemizara con alguien. Lo que sucedía era que el tanque de agua del desvío se presentaba a mi vista como algo vigoroso, algo de mi preferencia. Un grueso caño descollaba de su cuerpo como un brazo robusto que se doblaba en el codo, le colgaba una manga raída, dando la sensación de cercenamiento.
Ahora no se usa más, sólo un goteo pertinaz cava un hoyito entre las dos vías. Ahí beben los pájaros del monte. Las locomotoras de vapor no aplacan más su sed en el tanque del desvío.
Transitan otras, las locomotoras diesel. Pero el tanque está ahí, monumental. Regaba al pueblo, daba de beber a los pobladores y al ganado, aquietaba los médanos que rodean al pueblo. Digo pueblo: un almacén de ramos generales, una carnicería -matadero, un galpón que funcionaba como taller mecánico, el herrero arreglaba arados, rejas, varas de carro, armaba tranqueras, reparaba todo, era un ramos generales metalúrgico. La estafeta de correo funcionaba en la misma oficina de la policía, y contiguo, un
dispensario de primeros auxilios. Casas de ferroviarios no existían. El único personal ferroviario asignado vivía en la misma pequeña estación de ese desvío.
Mi viejo no se movía para nada del cuadro de la estación. No practicaba vida social alguna en el pueblo, no concurría al boliche, a pesar de saber los diagramas fijos de los trenes y tener tiempo de sobra. Los momentos por esos lugares eran anchos y largos, y siempre estaban disponibles. Así y todo, el viejo no quería alejarse. Estaba atento a las campanillas o al repiqueteo del telégrafo. Se apartaba, pero la distancia la medía con el oído. Por las tardes, orillando el pueblo, aparecían hombres silenciosos de
a pie o a caballo, como si fueran un desprendimiento del monte, eran los puesteros y peones de las estancias. Digo, ni siquiera en ese momento tomaba distancia, porque a mi viejo le gustaba escuchar a esos hombres. Era un buen oidor, degustaba la palabra del otro como si fuera un buen vino: entornaba
los ojos y clavaba la rendija de su mirada en los labios del paisano para no perderse ni un gesto
-Puede arribar uno fuera de horario, como el tren de auxilio, un aguatero, uno especial, y yo justo estoy en otro lado, no puede ser-me aclaraba.
Yo comparaba la altura del tanque con la señal de distancia, lo hacía a las tardecitas, cuando mi viejo iba colocar el farol de kerosén a las dos señales, la de media y larga distancia. En ese recorrido de un kilómetro de ida y otro de vuelta inventaba juegos. Uno era una rayuela muy particular.
No podía marcarla con tiza en el piso, pero durmientes y rieles ayudaban a la imaginería. Saltaba con la pierna izquierda sobre dos o tres durmientes y brincaba con la derecha sobre el riel de ese costado, uno, dos, tres, y arriba, tenía que hacer equilibrio tras el brinco, sino perdía; repetía con
la derecha el salto también sobre los durmientes y con la izquierda saltaba sobre el riel izquierdo. Luego, dando trancos largos tomaba impulso y brincaba: uno, dos, tres, cuatro y cinco durmientes, y el rebote con las dos piernas, y en medio de él gritaba "¡cielo!". A veces caía taloneando sobre
un durmiente engrasado, y me daba flor de culazo sobre el balasto (piedras), otras, saltaba cerca de mi viejo y le garroneaba las alpargatas.
Se daba vuelta carajeándome, simulando enojo, y gritaba: "¡Diablo, dejáte de joder!" (de chico me decían diablito). Al llegar a la señal nos parábamos debajo de ella, mi viejo trepaba para colocar el farol en la muesca donde se cambian los colores, bien arriba.
Mientras, con la mirada desde abajo contaba los escalones de la escalera, los memorizaba. De regreso jugaba al equilibrista. Intentaba hacerlo sobre el riel, pero no podía. El viejo me tomaba de la punta de un dedo.
-No mires la vía, chambón. Yo la miraba y, ¡zas!, un resbalón y la peladura de un tobillo.
Él repetía: -No mires la vía. -igual, otro resbalón, otro raspón-. Sos huevón, cuando se anda en bicicleta no se miran los pedales. Siempre hay que mirar más allá de las narices. Esta era una recomendación doble. O si no: -El buen jugador de fútbol juega con la cabeza levantada, es elegante, no mira la pelota, el tacto del empeine le va diciendo como va la cosa, no se le escapa la cueruda.
Al llegar a la estación, al atardecer, contaba la sombra del tanque de agua con mis pasos. Hacía trampas. Las sombras a esa hora son largas. Quería que el tanque le ganara a la raquítica señal.
Mi viejo era relevante de estación, categoría correspondiente al Departamento Tráfico. Relevaba a un compañero que trabajó quince días corrido o más, y luego otro lo reemplazaba, y así. Le llevaba en el tren de carga o en algún mixto (mitad carga, mitad pasajero), la ropa y cosas que mi vieja colocaba en una valija-canasta, junto a una carta trabajosamente escrita, que el viejo devoraba. Estaba tres o más días, según; cuando volvía el carguero o el mixto, el viejo me embarcaba de nuevo rumbo a casa.
El pueblo estaba rodeado por un monte cerrado, un arenal atrincheraba ambos. En los días de vientos todo se opacaba. Se andaba con un pañuelo en el rostro para filtrar el aire, el cuerpo encorvado y la cabeza gacha, como topando ráfagas. El viento era caliente. Cerca estaban las salinas del norte
de Córdoba. Más de las veces esa brisa era ventarrón que se elevaba por sobre los montes acarreando arenilla con pequeños granos de sal. Arena y sal. Todo era sofocante en esa bóveda arenada. Se andaba por las calles sólo por necesidad. Así era la vida en el desvío.
Al calmarse el viento, aparecía la vida en patios y veredas, perros y cristianos salían de su encierro, los pájaros remontaban vuelo. Cuando el sosiego era pleno, mariposas, abejorros, avispas, langostas y otros insectos surcaban viboreando la brisa como un retozo. El tanque de agua se mostraba generoso, surtía agua como nunca, la gente regaba todo, hasta las comisuras de las calles, que eran arenosas.
Mi viejo baldeaba el pequeño andén, limpiaba la arenilla depositada en las palancas de las señales, las engrasaba, y después las probaba. A la noche sacaba los catres fuera de la habitación, que era un horno. Aparecían otras preocupaciones: una, las vinchucas. Tendía mi catre fuera del alero de la estación, entre sus tejas anidaban esos bichos, que de noche se descolgaban a beber sangre y a dejar su picadura maldita. Mi viejo cubría el catre-cama con un mosquitero, yo trataba de resistir esa envoltura. Era inútil cualquier rezongo, las recomendaciones de la vieja se cumplían enteramente.
El viejo era un acatador disciplinado, sabía de sus largos rezongos. Ja, mira si regresaba con una picadura o machucón, pobre mi viejo con mi vieja.
Me acostaba boca arriba, el cielo se presentaba bajo el tul del mosquitero azul, color ceniza, cuadriculado; éste deformaba todo: a las estrellas les limaba las puntas, al brillo lo esmerilaba, y a mí se me escabullía el cielo, era horrible esa turbidez. Al dormirse el viejo, llegaba el destape.
Ah, la brisa suelta y el cielo libre, la frescura y el rocío.
La otra preocupación era el burro. Sí, un burro que andaba de noche. De día se escondía en el monte, era cimarrón.
-¿El burro? -le dije a mi viejo.
-Sí, el burro. Tira mordiscones -me contestó. Al verme la cara de incrédulo comenzó toda una explicación.
-Aquí no hay chocos (perros), la gente no quiere tenerlos. No tienen qué comer ellos, menos para un perro. -¿Y? -le contesté con un ademán y la mirada.
-Por este desvío circulan trenes de pasajeros que van al norte, a Tucumán, y otros por el ramal a Catamarca. Al pasar, desde la cocina del coche-comedor tiran desperdicios, es la hora de la cena. Antes, cuando había perros, recorrían un buen trecho la vía, era una fiesta perruna. Como te dije: hoy, nadie repone perros, se fueron acabando. Apareció este burro, de lomo muy gris y de panza muy blanca, tarasconeador y pateador, muerde de puro traicionero, hay que tener cuidado. Es salvaje. Me miraba el viejo, vaya a saber qué cara tendría yo, pero él continuó dándome explicaciones:
-Ahora él hace el recorrido que antes los perros disfrutaban. Vive en el monte. Sale de noche, o después que pasa el tren de pasajeros. Si es un carguero o el tren aguatero o el de auxilio, ni se asoma -el viejo ya me asombraba de nuevo, nos tenía acostumbrados a esa invención. De la nada, como ahora, ¡zas!, un cuento.
-Con decirte que sabe los horarios de los trenes de pasajeros -dijo sin pestañear. Lo miré como diciendo: "dejáte de joder viejo, cómo va saber este burro los horarios, si los burros son lo más burro de los animales. Si cuando yo no sé algo me dicen burro, y ahí no más me sobo las orejas, por si me crecen".
-Es verdad, ya vas a ver cuando pase el rápido.
Pasó el rápido. Al rato se asomó el burro en la punta del andén. Comenzó a caminar despacio por el medio de la vía, indolente cruzó por enfrente de la estación, se perdió en la noche. A la madrugada regresó con la panza que se le reventaba. Parecía una burra preñada. Retornaba por el medio de la vía,
casi pisando sus huellas. Al cruzar el cuadro de la estación dobló y se metió en el monte. Lo vi varias veces. Me miraba de soslayo, como zorreando. Ni apuraba el trote ni lo hacía cauteloso, tranqueaba con seguridad.
Vinchucas, viento salado, el burro, el tanque de agua y su estatura, y la señal de distancia, flaca y alta, parecía un esqueleto de fierro, con un brazo verde que a veces se volvía rojo. Ése era el desvío, como tantos otros.
-¿No te aburrís viejo? -le dije un día.
-No, yo siempre me ando acompañando...
-¿...?
-Sí, conmigo y con ustedes. Nunca estoy solo -quiso explicar.
-¿...?
-Bueno, ya entenderás algún día.
Terminaron esos viajes y los relevos de mi viejo, lo ascendieron. Mucho tiempo después, pero mucho, vino lo que vino: al ferrocarril lo pararon.
Viajando rumbo al norte, no hace mucho, por la ruta 9, recordé el desvío. Ahí no más me aparté del camino, tomé una carretera provincial Y llegué al desvío aquél. Ya no era el mismo. El pueblo estaba abandonado, la estación era una tapera, los yuyos cubrían el andén, las palancas de las señales
aparecían cubiertas por un montículo de arena grasosa; el tanque de agua no tenía más agua, ese brazo vigoroso ya no goteaba más, el color que le dio majestuosidad se volvió cáscara de óxido, y la señal de distancia perdió los colores. El monte avanzaba, los médanos desdibujaban las calles. El avance
del arenal emparejaba todo, con bravura batallaba con el monte disputando espacios. Sólo un viejo muy viejo vivía en la casa de ramos generales abandonada. Era el herrero. No lo reconocí en un principio. Vivía esperanzado de que alguna vez regresara el tren. Caminamos por el pequeño pueblo abandonado. Me contaba las historias de los que vivieron allí. El cementerio desapareció, el monte lo devoró. Llegamos a lo que fue la estación. Me acongojaba al ver esas ruinas, mis recuerdos se tornaban nubosos.
De repente, el asombro: las vías estaban sin yuyos, limpias. Como si alguien, o la cuadrilla de catangos (peones) de vías pasaran todavía carpiendo los pastizales para evitar los patinajes. Los rieles se veían
medio oxidados, pero nítidos. Caminé hasta el cambio del desvío y observé que para el norte y el poniente, estaban libres de pastos, los durmientes a la vista y los cables de las señales limpias de enredaderas rastreras.
No salía de mi asombro. Este viejo muy viejo apretó sus ojos hasta hacerlos rendijas, enfocó esa abertura en mi rostro y escrutó ese asombro.
-Es el burro -dijo. Después de muchos años puse la misma cara que a mi Viejo cuando me nombró a ese asno por primera vez.
-Sí, es el burro. Vive en el monte. Está todo gris, como canoso, es muy viejo, -dijo el viejo y continuó- todas las mañanas sale a carpir la vía; al regresar, pasa frente a donde vivo, se detiene, me mira, intenta rebuznar y no puede. Parece un quejido ese intento. Pero yo sé qué quiere decir. Porque
tengo la misma esperanza que él: esperamos el tren...
*de Juan Carlos Cena. ferrocena2003@yahoo.com.ar
4*
El tren entra con una imagen fantastica, de esas que uno graba y congela en la memoria, estoy asomado a la ventanilla y veo como vuelan las hojas al costado de la locomotora, danzan con el vapor que arroja la maquina y a la altura de sus bielas comienzan a planear como plumas, descendiendo en juegos de tiempo y aire donde uno parece ver lo que desea y necesita ver. El anden tiene cuatro o cinco platanos añosos que parecen haber esperado la llegada del tren para desprenderse de sus hojas al temblor del pampero que ha soplado fuerte en toda la jornada. El tren hace una breve estadia, apenas para estirar las piernas haciendo ruidito sobre las hojas que tapizan el anden de tierra mezclado con conchilla. Uno intenta explicarse en vano que hace aquí, que idea puede justificar pisar este, un pequeño pueblo perdido en medio de la pampa por el que hace añares que no pasaba el tren.
Pense en la anécdota Antonio Dal Masetto: "Una vez, recuerdo, tomé un tren equivocado que me dejó muy lejos, en un lugar del interior. Perdí un día para llegar a donde tenía que ir, pero lo disfruté muchísimo: esa sensación de total anonimato, de estar un poco viviendo una aventura", recuerdo, ese remate antes del punto final de la nota.. Un viaje a lo desconocido, como el de un niño inmigrante. Puede, es posible que en este viaje fantastico este tratando de ver las cosas con la mirada asombrada de mi padre, el largo camino desde su pueblo sin trenes hasta tomar la Letorina desde Marsiconuovo a Napoli, que sólo habrá hecho muy pocas veces... viajar para alistarse al servicio militar, la huida a ver a su madre antes de que lo embarcaran a la guerra africana, de nuevo volver despues de finalizada la guerra, y el último viaje para ir a América, trabajar, tener hijos, nunca volver a tomar un tren en suelo italiano. Y si, me veo, lo imagino un poco a mi padre tratando de ver lejanias...
Tambien puede ser recordar los viajes en familia para Quequén, mi propio asombro de los 8 años al ver entrar ese gigante huemante de hierro negro al anden de la estación de Temperley. Los largos viajes cuando despues de la medianoche apagaban las luces. Todo era silencio y uno se hacia uno con el cielo que parecia más cercano en sus caminos de estrellas que el destino interminable de ese viaje a oscuras por un campo de luces perdidas y estaciones que no duermen esperando su único tren en la madrugada.
Pero el tren no va a esperar mi viaje mental y suena la campana, subo con el tren en movimiento, busco en el vaiven el asiento ,-el 23 V-, todavía la tarde regala un cielo infinito y a poco de andar hay que pasar el puente sobre el arroyo Pergamino. El curso se ensancho fuera de la previsión del 1900, el puente esta desmoronado, habra que pasarlo entonces a fuerza de letras e imaginación. Ahora mismo esta el guarda pasando vagón por vagon pidiendo a la gente que escriba sufientes palabras para pasar del otro lado, tender un puente por los aires, los más deslumbrados son los niños que empiezan a dibujar puentes y arco iris de colores. Yo prefiero caminar entre la gente, bajar y andar entre los pastos para ver una imagen cierta de la devastación Argentina. Y proponer alguna metáfora acerca de cuantos puentes no visibles, más abstractos, ligados a la articulación entre sectores sociales se han derrumbado.
*de Eduardo F. Coiro inventivasocial(arroba)hotmail.com
5*
Don Manuel se quitó la gorra, sacudió apenas el polvo depositado sobre la visera, contempló aquella gastada chapita de metal donde rezaba JEFE DE ESTACIÓN con un orgullo que no decrecía, aunque hubieran pasado ya muchos años desde su designación como tal, y volvió a encasquetársela con ampulosa elegancia. Algo muy dentro suyo le decía que aquél no sería un día cualquiera, sino uno muy especial.
Recorrió el solitario andén nº2, escoba en mano, dispersando las escasa hojas que trajera el viento la noche anterior, y contempló hacia el horizonte, donde las vías se alejaban en un diminuto punto, con una mano sobre la cadera y la otra sosteniendo la escoba como una lanza, a la espera de algo, aunque no sabía muy bien qué. Lo intuía, hasta casi podía palparlo en el aire...
Volvió a la oficina, calentó la pava, y se hizo unos mates. Lamentaba no poder escuchar las noticias, a causa de la rotura de la radio, pero bueno... Ya llegaría el expreso de las 8hs., con destino La Plata, y con él la primera edición de La Razón. ¿Quién habría sido designado al frente del gobierno? "Estos generales", pensó Don Manuel, negando con la cabeza, "deberían ocuparse de seguir haciendo maniobras, en lugar de dedicarse a la política. Aunque..., con los políticos que tenemos...".
Eran las 8:30hs. cuando decidió llamar a La Plata, para que le informaran qué había ocurrido con el expreso, que ya llevaba media hora de atraso. El fantasma del descarrilamiento lo acosaba desde hacía 15 minutos, y si no pedía informaión a la Estación Central, se lo comerían los nervios. Nunca le había pasado algo así, en los casi 40 años de servicio. Sin embargo, en La Plata no le atendía nadie. Y si no era por el rumor del viento entre los árboles, ni siquiera se escuchaba el piar de los pájaros. El viento y el pulso intermitente del teléfono, llamando a la distancia. Nada más.
Un súbito escalofrío le recorrió la espalda, pero se negó a saber cuál era el motivo de su temor. Tal vez, algo dentro suyo también supiera qué estaba pasando, del mismo modo que supiera que aquel día ocurriría algo.... Pero no era esto. La ausencia del expreso a La Plata era un elemento circunstancial. Había algo mucho más importante palpándose en el aire. Pero Don Manuel se hallaba tan confundido que no podía averiguarlo. Sus deberes oficiales se mezclaban con esta repentina intuición, obligándolo a dudar.
Cerca de las 9hs., con las primeras gotas de sudor corriéndole a través de la frente hacia las cejas, el semblante demudado, y el nudo de la corbata flojo y desprolijo, se asomó a la puerta de la oficina. Un extraño rumor le tensó los nervios un poco más aún. Ruido de voces distantes. Y de risas infantiles. Muchas risas infantiles.
Lentamente fueron acercándose. Venían marchando sin orden alguno a la vera de los rieles, riendo y jugando entre ellos, agitando banderines, lanzando alguna pelota al aire, abrazando una muñeca. La escena lo intrigó, hasta que reparó que provenían de aquel sendero por donde se podía llegar hasta la flamante Ciudad de los Niños. No había mayores que los acompañasen, aunque todos ellos perteneciesen a alguna escuela, a juzgar por los guardapolvos, algunos manchados, otros raídos. A Don Manuel se le antojó pensar que aquello parecía una marcha de despedida, y quizá no estuviese del todo equivocado.
Para cuando llegaron al andén, ya habían reparado en su presencia. Lejos de ignorarlo, como solían hacer todos con el Jefe de Estación, un elemento más dentro del mobiliario del ferrocarril -ya no era como antes, cuando el cargo aún inspiraba respeto-, los recién llegados agitaron sus manos en dirección a él y se ordenaron automáticamente en fila, dispuestos a ascender a una formación imaginaria. Don Manuel apenas elevó su mano derecha, sorprendido ante semejante aparición, con la cabeza llena de dudas. Comenzó a acercarse depacio, intentando formular alguna pregunta que aquellos niños, absortos en sus juegos, pudiesen llegar a responderle. Fue entonces cuando lo vio.
Al principio creyó haberse equivocado. Pero al acercarse aún más, no tuvo ninguna duda. Y el hecho de contemplar aquello le produjo un nauseabundo vacío en las entrañas.
El chico reía cuando giró la cabeza hacia él, y casi como al descuido, como si supiese que Don Manuel hubiera estado allí desde siempre, lo saludó:
-Hola, papá -, y volvió a ponerse a hablar y reír con sus amigos.
No... No podía ser... ¡Era imposible, carajo! Don Manuel se quitó la gorra de un tirón y resopló agitado, el corazón batiéndole dentro del pecho como un caballo desbocado, la cordura a punto de quebrársele en mil pedazos. "¡Este no es mi hijo!", protestó una voz dentro de su cabeza. "Martincito no puede estar acá... ¡¡¡A Martincito lo enterramos hace como veinte años!!!".
Se volvió, caminó sin sentido por el andén, se aferró la cabeza. Por un lado, algo lo impulsaba a lanzarse sobre aquel chico y volver a abrazarlo, su cuerpito fresco y entero, tan diferente a los desgajados restos que encontraron entre los durmientes, en una fatídica mañana de invierno, luego de una horrenda noche en vela, ante al desaparición de Martincito. Y por otro lado, algo también le decía que si lo rozaba siquiera, se marcharía con él a donde quiera que se fuese. Porque su hijo estaba a punto de marcharse, ¿verdad?
Las voces infantiles y los gritos de euforia le taladraban los oídos, a la manera de un nefasto panal de abejas que le surcara alrededor sin despegársele, como embadurnado de miel. Desesperado, alzó la vista y contempló en dirección al horizonte, al principio sin reparar en lo que estaba mirando. Hasta que comprendió que aquella formación que se acercaba en medio de un densa nube de vapor no podía pertenecer a este mundo.
Le resultó imposible describirla. Tal era el impacto que la imagen le producía, que debió alejar la mirada de aquella singular locomotora y centrarla en Martincito, sonriente, juguetón, como a él siempre le había gustado verlo.....y luego recordarlo. Una imagen que hubiera querido contemplar eternamente...
Entonces supo por qué el expreso de la 8hs no había llegado, ni tampoco llegaría; ni ese día, y quizá nunca más en el futuro. O por qué la radio ya no funcionaba, y los diarios no llegaban, o nadie le contestaba el llamado telefónico. De pronto supo que aquella parada, la Estación Pergamino, ya no recibiría un solo tren más en sus andenes. Y él tampoco, en ninguna otra estación de ferrocarril.
Volvió a contemplar el rostro divertido y libre de preocupaciones de Martincito -tal vez tan despreocupado como un instante antes de que lo atropellase el tren-, quien ahora lo miraba muy fijo, invitándolo a acercarse. Y entre la nube de vapor que los rodeaba, respirando muy hondo, soportando el miedo y la sorpresa, Don Manuel le extendió una mano, estrechó aquella pequeña palma rosada que le respondía el llamado, y con un atisbo de sonrisa murmuró:
-¿Nos vamos, hijo?
Martincito asintió con la cabeza.
Y tomados de la mano, entre los numerosos chicos que ascendían al vagón, rodeados por una bruma blanca, treparon los metálicos escalones...
*de Aldima. licaldima@yahoo.com.ar
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