ESTACION LOZANO
Poesía en los andenes..
LUCIÉRNAGAS ALUCINAN EL ANDAR*
No hay por qué apurar el paso
Me están esperando para completar la ronda
para celebrar la amistad.
En tanto
detengo de tanto en tanto mi andar
en las lucecitas que milagran la noche.
*de Oscar A. Agú. cachoagu@yahoo.com.ar
DE SOMBRA Y HUMEDAD*
Atrasaré el reloj.
Haré una marca en la mitad de la escalera,
Dispondré siete rosas en la cama
Desandaré el camino de las grises arenas.
¡Ya crucé tantos puentes reciclados
En mi oxidado tren de cambalache
Decapitando sueños
Con décimas de alambre,
Desubicando manos y pies
Y huesos planos!...
Por ojos, dos monedas de lata bifurcadas
Por brazos, ramas secas, cortezas deslucidas
Colgando a los costados,
Extenuada la sangre, intoxicada el alma
De esa sustancia oscura llamada soledad.
Por eso, este domingo de otoño adelantado
Destrabaré la vieja ventanuca
Del altillo guardador de desesperos
Plegaré las cortinas superpuestas,
Daré paso a la luz desperdiciada
Y asomaré por ella
con medio cuerpo afuera
A respirar la vida, de vuelta de mi viaje
De sombra y humedad...
*de Fanny Garbini Téllez. fannyte@ciudad.com.ar
EXCUSAS*
(casi un poema de amor)
"Explicar, con palabras de este mundo,
que partió de mí un barco, llevándome..."
Alejandra Pizarnik.
Porque intuyo que hace mucho
que en esta pesadilla insomne
se gastaron las palabras
porque apenas son jirones
los que quedan del silencio
ahogado en este río de letras espantadas
porque decir no vale nada
cuando la voz es una flor que nace
desde el vacío de unos labios muertos
por eso / no puedo
escribir sin salpicar con sangre
mis poemas.
Porque esta piel está reseca de silencios
y ajada la mirada que la arrastra
contra el viento salado de la angustia
porque resulta poco menos que imposible
depositar los huesos miserables
en algún sueño que no sea
un insondable callejón de ausencias
porque habría que inventar otros sonidos
un alfabeto cósmico que pueda
representar el fuego que abrasa mi cabeza
por eso / no puedo
hablar sin vomitar mi asco
sobre el mundo.
Porque no alcanzan los siglos que nos quedan
y el infinito no es dado a los mortales
sino a los dioses que pintan armonías
entre las sombras que nacen de los párpados
en este mar que regurgita pesadillas
en los cristales que estallan en la sangre
para iluminar el alma de los ciegos
porque prefiero acariciar el cielo palpitante
en los contornos de tu cuerpo húmedo
en la respiración salvaje de tus poros
por eso / no puedo
decirte con palabras de este mundo
que te quiero.
*de El Mutante. elmutante@data54.com
InvenTren
-¡Caray! -dijo Sara. -Pareciera como si el mundo se hubiera parado...-
Lo decía dulcemente, como convertida ella misma, en parte de un universo inmóvil y sin tiempo, con un cielo oscuro, plagado de estrellas, en el campo agrisado y recortado por siluetas de árboles espaciados, en el que percibía el momento, como su único tiempo sin tiempo.
Con gracia infantil, se arrodilló ante ese infinito del que era parte y juntando sus manos, pidió a la luna, se cumpliera la profecía de los anillos.
De los mismos anillos que varios años mas tarde, me llegara el mensaje de Sarutita y que descubrí en la caja de los recuerdos de sus amores.
Ella, los había recibido, de una anciana del pueblo, que oficiaba como adivina, era la que mantenía en sus manos, la autoridad conferida por un Ser Superior, para ayudar a las damas y señores del lugar, a hacer realidad sus sueños ..Y le había entregado a Sa, esos anillos, para que pudiera efectivizar sus ansiados encuentros.
Lucchia, así se llamaba la pitonisa, había venido de Parma, del norte de Italia, en un barco pequeño, de la época en que muchos inmigraban al país en busca de trabajo y de una nueva vida. Pero su madre, enfermó en el viaje y la niña quedó en manos de unos paisanos que la recogieron y la criaron.
No pude saber más, sobre como fue creciendo ni tampoco como se produjo la transformación de la niña en vidente, pero lo cierto, es que todos, todos, la recuerdan hasta el día de hoy como una benefactora e intermediaria en el lugar, de los mas grandes milagros de curación y amor.
Algunos guardan hasta el día hoy, pequeños pedacitos de tela en que envolvía hierbas, que recogía de los campos y a los que le atribuyen significados cargados de protección sobre males que han logrado vencer y que todavía, cincuenta años después, guardan como yo los enigmáticos anillos.
A Sara, se los dió, como símbolo de unión y fidelidad y cumplen maravillosamente su fin hasta el día de hoy.
Vaya uno a saber, que fue lo que sintió Sara, y los ojitos de alegría, que debe haber puesto cuando vió venir el tren y con él, retornaba al mundo el movimiento.
Los andenes, seguramente, deben haber cobrado vida y las vías, oficiaron de espejos de la estrellas, cuando lo vió asomar por la ventanilla, y lanzar el beso al aire, como siempre lo hacía...
*de Moni. Monipas05@aol.com
Estación Lozano
1*
Siempre le pasaba lo mismo, y a decir verdad, ya estaba un poquito harta de la situación en general: de la indecisión masculina, y de su propia insatisfacción. De nada le servía emperifollarse, tirarse el placard encima y acicalarse con los mejores perfumes, resaltando su ya de por sí impactante belleza física, si al final los hombres que le gustaban no le daban ni la hora. Se cargaba sobre los hombros a una interminable serie de pesados y babosos que no la dejaban en paz, que proclamaban groserías a su paso, o que con todos juntos -como una versión criolla y femenina del Dr. Víctor Frankenstein- no conseguiría armar uno solo que valiera la pena.
Como cada mañana, tomaba el remozado tren de trocha angosta rumbo a su trabajo, donde se desempeñaba como selectora de personal de una importante empresa mayorista de perfumerías, eligiendo entre cientos de postulantes los mejores perfiles para designar promotoras, vendedoras, encargadas de sucursal… Y como cada mañana, se exponía a las miradas de los demás; en especial, esas miradas masculinas que la desnudaban impunemente a la distancia, fantaseando en aplicar con ella la más sofisticada galería de perversiones, pero que jamás osarían acercarse, al menos no de una manera galante, como a ella le gustaría que la abordasen, transmitiéndole un afecto verdadero, más allá de cualquier insolencia –con las que sus admiradores se resguardaban de una posible reacción de conformidad seductora de su parte-.
“Manga de cagones”, solía pensar ella, volviéndose a mirar en ese espejito de mano que consultaba varias veces al día, comprobando que no se le hubiera corrido el maquillaje –Revlon, obviamente-. “Ellos se lo pierden”.
Pero nunca descansaba, aunque se sintiese continuamente defraudada por el sexo opuesto. Y aunque por la noche despotricara telefónicamente con sus amigas, izando en alto la inevitable frase “ya no hay hombres”, a la mañana siguiente volvía a convertirse en la hermosa y elegante profesional que acude a su trabajo en tren, con el consabida ejercicio cotidiano de espantar a los bichos que se le acercaran en busca de una supuesta miel que muy pocos habían tenido el placer de degustar.
Sentada del lado del pasillo, en un vagón bastante lleno, sentía posarse sobre su cuerpo las miradas masculinas que habían conseguido divisarla en el andén. A su lado, el sexagenario dormitaba con el diario entre sus manos, sin prestarle la mínima atención. Un par de adolescentes, engalanadas con ropa informal de marcas caras, conversaban y reían estridentes, desplegando su natural explosión hormonal, para que las registrase todo el pasaje. Ella, que no se había levantado con el mejor humor –luego de una infinita noche de insomnio, sintiéndose vacía y sola-, las miraba con atención y suspiraba. ¡Quién pudiera volver a tener 18 años, pujantes y despreocupados! Con esa energía ilimitada, esa ansiedad por devorarse el mundo, un lozana juventud que a esa edad siempre parecía eterna… Volvió a suspirar, sumiéndose en sí misma, olvidando el clásico jueguito histérico que cada mañana desplegara en su trayecto al trabajo. Una creciente melancolía comenzó a embargarla a pasos agigantados.
¿Cuántas veces fantaseó con tener el cuerpo que luciera hace más de 15 años? Siempre había sido una mujer bonita, pero la consistencia de sus músculos y la tersura de su piel habían ido desvaneciéndose con el cruel transcurso del tiempo. No es que se mirase al espejo y descubriese a una vieja en su lugar, pero ya no se sentía la inquieta jovencita que alguna vez había sido, hermosa pero inexperta, cautivadora de las miradas desde siempre.
Apeló por enésima vez al espejito de mano. El maquillaje resaltaba sus mejores virtudes, pero también ocultaba las pequeñas imperfecciones faciales, esas malditas arruguitas que una vez aparecidas jamás la abandonarían. ¿Quién podría sentirse lacerada en su autoestima con semejante porte, con esa figura de una hermosura avasallante, que dejaba boquiabierto a más de uno? Ella. Se sentía tan disconforme con esos diminutos detalles que cualquier ostentación de sus curvas nada podía hacer al respecto.
Inmersa en tales pensamientos, apenas registró la manito que pasaba a su lado y le dejaba con un leve aleteo sobre el antebrazo una estampita de la Virgen Desatanudos y un calendario con la colorida efigie de un osito infantil que proclamaba “Te quiero mucho”. Alzó la vista y alcanzó a ver el perfil de una niñita de cabello hirsuto y mejillas sucias que se alejaba a los tumbos entre la gente, como si no hubiese nadie alrededor, como si toda esa gente adulta que la rodeaba no existiese y sólo atravesase un bosque poblado de maniquíes inanimados.
Su mirada se alejó por el pasillo, siguiendo esa cabecita que se bamboleaba a un lado y el otro, eludiendo siluetas de pie. A su ya de por sí creciente melancolía se sumó una nueva inquietud, que ya le carcomiera el corazón desde hacía tiempo, y se presentó de improviso en una sola pregunta: “¿Cómo sería ser mamá?”
Durante años había sentido que los hombres se le acercaban a fin de conseguir pasar un buen momento, satisfacer sus ansias sexuales, y luego deshacerse en huecas y vanas promesas de reencuentro que jamás se concretaban. Pocos eran los que deseaban mantener el contacto con ella, pero en su fuero más íntimo no sentía que pudiesen reunir las condiciones que ella buscaba para conformar una pareja estable, que la contuviera, que le brindase todo su amor de manera contundente, que la siguiese amando luego de haberse acostado juntos, que pudiera eternizar el momento del amor más allá de la pasión. Y esa falta, ese vacío casi existencial, la sumía en el mayor de los abismos. Necesitaba del otro, más no sólo de su mirada. Demandaba el afecto, la presencia, el calor de ese otro que la hiciera sentir querida, además de convertirla en una verdadera mujer.
Sus deseos de perenne belleza parecieron extinguirse dentro del emergente ensueño de una panza redonda y lozana; por sobre todas las cosas: viva. El fruto del amor que le brindase un hombre de verdad, alguien con los huevos bien puestos, que se jugase por entero al estar junto a ella en todo momento. La emoción amenazó con desbordarse a través de sus párpados entrecerrados. “Voy a quedar con la cara a la miseria”, pensó, al tiempo que manoteaba el espejito y se enjugaba las primeras lágrimas con un pañuelo de papel.
De pronto, sintió a su lado nuevamente la presencia de la niñita, retirando con aire ausente los calendarios y estampitas. El aire desaliñado de aquella carita, arrasada por el desamor, la llenó de una congoja inenarrable. Y sin pensarlo siquiera, sin amagar acaso a abrir la cartera y ofrecerle algunas monedas a cambio casi de nada, estiró su mano y le aferró un bracito, gesto frente al cual la niñita reaccionó volviendo la cabeza violentamente hacia ella, a la espera de algún inesperado peligro, quizá evocando en un solo segundo los golpes y maltratos recibidos al final del día, cuando llegaba el momento de volver a casa y entregar las monedas recibidas, que la mayor parte de las veces escaseaban –más no así el dolor-.
Ella esbozó una amplia sonrisa, forzada a causa de las lágrimas, pero intensa desde lo más profundo de su corazón, y sin decirle una palabra, la acercó hacia ella con infinita ternura, apoyó su mano libre sobre uno de los hombros de la niñita, y le besó la frente. La pequeña, con un rostro signado por la indiferencia, sorprendida pero sin emitir expresión de cariño alguna, parpadeó perpleja y permaneció inmóvil, sin intenciones de alejarse, más curiosa que asustada, contemplando a esa hermosa mujer cuyo rostro acicalado se veía surcado por gruesas e incontenibles lágrimas, que estropeaban sin piedad esa elaborada capa de maquillaje.
Y por primera vez en mucho tiempo, a aquella elegante y eficiente selectora de personal nada le importó menos que las miradas de los demás.
* de ALDIMA. aldima@uolsinectis.com.ar
2*
El hombre sintió una vez más que ya había perdido demasiados trenes en la vida. Por eso estimo con cuidado el tiempo de viaje en bicicleta desde su pequeña chacra de las afueras de General Las Heras hasta la estación Lozano. Son más de 10 km por un camino de tierra, un domingo, con el cielo cerrado como un puño gris, y el viento que ha rotado trayendo desde el sur nubes negras y llovizna. A los costados del camino, las copas de los árboles han reconocido subitamente la presencia del otoño, se han teñido de amarillo de un día para otro. Casi de golpe como se dan los cambios cuando salen desde el fondo de una historia y cortan el día en un antes y un despues irreversible. El hombre sigue pedaleando, acompañandose de sus propios pensamientos, de su voz interior a fuerza de pedalear contra el viento, la soledad y el frío. Penso en los cambios de estación, en la armonía en la cual la naturaleza las cosas se comportan dentro de esa dialectica de lo inevitable.
-Quien pudiera, razona, quitarse penas de encima como los árboles se desprenden de esas hojas antiguas y se repliegan lentamente al invierno, esperando, gestando el renacer primavera.
-Quien pudiera, insiste el hombre, que siente el trascurrir de los años de otoño en otoño sin percibir ninguna nueva primavera. Un otoño perenne amarillea las cosas. "la procesión va por dentro" se escucha pensar cuando piensa en su historia, en la necesidad de llegar a ese tren, este día, vencer cierta sensación de inmovilidad, esa quietud desmedida de sus cosas adentro de la mochila caja de pandora....
Hay que desatar el futuro, o al menos ir hacia algún lado "si no eliges un camino y lo sigues, no llegaras a ninguna parte" le dijo un amigo un par de años atras. Y le quedo, la frase hundiendose hasta las murallas donde se agotan las razones y se vive o no.
El cielo es una boveda de acero inoxidable, sin fisuras, ni lluvia ni llanto lo perforan, solo viento y hojas por el camino de tierra.
Tampoco importaba demasiado ese destino, casi un pretexto para salir de la angustia, viajar a la estación Mirapampa, en el límite justo de la provincia de Buenos Aires y despues del tope de los rieles el meridiano quinto, y la provincia de La Pampa.
La estación Lozano esta, a decir verdad, en medio del campo, y lo único para ver son postes de alambrado y siluetas de vacas. Acercar el horizonte es ver cada vez más grande ese cinturon de eucaliptos que acompaña por varios kilometros a la vía única hasta llegar a la modesta estación, esa sombra y ese aroma fuerte que abre el pecho al respirar fuerte era la única riqueza verdadera del lugar.
A un kilometro, el hombre intuye ya la llegada del tren, la humareda levantando sobre las copas altas y una pequeña, diminuta lucecita apareciendo entre tronco y tronco.
El hombre acelera el corazón y gira más rápido el piñon de la bicicleta, sabe que llega, pero hay que darle la bicicleta a Don Antonio el encargado de la estación para que la guarde hasta su regreso, y sacar un boleto de ida y vuelta, por que él piensa volver.
Llegó, pasó el umbral, no sentirá de nuevo esa antigua sensación de haber llegado tarde, que despues de pérdido ese tren, le habían cerrado el ferrocarril.
Aún en la cómoda certeza del mito, el hombre no dejo de sentir que su vida estaba saturada de vías abandonadas, galpones cerrados de recuerdos, candados oxidados, y muchas, pero muchas llaves pérdidas.
Don Antonio esta allí, esperando en su propia soledad . El hombre llega para hacerle una efímera compañia, una sonrisa : un como estan tus nietos?, un qué lindo tener un pasajero para saludar en esta tarde de domingo tan gris de ausencias. quizá sólo una mirada resume todo este dialogo imaginario.
El hombre coloco sus manos vacías en los bolsillos y decidió esperar mirando al este la entrada de esa locomotora, un dragón negro de hierro entibiando el aire destemplado.
La máquina ingresa encandilando con su único ojo, creando un instante mágico de ruido y vapor, quien haya visto ingresar una locomotora a vapor no olvidara jamás la sensación que dejan al mover el aire cerca de uno. Y el ha visto muchas entrar y partir, la mayoría de las veces manejadas por su abuelo materno, Xávier Errandonea, o el vasco Javier en criollo.
Allí justito, estaba al lado de su madre que era algo más que una niña, viendo cómo ella le daba al abuelo recados y pedidos para varios negocios ubicados en las estaciones siguientes -de Navarro en adelante, que el abuelo traería en el viaje de vuelta con una canasta de mimbre que le prestaban los comerciantes. A veces el abuelo era sólo un cartero informal para los primos de Navarro, o los tíos que vivian en Patricios. Asi de simples eran las cosas.
Antes de partir, el abuelo se limpiaba las manos tiznadas de hollín para acariciarle la cabeza con sus manos pesadas. Él nunca olvidará el peso de esas manos agitando sus pelos, dejando su marca de afecto. Casi sin darse cuenta el hombre se reconoce sentado, escuchando el toque de campana de Don Antonio. Partiendo.
Vió sus manos con los dedos entrelazados, jugueteando de inquietud, y volvió a las manos del abuelo, el asombro que le producian esas manos que ademas de conducir ese gigante de metal y vapor, se las rebuscaban para hacer casi todo... una quinta, cosas de carpintería para la casa, pequeños muebles que el podía ver trabajar desde la hachada a la cepillada en el banco de carpintero. El hombre nunca se olvidará de la manera en que su abuelo leía sus propias manos, ponía su palma derecha en la mesa y mostraba como cada línea era una vía y que el mapa de sus destinos arriba de las locomotoras del Compañia General Buenos Aires estaba tambien grabado desde el nacimiento en sus manos. El mostraba el punto justo dónde despues de la estación Villars se abrian para siempre el ramal a Rosario y las vías al oeste y despues Patricios, justo en el centro de la palma de su mano, en el pocito que uno forma para tomar agua. De allí el abuelo se las ingeniaba para encontrar la vía a General Villegas terminando en la nada de su pampa palma y la línea a Victorino de la Plaza mucho más extensa en proporción pues esta se perdía casi en la muñeca entre sus nudos venosos, esas venas grandes de manos de trabajador, acostumbradas a girar con fuerza palacas y herramientas, a quemarse más de una vez.
En eso estaban los pensamientos del hombre, cuando decidio cerrar los ojos, y descansar un poco con la mente en blanco....
*de Eduardo F. Coiro. inventivasocial@hotmail.com
LUCIÉRNAGAS ALUCINAN EL ANDAR*
No hay por qué apurar el paso
Me están esperando para completar la ronda
para celebrar la amistad.
En tanto
detengo de tanto en tanto mi andar
en las lucecitas que milagran la noche.
*de Oscar A. Agú. cachoagu@yahoo.com.ar
DE SOMBRA Y HUMEDAD*
Atrasaré el reloj.
Haré una marca en la mitad de la escalera,
Dispondré siete rosas en la cama
Desandaré el camino de las grises arenas.
¡Ya crucé tantos puentes reciclados
En mi oxidado tren de cambalache
Decapitando sueños
Con décimas de alambre,
Desubicando manos y pies
Y huesos planos!...
Por ojos, dos monedas de lata bifurcadas
Por brazos, ramas secas, cortezas deslucidas
Colgando a los costados,
Extenuada la sangre, intoxicada el alma
De esa sustancia oscura llamada soledad.
Por eso, este domingo de otoño adelantado
Destrabaré la vieja ventanuca
Del altillo guardador de desesperos
Plegaré las cortinas superpuestas,
Daré paso a la luz desperdiciada
Y asomaré por ella
con medio cuerpo afuera
A respirar la vida, de vuelta de mi viaje
De sombra y humedad...
*de Fanny Garbini Téllez. fannyte@ciudad.com.ar
EXCUSAS*
(casi un poema de amor)
"Explicar, con palabras de este mundo,
que partió de mí un barco, llevándome..."
Alejandra Pizarnik.
Porque intuyo que hace mucho
que en esta pesadilla insomne
se gastaron las palabras
porque apenas son jirones
los que quedan del silencio
ahogado en este río de letras espantadas
porque decir no vale nada
cuando la voz es una flor que nace
desde el vacío de unos labios muertos
por eso / no puedo
escribir sin salpicar con sangre
mis poemas.
Porque esta piel está reseca de silencios
y ajada la mirada que la arrastra
contra el viento salado de la angustia
porque resulta poco menos que imposible
depositar los huesos miserables
en algún sueño que no sea
un insondable callejón de ausencias
porque habría que inventar otros sonidos
un alfabeto cósmico que pueda
representar el fuego que abrasa mi cabeza
por eso / no puedo
hablar sin vomitar mi asco
sobre el mundo.
Porque no alcanzan los siglos que nos quedan
y el infinito no es dado a los mortales
sino a los dioses que pintan armonías
entre las sombras que nacen de los párpados
en este mar que regurgita pesadillas
en los cristales que estallan en la sangre
para iluminar el alma de los ciegos
porque prefiero acariciar el cielo palpitante
en los contornos de tu cuerpo húmedo
en la respiración salvaje de tus poros
por eso / no puedo
decirte con palabras de este mundo
que te quiero.
*de El Mutante. elmutante@data54.com
InvenTren
-¡Caray! -dijo Sara. -Pareciera como si el mundo se hubiera parado...-
Lo decía dulcemente, como convertida ella misma, en parte de un universo inmóvil y sin tiempo, con un cielo oscuro, plagado de estrellas, en el campo agrisado y recortado por siluetas de árboles espaciados, en el que percibía el momento, como su único tiempo sin tiempo.
Con gracia infantil, se arrodilló ante ese infinito del que era parte y juntando sus manos, pidió a la luna, se cumpliera la profecía de los anillos.
De los mismos anillos que varios años mas tarde, me llegara el mensaje de Sarutita y que descubrí en la caja de los recuerdos de sus amores.
Ella, los había recibido, de una anciana del pueblo, que oficiaba como adivina, era la que mantenía en sus manos, la autoridad conferida por un Ser Superior, para ayudar a las damas y señores del lugar, a hacer realidad sus sueños ..Y le había entregado a Sa, esos anillos, para que pudiera efectivizar sus ansiados encuentros.
Lucchia, así se llamaba la pitonisa, había venido de Parma, del norte de Italia, en un barco pequeño, de la época en que muchos inmigraban al país en busca de trabajo y de una nueva vida. Pero su madre, enfermó en el viaje y la niña quedó en manos de unos paisanos que la recogieron y la criaron.
No pude saber más, sobre como fue creciendo ni tampoco como se produjo la transformación de la niña en vidente, pero lo cierto, es que todos, todos, la recuerdan hasta el día de hoy como una benefactora e intermediaria en el lugar, de los mas grandes milagros de curación y amor.
Algunos guardan hasta el día hoy, pequeños pedacitos de tela en que envolvía hierbas, que recogía de los campos y a los que le atribuyen significados cargados de protección sobre males que han logrado vencer y que todavía, cincuenta años después, guardan como yo los enigmáticos anillos.
A Sara, se los dió, como símbolo de unión y fidelidad y cumplen maravillosamente su fin hasta el día de hoy.
Vaya uno a saber, que fue lo que sintió Sara, y los ojitos de alegría, que debe haber puesto cuando vió venir el tren y con él, retornaba al mundo el movimiento.
Los andenes, seguramente, deben haber cobrado vida y las vías, oficiaron de espejos de la estrellas, cuando lo vió asomar por la ventanilla, y lanzar el beso al aire, como siempre lo hacía...
*de Moni. Monipas05@aol.com
Estación Lozano
1*
Siempre le pasaba lo mismo, y a decir verdad, ya estaba un poquito harta de la situación en general: de la indecisión masculina, y de su propia insatisfacción. De nada le servía emperifollarse, tirarse el placard encima y acicalarse con los mejores perfumes, resaltando su ya de por sí impactante belleza física, si al final los hombres que le gustaban no le daban ni la hora. Se cargaba sobre los hombros a una interminable serie de pesados y babosos que no la dejaban en paz, que proclamaban groserías a su paso, o que con todos juntos -como una versión criolla y femenina del Dr. Víctor Frankenstein- no conseguiría armar uno solo que valiera la pena.
Como cada mañana, tomaba el remozado tren de trocha angosta rumbo a su trabajo, donde se desempeñaba como selectora de personal de una importante empresa mayorista de perfumerías, eligiendo entre cientos de postulantes los mejores perfiles para designar promotoras, vendedoras, encargadas de sucursal… Y como cada mañana, se exponía a las miradas de los demás; en especial, esas miradas masculinas que la desnudaban impunemente a la distancia, fantaseando en aplicar con ella la más sofisticada galería de perversiones, pero que jamás osarían acercarse, al menos no de una manera galante, como a ella le gustaría que la abordasen, transmitiéndole un afecto verdadero, más allá de cualquier insolencia –con las que sus admiradores se resguardaban de una posible reacción de conformidad seductora de su parte-.
“Manga de cagones”, solía pensar ella, volviéndose a mirar en ese espejito de mano que consultaba varias veces al día, comprobando que no se le hubiera corrido el maquillaje –Revlon, obviamente-. “Ellos se lo pierden”.
Pero nunca descansaba, aunque se sintiese continuamente defraudada por el sexo opuesto. Y aunque por la noche despotricara telefónicamente con sus amigas, izando en alto la inevitable frase “ya no hay hombres”, a la mañana siguiente volvía a convertirse en la hermosa y elegante profesional que acude a su trabajo en tren, con el consabida ejercicio cotidiano de espantar a los bichos que se le acercaran en busca de una supuesta miel que muy pocos habían tenido el placer de degustar.
Sentada del lado del pasillo, en un vagón bastante lleno, sentía posarse sobre su cuerpo las miradas masculinas que habían conseguido divisarla en el andén. A su lado, el sexagenario dormitaba con el diario entre sus manos, sin prestarle la mínima atención. Un par de adolescentes, engalanadas con ropa informal de marcas caras, conversaban y reían estridentes, desplegando su natural explosión hormonal, para que las registrase todo el pasaje. Ella, que no se había levantado con el mejor humor –luego de una infinita noche de insomnio, sintiéndose vacía y sola-, las miraba con atención y suspiraba. ¡Quién pudiera volver a tener 18 años, pujantes y despreocupados! Con esa energía ilimitada, esa ansiedad por devorarse el mundo, un lozana juventud que a esa edad siempre parecía eterna… Volvió a suspirar, sumiéndose en sí misma, olvidando el clásico jueguito histérico que cada mañana desplegara en su trayecto al trabajo. Una creciente melancolía comenzó a embargarla a pasos agigantados.
¿Cuántas veces fantaseó con tener el cuerpo que luciera hace más de 15 años? Siempre había sido una mujer bonita, pero la consistencia de sus músculos y la tersura de su piel habían ido desvaneciéndose con el cruel transcurso del tiempo. No es que se mirase al espejo y descubriese a una vieja en su lugar, pero ya no se sentía la inquieta jovencita que alguna vez había sido, hermosa pero inexperta, cautivadora de las miradas desde siempre.
Apeló por enésima vez al espejito de mano. El maquillaje resaltaba sus mejores virtudes, pero también ocultaba las pequeñas imperfecciones faciales, esas malditas arruguitas que una vez aparecidas jamás la abandonarían. ¿Quién podría sentirse lacerada en su autoestima con semejante porte, con esa figura de una hermosura avasallante, que dejaba boquiabierto a más de uno? Ella. Se sentía tan disconforme con esos diminutos detalles que cualquier ostentación de sus curvas nada podía hacer al respecto.
Inmersa en tales pensamientos, apenas registró la manito que pasaba a su lado y le dejaba con un leve aleteo sobre el antebrazo una estampita de la Virgen Desatanudos y un calendario con la colorida efigie de un osito infantil que proclamaba “Te quiero mucho”. Alzó la vista y alcanzó a ver el perfil de una niñita de cabello hirsuto y mejillas sucias que se alejaba a los tumbos entre la gente, como si no hubiese nadie alrededor, como si toda esa gente adulta que la rodeaba no existiese y sólo atravesase un bosque poblado de maniquíes inanimados.
Su mirada se alejó por el pasillo, siguiendo esa cabecita que se bamboleaba a un lado y el otro, eludiendo siluetas de pie. A su ya de por sí creciente melancolía se sumó una nueva inquietud, que ya le carcomiera el corazón desde hacía tiempo, y se presentó de improviso en una sola pregunta: “¿Cómo sería ser mamá?”
Durante años había sentido que los hombres se le acercaban a fin de conseguir pasar un buen momento, satisfacer sus ansias sexuales, y luego deshacerse en huecas y vanas promesas de reencuentro que jamás se concretaban. Pocos eran los que deseaban mantener el contacto con ella, pero en su fuero más íntimo no sentía que pudiesen reunir las condiciones que ella buscaba para conformar una pareja estable, que la contuviera, que le brindase todo su amor de manera contundente, que la siguiese amando luego de haberse acostado juntos, que pudiera eternizar el momento del amor más allá de la pasión. Y esa falta, ese vacío casi existencial, la sumía en el mayor de los abismos. Necesitaba del otro, más no sólo de su mirada. Demandaba el afecto, la presencia, el calor de ese otro que la hiciera sentir querida, además de convertirla en una verdadera mujer.
Sus deseos de perenne belleza parecieron extinguirse dentro del emergente ensueño de una panza redonda y lozana; por sobre todas las cosas: viva. El fruto del amor que le brindase un hombre de verdad, alguien con los huevos bien puestos, que se jugase por entero al estar junto a ella en todo momento. La emoción amenazó con desbordarse a través de sus párpados entrecerrados. “Voy a quedar con la cara a la miseria”, pensó, al tiempo que manoteaba el espejito y se enjugaba las primeras lágrimas con un pañuelo de papel.
De pronto, sintió a su lado nuevamente la presencia de la niñita, retirando con aire ausente los calendarios y estampitas. El aire desaliñado de aquella carita, arrasada por el desamor, la llenó de una congoja inenarrable. Y sin pensarlo siquiera, sin amagar acaso a abrir la cartera y ofrecerle algunas monedas a cambio casi de nada, estiró su mano y le aferró un bracito, gesto frente al cual la niñita reaccionó volviendo la cabeza violentamente hacia ella, a la espera de algún inesperado peligro, quizá evocando en un solo segundo los golpes y maltratos recibidos al final del día, cuando llegaba el momento de volver a casa y entregar las monedas recibidas, que la mayor parte de las veces escaseaban –más no así el dolor-.
Ella esbozó una amplia sonrisa, forzada a causa de las lágrimas, pero intensa desde lo más profundo de su corazón, y sin decirle una palabra, la acercó hacia ella con infinita ternura, apoyó su mano libre sobre uno de los hombros de la niñita, y le besó la frente. La pequeña, con un rostro signado por la indiferencia, sorprendida pero sin emitir expresión de cariño alguna, parpadeó perpleja y permaneció inmóvil, sin intenciones de alejarse, más curiosa que asustada, contemplando a esa hermosa mujer cuyo rostro acicalado se veía surcado por gruesas e incontenibles lágrimas, que estropeaban sin piedad esa elaborada capa de maquillaje.
Y por primera vez en mucho tiempo, a aquella elegante y eficiente selectora de personal nada le importó menos que las miradas de los demás.
* de ALDIMA. aldima@uolsinectis.com.ar
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El hombre sintió una vez más que ya había perdido demasiados trenes en la vida. Por eso estimo con cuidado el tiempo de viaje en bicicleta desde su pequeña chacra de las afueras de General Las Heras hasta la estación Lozano. Son más de 10 km por un camino de tierra, un domingo, con el cielo cerrado como un puño gris, y el viento que ha rotado trayendo desde el sur nubes negras y llovizna. A los costados del camino, las copas de los árboles han reconocido subitamente la presencia del otoño, se han teñido de amarillo de un día para otro. Casi de golpe como se dan los cambios cuando salen desde el fondo de una historia y cortan el día en un antes y un despues irreversible. El hombre sigue pedaleando, acompañandose de sus propios pensamientos, de su voz interior a fuerza de pedalear contra el viento, la soledad y el frío. Penso en los cambios de estación, en la armonía en la cual la naturaleza las cosas se comportan dentro de esa dialectica de lo inevitable.
-Quien pudiera, razona, quitarse penas de encima como los árboles se desprenden de esas hojas antiguas y se repliegan lentamente al invierno, esperando, gestando el renacer primavera.
-Quien pudiera, insiste el hombre, que siente el trascurrir de los años de otoño en otoño sin percibir ninguna nueva primavera. Un otoño perenne amarillea las cosas. "la procesión va por dentro" se escucha pensar cuando piensa en su historia, en la necesidad de llegar a ese tren, este día, vencer cierta sensación de inmovilidad, esa quietud desmedida de sus cosas adentro de la mochila caja de pandora....
Hay que desatar el futuro, o al menos ir hacia algún lado "si no eliges un camino y lo sigues, no llegaras a ninguna parte" le dijo un amigo un par de años atras. Y le quedo, la frase hundiendose hasta las murallas donde se agotan las razones y se vive o no.
El cielo es una boveda de acero inoxidable, sin fisuras, ni lluvia ni llanto lo perforan, solo viento y hojas por el camino de tierra.
Tampoco importaba demasiado ese destino, casi un pretexto para salir de la angustia, viajar a la estación Mirapampa, en el límite justo de la provincia de Buenos Aires y despues del tope de los rieles el meridiano quinto, y la provincia de La Pampa.
La estación Lozano esta, a decir verdad, en medio del campo, y lo único para ver son postes de alambrado y siluetas de vacas. Acercar el horizonte es ver cada vez más grande ese cinturon de eucaliptos que acompaña por varios kilometros a la vía única hasta llegar a la modesta estación, esa sombra y ese aroma fuerte que abre el pecho al respirar fuerte era la única riqueza verdadera del lugar.
A un kilometro, el hombre intuye ya la llegada del tren, la humareda levantando sobre las copas altas y una pequeña, diminuta lucecita apareciendo entre tronco y tronco.
El hombre acelera el corazón y gira más rápido el piñon de la bicicleta, sabe que llega, pero hay que darle la bicicleta a Don Antonio el encargado de la estación para que la guarde hasta su regreso, y sacar un boleto de ida y vuelta, por que él piensa volver.
Llegó, pasó el umbral, no sentirá de nuevo esa antigua sensación de haber llegado tarde, que despues de pérdido ese tren, le habían cerrado el ferrocarril.
Aún en la cómoda certeza del mito, el hombre no dejo de sentir que su vida estaba saturada de vías abandonadas, galpones cerrados de recuerdos, candados oxidados, y muchas, pero muchas llaves pérdidas.
Don Antonio esta allí, esperando en su propia soledad . El hombre llega para hacerle una efímera compañia, una sonrisa : un como estan tus nietos?, un qué lindo tener un pasajero para saludar en esta tarde de domingo tan gris de ausencias. quizá sólo una mirada resume todo este dialogo imaginario.
El hombre coloco sus manos vacías en los bolsillos y decidió esperar mirando al este la entrada de esa locomotora, un dragón negro de hierro entibiando el aire destemplado.
La máquina ingresa encandilando con su único ojo, creando un instante mágico de ruido y vapor, quien haya visto ingresar una locomotora a vapor no olvidara jamás la sensación que dejan al mover el aire cerca de uno. Y el ha visto muchas entrar y partir, la mayoría de las veces manejadas por su abuelo materno, Xávier Errandonea, o el vasco Javier en criollo.
Allí justito, estaba al lado de su madre que era algo más que una niña, viendo cómo ella le daba al abuelo recados y pedidos para varios negocios ubicados en las estaciones siguientes -de Navarro en adelante, que el abuelo traería en el viaje de vuelta con una canasta de mimbre que le prestaban los comerciantes. A veces el abuelo era sólo un cartero informal para los primos de Navarro, o los tíos que vivian en Patricios. Asi de simples eran las cosas.
Antes de partir, el abuelo se limpiaba las manos tiznadas de hollín para acariciarle la cabeza con sus manos pesadas. Él nunca olvidará el peso de esas manos agitando sus pelos, dejando su marca de afecto. Casi sin darse cuenta el hombre se reconoce sentado, escuchando el toque de campana de Don Antonio. Partiendo.
Vió sus manos con los dedos entrelazados, jugueteando de inquietud, y volvió a las manos del abuelo, el asombro que le producian esas manos que ademas de conducir ese gigante de metal y vapor, se las rebuscaban para hacer casi todo... una quinta, cosas de carpintería para la casa, pequeños muebles que el podía ver trabajar desde la hachada a la cepillada en el banco de carpintero. El hombre nunca se olvidará de la manera en que su abuelo leía sus propias manos, ponía su palma derecha en la mesa y mostraba como cada línea era una vía y que el mapa de sus destinos arriba de las locomotoras del Compañia General Buenos Aires estaba tambien grabado desde el nacimiento en sus manos. El mostraba el punto justo dónde despues de la estación Villars se abrian para siempre el ramal a Rosario y las vías al oeste y despues Patricios, justo en el centro de la palma de su mano, en el pocito que uno forma para tomar agua. De allí el abuelo se las ingeniaba para encontrar la vía a General Villegas terminando en la nada de su pampa palma y la línea a Victorino de la Plaza mucho más extensa en proporción pues esta se perdía casi en la muñeca entre sus nudos venosos, esas venas grandes de manos de trabajador, acostumbradas a girar con fuerza palacas y herramientas, a quemarse más de una vez.
En eso estaban los pensamientos del hombre, cuando decidio cerrar los ojos, y descansar un poco con la mente en blanco....
*de Eduardo F. Coiro. inventivasocial@hotmail.com
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