ESTACIÓN ANASAGASTI
Poesía en los andenes..
*
Amigo.
Si acaso pasas por mi pueblo,
libre, después de tantos años,
hazlo depacio, amigo.
si puedes caminando
descalzo si es posible,
sin perturbar su descanso,
y el dejara que tus dedos
le roben a las paredes viejas
los recurdos que en el musgo
atesoran desde antaño.
Anda por la plaza,
donde juegan los niños
y siéntate en sus bancos.
Mira la iglesia y sus campanarios,
luego camina hacia el norte
por la calle de tierra, sin veredas
y cuando por un sendero de alamos
transiten tus pies cansados,
recoge sus hojas muertas,
todas las que puedan tus manos.
Veras al final del sendero,
un rancho abandonado,
entra sin golpear hasta su patio,
y en el tizón, una a una,
lentamente, quema las hojas
que recogieron tus manos.
No te sorprendas si ves un viejo,
que cambia su sonriza, por un llanto.
Sabra mi padre, que tras las rejas,
siempre en él estoy pensando.
*de Santiago Muller. yitoe@yahoo.com.ar
Inestar*
Cuando te vas así, sin gesto y sin aviso,
como el día que marcha de repente
hacia la turbia noche del olvido
porque sí, porque no, porque tal vez es tarde,
porque el día y el sol, por la mañana gris,
porque el temor o el valor
o por las dudas, en busca del túnel del escape,
yo no sé qué pensar, tan sólo siento
el vacío de vos, lo inaccesible,
tu insoportable inestar
y la agonía de no entender, en realidad,
por qué te vas.
*de Fanny Garbini Téllez. fannyte@ciudad.com.ar
InvenTren
Sabía que el tren había parado ahí por pocos minutos, pero abría los ojos grandes y los fijaba en distintos puntos, como para retener la imagen y contarle a su amor tanta belleza.
Cada tanto, se dispersaba en el cielo alguna nube, en la que ella intentaba imaginar figuras. Nadie parecía conversar en el vagón, pero se escuchaba desde el otro la voz de una mamá que lo retaba a su hijo, cuando se intentaba bajar del tren.
"-Si yo fuera chiquillo -pensaba Sara-, haría lo mismo. Correría entre las flores y me vestiría de amarillo, para ser parte del campo"-
Paisaje de amor, eso era ella.
Amapola, cuando intentaba recordar los sentimientos que le despertaba su amor.
Tren, cuando viajaba.
Agua cuando llovía.
Luna cuando oscurecía.
Tan sólo con el tiempo pudo ser recuerdo, después de haber sido en cada estación, en cada viaje, parte de cada uno de los paisajes.
*de Moni. Monipas05@aol.com
Estación Anasagasti
1*
Todos se reunieron esa noche, para rendir un tributo especial a los fantasmas de la memoria de aquellos que alguna vez andaron y desandaron historias en los trenes.
Saul, otrora empleado de la estación Navarro, cuenta que ese día, hubo algarrabia y se vendieron doscientos boletos, para que la gente tuviera la oportunidad, de participar de la fiesta del tren.
Cuenta Amelia, la boletera, que hacia las seis de la tarde del día anterior, ya se habían agotado los boletos, y que los últimos que los había comprado la familia Llanos, una de las mas antiguas del lugar.
Si bien se venía planificando la fiesta, desde hacía dos años, no se concretó hasta ese mes de septiembre, porque como siempre se dice, del dicho al hecho, hay mucho trecho, y tuvieron que organizar previamente y de forma conveniente el evento.
Juan Moris, un jubilado muy entusiasta, fue quien comenzó las gestiones para realizarla, por lo que escribió varias notas, solicitando la autorización a las autoridades, que si bien tardaron seis meses en dar respuesta, lo aceptaron gustosamente, así que a partir de ese momento, se dedicó el Juan a formar un grupo de amigonovios de los trenes, y consiguió que diez personas mas, se encargaran de organizar tamaño homenaje.
Para ese día, no sólo el tren en sí, debería lucir como en sus mejores tiempos, sino además ser una fiesta especialísima, en la que además del viaje, resultara inolvidable la cena y el baile.
De mas está decir, que se pidió apoyo a muchas gente, y que en cinco meses, el vagón comedor, como los demás, parecían ser parte de un sueño que retornaba del pasado.
Mientras tanto, Eduardo, el hermano que además de carpintero, había sido cocinero profesional de un importante hotel de Capital, planificaba los platos que se servirían durante el viaje. Hacia las seis de la tarde, se serviría un copetín, como en los buenos tiempos y después del mismo, cada uno de los pasajeros, haría vivir su historia en el tren.
Hacía las veinte y treinta, se invitaría a los pasajeros al salón comedor, y una vez en el, el coro de los Santos viajeros, estallaría en un himno recordatorio; mientras, por supuesto, se serviría la cena, con una entrada tradicional de empanadas .
Como segundo plato, consideró prudente, servir pollo asado con ensaladas, a fin de que las panzas llenas, no fueran impedimento para comenzar el baile...
El baile en sí, comenzó hacia las veintidos, momento en que Mónica, una de las organizadoras, consiguió, que Don Ramón Giles, uno de los empleados mas viejos del ferrocarril, terminara de dialogar con sus cinco amigos, se pusiera de pie y a la voz de aura, diera por iniciada la hora de la danza.
En ese momento, tres parejas se unieron y a los diez minutos, eran diez.
Los demás, por resultar el lugar insuficiente para las cabriolas, bailaban sentados en su lugares y se notaba que cada tanto, las parejas se renovaban, en un acto de buena voluntad para que participaran todos.
Dicen que lo mas llamativo, fue ver subir en las estaciones, tantas personas vestidas con trajes de época.
Cuenta mi tío Bocha, (que no llegó a tiempo para reservar un boleto para aquel viaje), que se sentó cerca de las vías del tren, casi cuatro kilómetros mas adelante a esperar que pasara. Que lo que vió ese día se le quedó grabado en la memoria para siempre: desde las ventanillas, se veía a la gente feliz, iluminada (yo siempre le digo que debió ser por la luz del tren) . Y que sobre el techo, sobre el que se reflejaba la luna, vió como cinco ángeles, todos sonrientes, se adelantaban como veinte metros , y elevaban las vías hacia el cielo.
*De Moni. Monipas05@aol.com
2*
-a Gaby Ces-
Martes de otoño, 9 AM. Como cada mañana, Gloria se dirige hacia su trabajo en Capital a bordo de la “trochita angosta”, como le dicen cariñosamente los usuarios al tren suburbano que lidera “Fénix”; ésta es la locomotora melliza de “Sophostine” -también alimentada a GNC-, aquella que realiza los viajes de larga distancia a través de la llanura pampeana. Como cada mañana de otoño, enfundada en un sacón negro bien abrigado, porta entre sus manos un libro perteneciente a su voluminosa biblioteca; en este caso, de Michel Foucalt, “Vigilar y castigar”. Un poco de filosofía en este presente argentino, tan bastardeado por la banalidad de lo cotidiano, no viene nada mal.
Al llegar a Anasagasti, el vagón se estremece ante los estentóreos versos de una canción de Joan Manuel Serrat, entonados con más dedicación que armonía por un varón un tanto exacerbado. “Otro que canta pidiendo limosna”, piensa Gloria sin alzar la vista, y vuelve a concentrarse en Foucalt. La voz cantora se le acerca a través del vagón atestado y permanece a su lado, dejando por un momento de entonar –como puede- “De vez en cuando la vida”, para afirmar:
-¡Qué linda chica! Yo me quedo cerca suyo.
Gloria no despega los ojos de un determinado párrafo que ya ha leído varias veces, sin poder encontrar el sentido preciso entre frases tan complejas. Muy a su pesar, oye las voces que retumban por encima de su cabeza
-Ella no deja de leer, compenetrada en su librito -, parece relatar, en estilo futbolero, el cantor de Serrat. –Es una pena que no levante su carita en un ángulo apropiado para que me deje descubrir sus hermosos ojazos…
-Basta, José. Dejala tranquila -, le dice, entre divertida y fastidiada, una voz de mujer.
-¡Oia, está leyendo filosofía! -, exclama él. -¡Mirá, yo también!
Y de pronto, el campo visual de Gloria se ve invadido muy de cerca, casi chocando contra su nariz, por un libro en cuya tapa apenas consigue discernir el nombre de Jorge Bucay. Sorprendida, alza la vista, para encontrarse con la fugaz imagen de un muchacho alto y rubio, de cabello largo y lacio, vestido con una gruesa campera de cuero, debajo de la cual se aprecia a las claras un ambo de médico de color verde claro. La mujer a su lado también viste de médica, aunque parece más una amiga o compañera de trabajo que su pareja.
-Pero es una cagada -, se defiende él, escondiendo velozmente el libro en uno de los amplios bolsillos de la campera.
Gloria baja la vista de inmediato, avergonzada, sin saber de qué, en el momento en que suena su teléfono celular, y ella atiende.
-¡Hola!… Sí, soy yo, Gloria…
-Uy, mirá. Se llama Gloria. Qué nombre más hermoso…
-José: me parece que vos con tu novia ya no tenés nada que hacer -, le dice su amiga o compañera. -¿No pensaste que ya es hora de terminar?
-¿Qué novia? -, parece ofenderse él, aunque su tono continúe siendo burlón. –No te metas en esto.
-Si… Sí, entendí. Te llamo después -, dice Gloria, y apaga el celular.
-No me digas que te llamó tu novio -, dice él. –Decime que no, por favor, porque me muero de amor aquí mismo.
-Basta, José. Estás haciendo un papelón -, le dice la médica, entre divertida y admonitoria.
El vuelve a entonar a Serrat, sin preocuparse por afinar. Gloria vuelve en vano a mirar la releída página de Foucalt. Le resulta imposible volver a concentrarse, pero dejar a un lado el libro sería como darle autorización al pesado éste para que la siga cargoseando, y así ya no podría sacárselo de encima. Los clásicos versos de Serrat le aturden los oídos, pero se consuela sabiendo que pronto bajará. La amiga o compañera de José parece murmurarle algo para que se calle, pero también es inútil.
Al rato, ambos descienden. Ella suspira, fastidiada, aunque satisfecha por no tener que escucharlo más. Y mientras él se aleja por el pasillo, se vuelve y exclama, haciendo que ella se ruborice:
-¡Chau Gloria!
*
Miércoles de otoño, 9 AM. Gloria lee “Más rápido que la vista”, de Ray Bradbury. El vagón está más vacío que ayer, por esas raras cuestiones de la oscilación del pasaje. Y al arribar a Anasagasti, una voz la estremece desde la puerta, provocándole un sudor nervioso en las axilas.
-¡Gloria! ¡Dichosos los ojos que te ven!
Ella apenas alza la vista para verlo a… ¿se llamaba José? …dirigirse sonriente hacia allí, esta vez sin la presencia de su amiga o compañera médica, aunque con el mismo ambo verde claro, para sentarse en el asiento que Gloria tiene enfrente suyo, de espaldas a “Fénix”. Ella suspira y vuelve a sumergirse en el libro.
-¿Seguís con la filosofía? ¡Qué chica más lectora!-, comenta él, y se inclina hacia el pasillo con la cabeza hacia abajo pero la cara en alto, espiando la tapa del libro que ella sostiene entre las manos. -¡Ah, no: Bradbury! “Fahrenheit 451” es mejor. ¿no lo leíste?
Ella no lo mira, pero desea desmaterializarse de inmediato, como si en cualquier momento viniese a buscarla el Sr. Spock para alejarse a velocidad “warp” a bordo de la nave espacial Enterprise.
-Gloooooriaaa... -, se admira él, sin reparar en el silencio de ella. -¡Qué suerte la mía, volver a encontrarte arriba del tren. Tomás siempre el mismo, ¿no? Parece que sí. De seguro vas a trabajar a esta hora. ¿De qué laburás? Ya sé, no vas a contestarme. Bueno, no importa; yo te quiero igual.
Y de pronto, como si repitiese el bochornoso espectáculo del día anterior, se pone a cantar “Contigo”, de Joaquín Sabina.
Gloria resopla. “¡Otra vez!”, piensa, sin poder reprimir una sonrisa. La situación es bastante ridícula.
-¡Jáh! -, exclama él, palmeándose un muslo. -Te hice sonreír, ¿eh? ¿A que no te animás a dejar de leer y contestarme?
Entonces ella, ignorando por qué, desconociéndose a sí misma, calza el señalador entre las páginas, cierra el libro con un sonoro PLOP! y lo mira a los ojos, sin vacilar……ni abrir la boca.
José permanece inmóvil, comenzando a sonreír. Un extraño brillo aparece en su mirada, algo casi ajeno al personaje que viniera interpretando hasta entonces. Una mirada transparente, sincera, pura. La mirada de un adolescente ilusionado que se halla a punto de enamorarse, de corazón, hasta el tuétano.
-Sabía que no ibas a dejarme así -, murmura él, como si hablara consigo mismo, sosteniéndole esa profunda y silenciosa mirada que parece atravesarlo. –Sabía que alguna vez ibas a salir del frasco para darme bolilla… Y la verdad, …es que no puedo creer que esto me este ocurriendo a mí…
Gloria desvía de pronto la mirada, espía por la ventanilla, mira su reloj, y sin decir nada, se levanta y baja.
-¡Eh! -, la llama él por encima de su hombro, bastante perplejo, mientras ella camina por el pasillo del vagón hacia la puerta. -¿Te bajás antes hoy? ¿Qué pasó?
Pero ella no responde. Y cuando desciende en el andén, vuelve la mirada hacia la ventanilla del lugar donde estuviera sentada. José la contempla con aire risueño y soñador, saludándola con una mano, mientras sus labios esbozan: “Chau Gloria, nos vemos mañana”
*
Jueves de otoño, 9:15 AM. Gloria sigue leyendo el mismo libro de Bradbury, desconcertada al preguntarse si “Fahrenheit 451” –que no ha leído- será mejor o no. Las estaciones van pasando monocordes, la trama de los cuentos la cautiva y aleja de la realidad, y recién casi al llegar a destino repara en que José no ha subido en Anasagasti. Se sorprende a sí misma al preguntarse: “¿Le habrá pasado algo?”. Y descarta la pregunta, por absurda. “Vamos, es apenas una coincidencia que hayamos vuelto a viajar juntos”. Pero la duda persiste: “¿Se habrá aburrido porque no le di bolilla, y viaja en otro vagón? ¿Me habré comportado muy mal ayer? Bah, no puedo estar pensando en esto. Nada se pierde si él aparece o no”. Y termina la página, antes de bajarse del tren. Aunque la sensación de ausencia no desaparece…
*
Viernes de otoño, 9:10 AM. Al llegar a Anasagasti, Gloria levanta la vista del libro –“La tregua”, de Mario Benedetti- y contempla la puerta del vagón, casi con cierta ansiedad. La silueta de José se recorta en el extremo del pasillo, con los brazos en alto, mientras exclama:
-¡GLORIA!!!
La mitad del pasaje levanta la cabeza, curiosos ante semejante desborde de optimismo. José se acerca hacia donde está ella, aunque sin conseguir un asiento vacío. Por el camino se cruza con el guarda, embutido en su gastado uniforme azul, quien deja de picar los boletos y le pregunta:
-Che, cantor: ¿qué te pasó ayer, que no viniste?
-Nada, nada… -, minimiza él, con el ceño fruncido, haciendo un gesto con la mano que resta importancia a la situación. –Tuve que hacer un domicilio, atender una emergencia. Se tiró un viejo de un balcón y se hizo mierda… Cosas que pasan.
-Y bueno… -, agrega el guarda. –Saludos a tu viejo. Decile de mi parte que hay cosas peores que jubilarse como ferroviario.
-No creo… -, responde José, vagamente.
Y al verla otra vez, el rostro se le ilumina con una sonrisa, mientras extrae del bolsillo de su campera un chocolate “Milka”, en formato extra grande. Ella alza una mano temblorosa, a pesar de lo que su mente compleja y racional le grita dentro de su cabeza (“¿Qué hacés, inconsciente? ¡No te lo sacás más de encima!”), y murmura un pálido:
-Gracias…
Para luego bajar la vista, dudando si abrir el envoltorio del chocolate o no, si quedárselo para ella o regalarlo, si devolverlo o aceptar una deliciosa manera de invitarla a compartir algo juntos, mientras escucha a José desafinar con el bolero “La gloria eres tú”, en versión de Luis Miguel. Finalmente, ella abre el paquete y le extiende uno de sus extremos, para que él parta una barrita y deguste con ella del regalo.
-Ayudame a comerlo; de lo contrario, me vas a hacer engordar.
-Pero no, bombón. Si con tanta ropa encima, unos gramos de más ni se notan… -, y festeja su propio chiste, para luego agregar: -¡No podía ser de otra manera! Una chica tan hermosa tenía que lucir una belleza igual en la voz. ¡Me encanta! ¿Qué leés hoy?
Ella gira el libro para que él pueda ver la tapa.
-Benedetti… No leí nada de él.
-Deberías -, sentencia ella. (“¿Por qué le seguís hablando? ¡Basta!”)
Hace oídos sordos a su voz de la conciencia. Porque algo percibe en él; una ternura oculta debajo de esa máscara risueña y de puro desparpajo. No es el hombre que su madre o sus amigas hubiesen elegido para ella, pero… ¿quién está pensando en formalizar una relación? Apenas si le ha parecido simpático, aunque al principio no lo soportase. ¿Aceptaría salir con él? Probablemente no, pero… ¿quién sabe?
(“¡Gloria, dejá de pensar estupideces!”)
-Debería hacer tantas cosas… -, repone él. –Como dejar de laburar en Guardia y dedicarme a Clínica Médica de una buena vez. No estaría a las corridas todo el tiempo. ¿Sabés qué me tocó atender la otra noche, a las 3 de la mañana? A un tipo de unos 50 años que entró en una camilla, la ambulancia lo había recogido en un telo, con una botella de vodka metida a presión en el culo. ¿Podés creer? ¡Pero con la boca del envase hacia adentro, provocando el vacío! ¡Fue un quilombo sacársela!
Gloria se ríe, fascinada ante las peripecias que pueden depararle a una los viajes en tren. Circunstancias que quizás estén más allá de toda decisión voluntaria, que quizá simplemente ocurran, mientras una se deja llevar, sin pensar demasiado…
José espía a través de la ventanilla, y resopla. Se le nota de lejos que no tiene la menor gana de bajarse, que desearía seguir viajando a bordo de ese vagón hasta que el día se haga noche, y más aún también; pero no le queda otra, su trabajo lo espera.
-¿Nos encontramos mañana? -, invita, ansioso.
-Mañana es sábado: no trabajo -, aclara ella, terminando de masticar otra barrita de chocolate “Milka”.
-Quiero decir si tenés ganas de que nos encontremos en algún otro lugar, donde haya menos gente, para conocernos mejor…
La mirada tierna e ilusionada vuelve a asomarse entre sus párpados, iluminándole los ojos claros. A Gloria se le parte el corazón.
-No puedo… Pero podemos volver a encontrarnos el lunes, ¿no? En otro viaje en tren…
-¡Pero cómo no! ¡Aquí estaré, aunque esté pensando en vos todo el fin de semana! ¡Chau, hermosa!
Y antes de lanzarse hacia el andén a toda carrera, le estampa un beso en plena mejilla, cálido y sonoro. En absoluto desafinado…
*
Lunes de otoño, 9:20 AM. José trepa al vagón con un ambo color crema, inmaculadamente planchado, y el rostro más iluminado que nunca. Porta entre sus manos un flamante ramo de rosas, blancas y rojas, envueltas en papel celofán, con un precioso lazo rosado rodeando los tallos, rematado en un enorme moño con una tarjeta escrita a mano sobre uno de sus costados. Saluda al guarda, el mismo de siempre, quien exclama a su paso:
-¡José! ¿Te pusiste de novio?
Y él avanza por el pasillo, buscándola con la mirada y el corazón en un puño. Hasta que allí, en el otro extremo del vagón, más allá de unas mujeres de origen boliviano con bolsas de las compras repletas de macetitas con plantines para vender, consigue divisar su perfil. No parece estar leyendo, sino conversando con alguien. La obesa silueta de las mujeres le impide ver con quién viaja ella hasta que se acerca a su lado, y entonces…
…el alma se le derrumba a los pies.
Junto a Gloria se encuentra sentada una niñita de unos cinco o seis años de edad, de cabello castaño claro muy lacio, peinado con dos colitas, y vestida con un jardinerito color fucsia. Lleva entre sus manos una enorme rana de pañolenci verde, que cada vez que se mueve croa con la panza.
La sonrisa desaparece de sus labios; o mejor dicho, su verdadera sonrisa deja lugar a una grotesca mueca que con infinito esfuerzo quiere ser divertida, pero que sólo consigue transmitir un enorme patetismo y desazón. Permanece allí de pie, aún manteniendo en alto el ya desentonado ramo de rosas, incapaz de saber qué hacer.
De pronto, ella lanza una carcajada a raíz de un comentario que realiza la niña, y al girar la cabeza lo descubre, a un metro y medio apenas de donde se encuentran sentadas. Gloria lo mira detenidamente, suavizando su sonrisa, hasta que ésta desaparece de sus labios. Le guiña un ojo, contempla el ramo de flores, y permanece en silencio. Quizá, del mismo modo que él, sin saber qué hacer, un tanto aturdida ante semejante demostración de cariño, tal vez no correspondido. A su lado, la niña advierte que algo más que sus bromas atraen la atención de Gloria, por lo que la sujeta por uno de sus antebrazos, lo agita, y exclama:
-¡Mamá! ¡¿Me estás escuchando?!
Y José siente que el suelo se abre ante sus pies, mientras su alma, junto con sus ilusiones, caen a pique hacia las vías.
-¿Qué pasó, cantor? -, le dice el guarda, burlón, al pasar junto a él pidiendo los boletos. -¿Te dio por el romance ahora?
José ni siquiera registra el comentario. Le resulta imposible percibir algo más allá de esa imagen maternal que ve allí, en ese asiento ferroviario, sin comprender cómo ha sido posible que soñara despierto durante tantos días, aumentando el empatanamiento en su propia inmadurez.
Aferra el ramo con ambas manos, se apoya contra el borde del respaldo de uno de los asientos aledaños, y con la mirada perdida, sin un atisbo de simpatía o jocosidad en la voz, desafina como de costumbre el tango “Nostalgias”…
*de ALDIMA. aldima@uolsinectis.com.ar
*
Foro del Inventren: este foro es abierto, no hace falta ser abonado y tiene por fin intercambiar anegdotas, relatos, historias surgidas de puño y letra sobre el tema de viajar en tren, o de viajar por la vida y ademas en tren.... y desde luego recibiran las 36 estaciones del actual viaje.
para inscribirse hay que enviar un mail en blanco a .
inventren-subscribe@gruposyahoo.com.ar
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Amigo.
Si acaso pasas por mi pueblo,
libre, después de tantos años,
hazlo depacio, amigo.
si puedes caminando
descalzo si es posible,
sin perturbar su descanso,
y el dejara que tus dedos
le roben a las paredes viejas
los recurdos que en el musgo
atesoran desde antaño.
Anda por la plaza,
donde juegan los niños
y siéntate en sus bancos.
Mira la iglesia y sus campanarios,
luego camina hacia el norte
por la calle de tierra, sin veredas
y cuando por un sendero de alamos
transiten tus pies cansados,
recoge sus hojas muertas,
todas las que puedan tus manos.
Veras al final del sendero,
un rancho abandonado,
entra sin golpear hasta su patio,
y en el tizón, una a una,
lentamente, quema las hojas
que recogieron tus manos.
No te sorprendas si ves un viejo,
que cambia su sonriza, por un llanto.
Sabra mi padre, que tras las rejas,
siempre en él estoy pensando.
*de Santiago Muller. yitoe@yahoo.com.ar
Inestar*
Cuando te vas así, sin gesto y sin aviso,
como el día que marcha de repente
hacia la turbia noche del olvido
porque sí, porque no, porque tal vez es tarde,
porque el día y el sol, por la mañana gris,
porque el temor o el valor
o por las dudas, en busca del túnel del escape,
yo no sé qué pensar, tan sólo siento
el vacío de vos, lo inaccesible,
tu insoportable inestar
y la agonía de no entender, en realidad,
por qué te vas.
*de Fanny Garbini Téllez. fannyte@ciudad.com.ar
InvenTren
Sabía que el tren había parado ahí por pocos minutos, pero abría los ojos grandes y los fijaba en distintos puntos, como para retener la imagen y contarle a su amor tanta belleza.
Cada tanto, se dispersaba en el cielo alguna nube, en la que ella intentaba imaginar figuras. Nadie parecía conversar en el vagón, pero se escuchaba desde el otro la voz de una mamá que lo retaba a su hijo, cuando se intentaba bajar del tren.
"-Si yo fuera chiquillo -pensaba Sara-, haría lo mismo. Correría entre las flores y me vestiría de amarillo, para ser parte del campo"-
Paisaje de amor, eso era ella.
Amapola, cuando intentaba recordar los sentimientos que le despertaba su amor.
Tren, cuando viajaba.
Agua cuando llovía.
Luna cuando oscurecía.
Tan sólo con el tiempo pudo ser recuerdo, después de haber sido en cada estación, en cada viaje, parte de cada uno de los paisajes.
*de Moni. Monipas05@aol.com
Estación Anasagasti
1*
Todos se reunieron esa noche, para rendir un tributo especial a los fantasmas de la memoria de aquellos que alguna vez andaron y desandaron historias en los trenes.
Saul, otrora empleado de la estación Navarro, cuenta que ese día, hubo algarrabia y se vendieron doscientos boletos, para que la gente tuviera la oportunidad, de participar de la fiesta del tren.
Cuenta Amelia, la boletera, que hacia las seis de la tarde del día anterior, ya se habían agotado los boletos, y que los últimos que los había comprado la familia Llanos, una de las mas antiguas del lugar.
Si bien se venía planificando la fiesta, desde hacía dos años, no se concretó hasta ese mes de septiembre, porque como siempre se dice, del dicho al hecho, hay mucho trecho, y tuvieron que organizar previamente y de forma conveniente el evento.
Juan Moris, un jubilado muy entusiasta, fue quien comenzó las gestiones para realizarla, por lo que escribió varias notas, solicitando la autorización a las autoridades, que si bien tardaron seis meses en dar respuesta, lo aceptaron gustosamente, así que a partir de ese momento, se dedicó el Juan a formar un grupo de amigonovios de los trenes, y consiguió que diez personas mas, se encargaran de organizar tamaño homenaje.
Para ese día, no sólo el tren en sí, debería lucir como en sus mejores tiempos, sino además ser una fiesta especialísima, en la que además del viaje, resultara inolvidable la cena y el baile.
De mas está decir, que se pidió apoyo a muchas gente, y que en cinco meses, el vagón comedor, como los demás, parecían ser parte de un sueño que retornaba del pasado.
Mientras tanto, Eduardo, el hermano que además de carpintero, había sido cocinero profesional de un importante hotel de Capital, planificaba los platos que se servirían durante el viaje. Hacia las seis de la tarde, se serviría un copetín, como en los buenos tiempos y después del mismo, cada uno de los pasajeros, haría vivir su historia en el tren.
Hacía las veinte y treinta, se invitaría a los pasajeros al salón comedor, y una vez en el, el coro de los Santos viajeros, estallaría en un himno recordatorio; mientras, por supuesto, se serviría la cena, con una entrada tradicional de empanadas .
Como segundo plato, consideró prudente, servir pollo asado con ensaladas, a fin de que las panzas llenas, no fueran impedimento para comenzar el baile...
El baile en sí, comenzó hacia las veintidos, momento en que Mónica, una de las organizadoras, consiguió, que Don Ramón Giles, uno de los empleados mas viejos del ferrocarril, terminara de dialogar con sus cinco amigos, se pusiera de pie y a la voz de aura, diera por iniciada la hora de la danza.
En ese momento, tres parejas se unieron y a los diez minutos, eran diez.
Los demás, por resultar el lugar insuficiente para las cabriolas, bailaban sentados en su lugares y se notaba que cada tanto, las parejas se renovaban, en un acto de buena voluntad para que participaran todos.
Dicen que lo mas llamativo, fue ver subir en las estaciones, tantas personas vestidas con trajes de época.
Cuenta mi tío Bocha, (que no llegó a tiempo para reservar un boleto para aquel viaje), que se sentó cerca de las vías del tren, casi cuatro kilómetros mas adelante a esperar que pasara. Que lo que vió ese día se le quedó grabado en la memoria para siempre: desde las ventanillas, se veía a la gente feliz, iluminada (yo siempre le digo que debió ser por la luz del tren) . Y que sobre el techo, sobre el que se reflejaba la luna, vió como cinco ángeles, todos sonrientes, se adelantaban como veinte metros , y elevaban las vías hacia el cielo.
*De Moni. Monipas05@aol.com
2*
-a Gaby Ces-
Martes de otoño, 9 AM. Como cada mañana, Gloria se dirige hacia su trabajo en Capital a bordo de la “trochita angosta”, como le dicen cariñosamente los usuarios al tren suburbano que lidera “Fénix”; ésta es la locomotora melliza de “Sophostine” -también alimentada a GNC-, aquella que realiza los viajes de larga distancia a través de la llanura pampeana. Como cada mañana de otoño, enfundada en un sacón negro bien abrigado, porta entre sus manos un libro perteneciente a su voluminosa biblioteca; en este caso, de Michel Foucalt, “Vigilar y castigar”. Un poco de filosofía en este presente argentino, tan bastardeado por la banalidad de lo cotidiano, no viene nada mal.
Al llegar a Anasagasti, el vagón se estremece ante los estentóreos versos de una canción de Joan Manuel Serrat, entonados con más dedicación que armonía por un varón un tanto exacerbado. “Otro que canta pidiendo limosna”, piensa Gloria sin alzar la vista, y vuelve a concentrarse en Foucalt. La voz cantora se le acerca a través del vagón atestado y permanece a su lado, dejando por un momento de entonar –como puede- “De vez en cuando la vida”, para afirmar:
-¡Qué linda chica! Yo me quedo cerca suyo.
Gloria no despega los ojos de un determinado párrafo que ya ha leído varias veces, sin poder encontrar el sentido preciso entre frases tan complejas. Muy a su pesar, oye las voces que retumban por encima de su cabeza
-Ella no deja de leer, compenetrada en su librito -, parece relatar, en estilo futbolero, el cantor de Serrat. –Es una pena que no levante su carita en un ángulo apropiado para que me deje descubrir sus hermosos ojazos…
-Basta, José. Dejala tranquila -, le dice, entre divertida y fastidiada, una voz de mujer.
-¡Oia, está leyendo filosofía! -, exclama él. -¡Mirá, yo también!
Y de pronto, el campo visual de Gloria se ve invadido muy de cerca, casi chocando contra su nariz, por un libro en cuya tapa apenas consigue discernir el nombre de Jorge Bucay. Sorprendida, alza la vista, para encontrarse con la fugaz imagen de un muchacho alto y rubio, de cabello largo y lacio, vestido con una gruesa campera de cuero, debajo de la cual se aprecia a las claras un ambo de médico de color verde claro. La mujer a su lado también viste de médica, aunque parece más una amiga o compañera de trabajo que su pareja.
-Pero es una cagada -, se defiende él, escondiendo velozmente el libro en uno de los amplios bolsillos de la campera.
Gloria baja la vista de inmediato, avergonzada, sin saber de qué, en el momento en que suena su teléfono celular, y ella atiende.
-¡Hola!… Sí, soy yo, Gloria…
-Uy, mirá. Se llama Gloria. Qué nombre más hermoso…
-José: me parece que vos con tu novia ya no tenés nada que hacer -, le dice su amiga o compañera. -¿No pensaste que ya es hora de terminar?
-¿Qué novia? -, parece ofenderse él, aunque su tono continúe siendo burlón. –No te metas en esto.
-Si… Sí, entendí. Te llamo después -, dice Gloria, y apaga el celular.
-No me digas que te llamó tu novio -, dice él. –Decime que no, por favor, porque me muero de amor aquí mismo.
-Basta, José. Estás haciendo un papelón -, le dice la médica, entre divertida y admonitoria.
El vuelve a entonar a Serrat, sin preocuparse por afinar. Gloria vuelve en vano a mirar la releída página de Foucalt. Le resulta imposible volver a concentrarse, pero dejar a un lado el libro sería como darle autorización al pesado éste para que la siga cargoseando, y así ya no podría sacárselo de encima. Los clásicos versos de Serrat le aturden los oídos, pero se consuela sabiendo que pronto bajará. La amiga o compañera de José parece murmurarle algo para que se calle, pero también es inútil.
Al rato, ambos descienden. Ella suspira, fastidiada, aunque satisfecha por no tener que escucharlo más. Y mientras él se aleja por el pasillo, se vuelve y exclama, haciendo que ella se ruborice:
-¡Chau Gloria!
*
Miércoles de otoño, 9 AM. Gloria lee “Más rápido que la vista”, de Ray Bradbury. El vagón está más vacío que ayer, por esas raras cuestiones de la oscilación del pasaje. Y al arribar a Anasagasti, una voz la estremece desde la puerta, provocándole un sudor nervioso en las axilas.
-¡Gloria! ¡Dichosos los ojos que te ven!
Ella apenas alza la vista para verlo a… ¿se llamaba José? …dirigirse sonriente hacia allí, esta vez sin la presencia de su amiga o compañera médica, aunque con el mismo ambo verde claro, para sentarse en el asiento que Gloria tiene enfrente suyo, de espaldas a “Fénix”. Ella suspira y vuelve a sumergirse en el libro.
-¿Seguís con la filosofía? ¡Qué chica más lectora!-, comenta él, y se inclina hacia el pasillo con la cabeza hacia abajo pero la cara en alto, espiando la tapa del libro que ella sostiene entre las manos. -¡Ah, no: Bradbury! “Fahrenheit 451” es mejor. ¿no lo leíste?
Ella no lo mira, pero desea desmaterializarse de inmediato, como si en cualquier momento viniese a buscarla el Sr. Spock para alejarse a velocidad “warp” a bordo de la nave espacial Enterprise.
-Gloooooriaaa... -, se admira él, sin reparar en el silencio de ella. -¡Qué suerte la mía, volver a encontrarte arriba del tren. Tomás siempre el mismo, ¿no? Parece que sí. De seguro vas a trabajar a esta hora. ¿De qué laburás? Ya sé, no vas a contestarme. Bueno, no importa; yo te quiero igual.
Y de pronto, como si repitiese el bochornoso espectáculo del día anterior, se pone a cantar “Contigo”, de Joaquín Sabina.
Gloria resopla. “¡Otra vez!”, piensa, sin poder reprimir una sonrisa. La situación es bastante ridícula.
-¡Jáh! -, exclama él, palmeándose un muslo. -Te hice sonreír, ¿eh? ¿A que no te animás a dejar de leer y contestarme?
Entonces ella, ignorando por qué, desconociéndose a sí misma, calza el señalador entre las páginas, cierra el libro con un sonoro PLOP! y lo mira a los ojos, sin vacilar……ni abrir la boca.
José permanece inmóvil, comenzando a sonreír. Un extraño brillo aparece en su mirada, algo casi ajeno al personaje que viniera interpretando hasta entonces. Una mirada transparente, sincera, pura. La mirada de un adolescente ilusionado que se halla a punto de enamorarse, de corazón, hasta el tuétano.
-Sabía que no ibas a dejarme así -, murmura él, como si hablara consigo mismo, sosteniéndole esa profunda y silenciosa mirada que parece atravesarlo. –Sabía que alguna vez ibas a salir del frasco para darme bolilla… Y la verdad, …es que no puedo creer que esto me este ocurriendo a mí…
Gloria desvía de pronto la mirada, espía por la ventanilla, mira su reloj, y sin decir nada, se levanta y baja.
-¡Eh! -, la llama él por encima de su hombro, bastante perplejo, mientras ella camina por el pasillo del vagón hacia la puerta. -¿Te bajás antes hoy? ¿Qué pasó?
Pero ella no responde. Y cuando desciende en el andén, vuelve la mirada hacia la ventanilla del lugar donde estuviera sentada. José la contempla con aire risueño y soñador, saludándola con una mano, mientras sus labios esbozan: “Chau Gloria, nos vemos mañana”
*
Jueves de otoño, 9:15 AM. Gloria sigue leyendo el mismo libro de Bradbury, desconcertada al preguntarse si “Fahrenheit 451” –que no ha leído- será mejor o no. Las estaciones van pasando monocordes, la trama de los cuentos la cautiva y aleja de la realidad, y recién casi al llegar a destino repara en que José no ha subido en Anasagasti. Se sorprende a sí misma al preguntarse: “¿Le habrá pasado algo?”. Y descarta la pregunta, por absurda. “Vamos, es apenas una coincidencia que hayamos vuelto a viajar juntos”. Pero la duda persiste: “¿Se habrá aburrido porque no le di bolilla, y viaja en otro vagón? ¿Me habré comportado muy mal ayer? Bah, no puedo estar pensando en esto. Nada se pierde si él aparece o no”. Y termina la página, antes de bajarse del tren. Aunque la sensación de ausencia no desaparece…
*
Viernes de otoño, 9:10 AM. Al llegar a Anasagasti, Gloria levanta la vista del libro –“La tregua”, de Mario Benedetti- y contempla la puerta del vagón, casi con cierta ansiedad. La silueta de José se recorta en el extremo del pasillo, con los brazos en alto, mientras exclama:
-¡GLORIA!!!
La mitad del pasaje levanta la cabeza, curiosos ante semejante desborde de optimismo. José se acerca hacia donde está ella, aunque sin conseguir un asiento vacío. Por el camino se cruza con el guarda, embutido en su gastado uniforme azul, quien deja de picar los boletos y le pregunta:
-Che, cantor: ¿qué te pasó ayer, que no viniste?
-Nada, nada… -, minimiza él, con el ceño fruncido, haciendo un gesto con la mano que resta importancia a la situación. –Tuve que hacer un domicilio, atender una emergencia. Se tiró un viejo de un balcón y se hizo mierda… Cosas que pasan.
-Y bueno… -, agrega el guarda. –Saludos a tu viejo. Decile de mi parte que hay cosas peores que jubilarse como ferroviario.
-No creo… -, responde José, vagamente.
Y al verla otra vez, el rostro se le ilumina con una sonrisa, mientras extrae del bolsillo de su campera un chocolate “Milka”, en formato extra grande. Ella alza una mano temblorosa, a pesar de lo que su mente compleja y racional le grita dentro de su cabeza (“¿Qué hacés, inconsciente? ¡No te lo sacás más de encima!”), y murmura un pálido:
-Gracias…
Para luego bajar la vista, dudando si abrir el envoltorio del chocolate o no, si quedárselo para ella o regalarlo, si devolverlo o aceptar una deliciosa manera de invitarla a compartir algo juntos, mientras escucha a José desafinar con el bolero “La gloria eres tú”, en versión de Luis Miguel. Finalmente, ella abre el paquete y le extiende uno de sus extremos, para que él parta una barrita y deguste con ella del regalo.
-Ayudame a comerlo; de lo contrario, me vas a hacer engordar.
-Pero no, bombón. Si con tanta ropa encima, unos gramos de más ni se notan… -, y festeja su propio chiste, para luego agregar: -¡No podía ser de otra manera! Una chica tan hermosa tenía que lucir una belleza igual en la voz. ¡Me encanta! ¿Qué leés hoy?
Ella gira el libro para que él pueda ver la tapa.
-Benedetti… No leí nada de él.
-Deberías -, sentencia ella. (“¿Por qué le seguís hablando? ¡Basta!”)
Hace oídos sordos a su voz de la conciencia. Porque algo percibe en él; una ternura oculta debajo de esa máscara risueña y de puro desparpajo. No es el hombre que su madre o sus amigas hubiesen elegido para ella, pero… ¿quién está pensando en formalizar una relación? Apenas si le ha parecido simpático, aunque al principio no lo soportase. ¿Aceptaría salir con él? Probablemente no, pero… ¿quién sabe?
(“¡Gloria, dejá de pensar estupideces!”)
-Debería hacer tantas cosas… -, repone él. –Como dejar de laburar en Guardia y dedicarme a Clínica Médica de una buena vez. No estaría a las corridas todo el tiempo. ¿Sabés qué me tocó atender la otra noche, a las 3 de la mañana? A un tipo de unos 50 años que entró en una camilla, la ambulancia lo había recogido en un telo, con una botella de vodka metida a presión en el culo. ¿Podés creer? ¡Pero con la boca del envase hacia adentro, provocando el vacío! ¡Fue un quilombo sacársela!
Gloria se ríe, fascinada ante las peripecias que pueden depararle a una los viajes en tren. Circunstancias que quizás estén más allá de toda decisión voluntaria, que quizá simplemente ocurran, mientras una se deja llevar, sin pensar demasiado…
José espía a través de la ventanilla, y resopla. Se le nota de lejos que no tiene la menor gana de bajarse, que desearía seguir viajando a bordo de ese vagón hasta que el día se haga noche, y más aún también; pero no le queda otra, su trabajo lo espera.
-¿Nos encontramos mañana? -, invita, ansioso.
-Mañana es sábado: no trabajo -, aclara ella, terminando de masticar otra barrita de chocolate “Milka”.
-Quiero decir si tenés ganas de que nos encontremos en algún otro lugar, donde haya menos gente, para conocernos mejor…
La mirada tierna e ilusionada vuelve a asomarse entre sus párpados, iluminándole los ojos claros. A Gloria se le parte el corazón.
-No puedo… Pero podemos volver a encontrarnos el lunes, ¿no? En otro viaje en tren…
-¡Pero cómo no! ¡Aquí estaré, aunque esté pensando en vos todo el fin de semana! ¡Chau, hermosa!
Y antes de lanzarse hacia el andén a toda carrera, le estampa un beso en plena mejilla, cálido y sonoro. En absoluto desafinado…
*
Lunes de otoño, 9:20 AM. José trepa al vagón con un ambo color crema, inmaculadamente planchado, y el rostro más iluminado que nunca. Porta entre sus manos un flamante ramo de rosas, blancas y rojas, envueltas en papel celofán, con un precioso lazo rosado rodeando los tallos, rematado en un enorme moño con una tarjeta escrita a mano sobre uno de sus costados. Saluda al guarda, el mismo de siempre, quien exclama a su paso:
-¡José! ¿Te pusiste de novio?
Y él avanza por el pasillo, buscándola con la mirada y el corazón en un puño. Hasta que allí, en el otro extremo del vagón, más allá de unas mujeres de origen boliviano con bolsas de las compras repletas de macetitas con plantines para vender, consigue divisar su perfil. No parece estar leyendo, sino conversando con alguien. La obesa silueta de las mujeres le impide ver con quién viaja ella hasta que se acerca a su lado, y entonces…
…el alma se le derrumba a los pies.
Junto a Gloria se encuentra sentada una niñita de unos cinco o seis años de edad, de cabello castaño claro muy lacio, peinado con dos colitas, y vestida con un jardinerito color fucsia. Lleva entre sus manos una enorme rana de pañolenci verde, que cada vez que se mueve croa con la panza.
La sonrisa desaparece de sus labios; o mejor dicho, su verdadera sonrisa deja lugar a una grotesca mueca que con infinito esfuerzo quiere ser divertida, pero que sólo consigue transmitir un enorme patetismo y desazón. Permanece allí de pie, aún manteniendo en alto el ya desentonado ramo de rosas, incapaz de saber qué hacer.
De pronto, ella lanza una carcajada a raíz de un comentario que realiza la niña, y al girar la cabeza lo descubre, a un metro y medio apenas de donde se encuentran sentadas. Gloria lo mira detenidamente, suavizando su sonrisa, hasta que ésta desaparece de sus labios. Le guiña un ojo, contempla el ramo de flores, y permanece en silencio. Quizá, del mismo modo que él, sin saber qué hacer, un tanto aturdida ante semejante demostración de cariño, tal vez no correspondido. A su lado, la niña advierte que algo más que sus bromas atraen la atención de Gloria, por lo que la sujeta por uno de sus antebrazos, lo agita, y exclama:
-¡Mamá! ¡¿Me estás escuchando?!
Y José siente que el suelo se abre ante sus pies, mientras su alma, junto con sus ilusiones, caen a pique hacia las vías.
-¿Qué pasó, cantor? -, le dice el guarda, burlón, al pasar junto a él pidiendo los boletos. -¿Te dio por el romance ahora?
José ni siquiera registra el comentario. Le resulta imposible percibir algo más allá de esa imagen maternal que ve allí, en ese asiento ferroviario, sin comprender cómo ha sido posible que soñara despierto durante tantos días, aumentando el empatanamiento en su propia inmadurez.
Aferra el ramo con ambas manos, se apoya contra el borde del respaldo de uno de los asientos aledaños, y con la mirada perdida, sin un atisbo de simpatía o jocosidad en la voz, desafina como de costumbre el tango “Nostalgias”…
*de ALDIMA. aldima@uolsinectis.com.ar
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