ESTACION VILLARS
Poesía en los andenes...
EN UN SUSPENSO*
Llueve. Lenta, suavemente sobre el domingo
carcelero del retazo de alma que se niega
a abandonarme.
El resto se fue con las golondrinas que, a veces,
me rozan en un ligero aleteo
parecido a una ilusiòn.
Hasta que aparecen los murciélagos invadiendo
la noche y la devoran.
Entonces me envuelven los demonios.
Negros de sombra, dejan al raso
cicatrices abiertas.
Hay frìos impuros en las paredes blancas.
Vive el viento en sus ràfagas de plomo
sugiriendo latidos.
En un suspenso de agua
soy noche, sombra y frìo...
*de Fanny Garbini Téllez. fannyte@ciudad.com.ar
InvenTren
Cómo había crecido Sara, era casi un misterio, como también lo es, aún hoy, lo que ocurrió desde el día que se dejaron de ver. Puedo suponer, que ella, se fue perdiendo en el tiempo y me mira ahora desde una estrella singular.
Sueño que un día, va a regresar en el mismo tren, que dejó de pasar por el lugar, a partir de aquel 5 de julio, en que cumplía mis veintisiete años.
"Ese día, todo el país, no hacía mas que hablar, sobre lo mismo : El cierre de otro ramal , que a pesar de las protestas, se concretaba, dejando a varias localidades inmersas en la desolación y la incomunicación.
Las pérdidas, una vez mas, se contemplaban sólo desde lo económico, sin tener en cuenta, los aspectos humanos de la cuestión, o mejor dicho, los deshumanos.
No importaban las vidas privadas , los sueños deshechos, los amores sin retorno, el sentimiento de impotencia de los que recibían el telegrama...
Algunos, que tenían la manija por el mango, y el mango también, agregaban varios pecados en su haber, y que a pesar de las limosnas y las confesiones, no les serán perdonados.
Porque mataron, mataron... Mataron los trenes, así como en el mar, salvajemente se matan ballenas; mataron ilusiones, así como en el cielo se matan pájaros.
Condenaron además a una muerte cruel y lenta, a muchas localidades, en las que la gente, podía vivir de manera sencilla, con ventanas abiertas, trabajo diario y además, tener tiempo para tomar mate con sus vecinos, cuando salían del trabajo..
Asesinaron , el pasado, dejaron sin honra el trabajo de los que se deslomaron de sol a sol, para crear esas redes y les fue más fácil, decidir que en un futuro mejor, el progreso no incluiría el uso de esos ramales en que los Luises, Jesuses y Carlos trabajaban, que cualquier intento de progreso, mejorando lo que ya había sido construído.
Y de esa muerte, de la agonía y la mentira de la que fueron responsables, equivocados señores, de la negación y la falta de idoneidad para encontrar soluciones, no he podido hasta el día de hoy, encontrar motivo válido, ni para las lágrimas de Sara, ni para la de tantas familias, que en vez de soñar con el futuro, sueñan con el pasado.
*de Moni. Monipas05@aol.com
Estación Villars
Sumergido en las atrayentes imágenes del libro que venía leyendo desde hacía ya varios días, muy bien luminado a través de la –detalle inusual- ventanilla limpia del vagón, apenas reparó que alguien se sentaba a su izquierda, muy junto a él. Sólo cuando el intenso perfume que emanaba de aquella figura lo alcanzó, algo urgente y sin palabras lo impulsó a girar la cabeza, aunque no directamente hacia su rostro –siempre le había costado mirar de frente a alguien, como si en ese único gesto se adivinase algún oscuro deseo inconfesable, quizá hasta para sí mismo-, y así descubrir un hermoso par de piernas, enfundadas en medias negras, que pronto se cruzaran una con la otra, apenas cubiertas por una cartera sobre el regazo.
Inhaló gratificado aquel aroma -Dior Addict, aunque él no lo supiese-, y deliró con sentirlo aún más de cerca, impregnado sobre la piel. No se animaba a levantar mucho más la cabeza en dirección a ella, por lo que sólo conseguía solazarse con aquellas rodillas casi perfectas y unas manos largas, cubiertas de anillos, finos y delicados. La imagen lo perturbaba, por lo que prefirió continuar con la lectura. Pero apenas si llegó a leer un par de renglones, distraído por completo, para volver a hipnotizarse con aquellas piernas, en un breve y fugaz vistazo que lo incitaba a más, mucho más.
Decidió que había una única manera de contemplarla; así que levantó la cabeza por sobre su hombro, como si mirase algo a sus espaldas que súbitamente le llamase la atención, y divisó un fragmento del pasillo del vagón a medio llenar, para luego demorarse apenas unos segundos, mientras giraba la cabeza a su posición inicial, en el perfil de su compañera de viaje.
Morocha, de cabello ondeado, cejas finas, enormes ojos claros, nariz recta, pómulos altos y marcados, labios carnosos y mentón delicado, descendiendo hacia un cuello terso y suavizado. El retrato de un segundo crucial, detenido y analizado hasta el hartazgo en su mente durante los próximos instantes. Composición de la imagen que se completó en el segundo siguiente, recorriendo el trajecito azul claro, el escote de la remera blanca que le abría el camino hacia un paisaje de inauditas delicias pectorales, y una cartera de cuero negro con que se cubría la falda azul, seguramente haciendo juego con el saco del trajecito.
Regresó muy a su pesar a mirar el libro que inútilmente sostenía entre sus manos. ¿Cómo hacía para volver a leer después de haber visto semejante belleza? ¿Qué hacer a continuación, entonces, si cerraba su libro? Miró por la ventanilla, en dirección contraria a lo que su deseo le dictaba, y contempló un paisaje urbano anodino, carente de todo interés. La hermosura del paisaje estaba en otro lado.
Hojeó el libro distraído, como si buscase algún párrafo olvidado. Su mirada volvía intermitente hacia esas piernas, que ya casi comenzaban a excitarlo físicamente. Volteó la vista hacia ella de improviso, pero la mujer miraba en dirección contraria, más allá del pasillo, con aire sutil y elegante. Bajó sus ojos hasta encontrarse de nuevo con aquel busto de belleza inenarrable, y recién ahora, en una segunda apreciación y con un ángulo más estrecho que la primera vez, consiguió distinguir el borde de la puntilla blanca del soutien. La creciente excitación tuvo un empuje inesperado, molestándole ya dentro del pantalón.
Desvió la mirada hacia delante, avergonzado de sus indiscretas incursiones. Respiró hondo, mientras la adrenalina le surcaba las arterias, potenciando el despliegue de un deseo largamente contenido, inhabilitado de expresión. De pronto, sintió que el asiento del vagón le resultaba muy estrecho, casi pequeño, como si su estado de ánimo se desplazase hacia su condición corporal, y hubiese ido aumentando de tamaño durante los últimos diez o quince segundos, otorgándole una predisposición hacia el encuentro más que favorable.
Jugueteó con el señalador del libro, sin saber dónde ubicarlo, hasta que lo dejó caer entre la contratapa y la última hoja, y volvió a mirarla.
Encontrarse con ese bello y dulce par de ojos turquesas que lo miraban de frente, en su máximo esplendor, lo congeló de la emoción, incapaz de hacer o decir nada. Mirada fugaz -siempre sutil y elegante- de su compañera, que luego se desvió hacia la ventanilla y su escasa oferta panorámica, para inmediatamente mirar hacia delante, quitándole a él todo tipo de presión que hubiese podido experimentar durante esa maravillosa fracción de la mañana.
El sudor le corría bajo las axilas, empapándole la camisa. Comenzó a sentir la boca seca, y cerró el libro de una buena vez para buscar en el bolsillo del saco el paquete de caramelos masticables a medio consumir. Para introducir su mano izquierda en su propio bolsillo, pero rozar involuntariamente el flanco derecho de ella, su cadera enfundada en una falda angosta y provocativa -¿cómo sería cuando se pusiese de pie?; mejor no pensarlo, o su pantalón estallaría…-, un contacto tan leve que hasta parecía no haber ocurrido jamás. Ella se removió apenas, pero a él le pareció que sólo para poder acercarse más… ¿Sería cierto, o su imaginación ya se estaba desbordando, como de costumbre?
Los vendedores ambulantes iban y venían con su monótona y hasta casi estridente cantinela, pero apenas si reparó en ellos, como así también en el guarda que solicitaba los boletos. Sólo que en el último instante descubrió que era la mejor oportunidad para mirarla sin culpas, y hurgó en el bolsillo superior del saco, junto a su corazón, en busca del boleto, mientras las gráciles manos de ella le extendían el propio al guarda. Él hizo el mismo gesto, sólo que tendiéndoselo a ciegas, obnubilado ante la contemplación de su perfil –que se concentraba en el rutinario movimiento de guardar el boleto en el bolsillo exterior de la cartera-, incapaz de comprender cómo había sido posible que la fortuna lo hubiese agraciado con semejante premio aquella mañana.
Hasta que el guarda le tendió el boleto de regreso, y los increíbles ojos de gata de la mujer –una vez desentendida del propio boleto- se clavaron en los suyos, sorprendidos con la guardia baja, muertos de vergüenza, incapaces de esconderse.
Quiso -lo quiso con toda su alma- sostenerle la mirada… Pero no pudo. La bajó hacia el boleto, volvió a esconderlo en el bolsillo superior del saco, y se entretuvo abriendo el paquete de caramelos, experimentando un rubor vigoroso y arrasador a lo largo de sus mejillas.
Entonces ella respiró muy hondo, o eso le pareció a él, mientras de reojo miraba cómo descruzaba y volvía a cruzar sus hermosas piernas, rozándole apenas la rodilla izquierda. Tal vez no fuera una inspiración, sino un suspiro; un suspiro hondo, por supuesto, muy hondo, que declamase en silencio el inequívoco estado de sus sensaciones, acaso desbordantes como las suyas…
Y él, aún sin saber qué hacer, empujado hacia el borde del abismo tan violentamente que no pudo reponerse del vértigo que aquello le causaba, extrajo un caramelo, comenzó a pelarlo, y continuó contemplándose a sí mismo desde una postura casi externa, como si se hallase ubicado en el asiento de enfrente, mirando el cuadro completo de la escena, y se riese de su propia torpeza, actuando de manera mecánica, mientras ella seguramente lo miraba de reojo, o quizá –para aumentar aún más su pequeña gran humillación- le disparase una mirada directa, ineludible, como si en silencio le gritase un airado: “¿Y, qué esperás? ¿Te parece que tengo toda la mañana para vos?”
Se metió el caramelo en la boca, agradeció el dulce sabor a frambuesa sobre su lengua, y aunque le costase un enorme esfuerzo, decidió ofrecerle el paquete. “No vale la pena”, pensó para sí mismo; “esta mina jamás podría darte bola”. Pero a su vez, sabía que el NO ya lo tenía, y nada de lo que evitase hacer podría cambiar ese estado de cosas. Así que contuvo la respiración, y saltó sin paracaídas…
Giró la cabeza hacia ella y le tendió el paquete, casi a punto de decirle algo, en el exacto momento en que el tren se detenía en la estación anterior a la que él debía llegar, ella se ponía esbeltamente de pie, luciendo un trasero tan consiste y maravilloso que lo dejó sin aliento, y avanzaba hacia la puerta con paso decidido, sin mirar hacia atrás. El mundo pareció derrumbarse para él, o mejor dicho: el mundo se le abalanzó a una velocidad inusitada, al aproximarse demencialmente hacia el piso y estrellar sus ilusiones, sin posibilidad alguna de poder reflotarlas. “La vida es una sola y hay que vivirla”, solía decirle un amigo suyo. “Dejá de esconderte dentro de un libro”.
Quiso ponerse de pie, seguir la trayectoria de aquel inaudito contoneo de cadera, con nalgas firmes y bamboleantes, y extender su brazo hacia delante, alcanzándole el paquete de caramelos, ofreciéndole una pequeña dulzura en compensación por tan inmensa y fantástica excitación. Llegar a posar unos trémulos dedos sobre aquel hombro trajeado, apenas rozar la suavidad de aquel cabello oscuro, oler muy de cerca el cautivador aroma de su perfume. Decirle algo, conseguir articular aunque sea una única frase, alguna oración por la que ella pudiese recordarlo durante el resto del día, y hasta quizá aguardase hasta el próximo viaje en tren, en el que sus destinos volvieran a cruzarse, ambos expectantes ante tamaña idea. Y contemplar una vez más, sin llegar a desprenderse de ella, menos aún de su recuerdo, ese glorioso par de ojos color turquesa, que parecieron querer atravesarlo momentos antes, y que ahora se fugaban en busca de un paisaje diferente.
Pero no pudo. Permaneció sentado donde estaba, contemplando esa delgada silueta que descendía con suprema elegancia el par de escalones que la separaban del andén, sin volver la vista atrás, atrayendo la mirada de cuanto varón se encontrase en los alrededores, mientras él aún sostenía el paquete en la mano, con dedos sudorosos, cierta presencia se extinguía definitivamente dentro de su pantalón, y el libro que viniera leyendo hasta entonces resbalaba entre sus piernas hacia el suelo del vagón.
“La vida es una sola y hay que vivirla. Dejá de esconderte dentro de un libro”.
* de ALDIMA. aldima@uolsinectis.com.ar
EN UN SUSPENSO*
Llueve. Lenta, suavemente sobre el domingo
carcelero del retazo de alma que se niega
a abandonarme.
El resto se fue con las golondrinas que, a veces,
me rozan en un ligero aleteo
parecido a una ilusiòn.
Hasta que aparecen los murciélagos invadiendo
la noche y la devoran.
Entonces me envuelven los demonios.
Negros de sombra, dejan al raso
cicatrices abiertas.
Hay frìos impuros en las paredes blancas.
Vive el viento en sus ràfagas de plomo
sugiriendo latidos.
En un suspenso de agua
soy noche, sombra y frìo...
*de Fanny Garbini Téllez. fannyte@ciudad.com.ar
InvenTren
Cómo había crecido Sara, era casi un misterio, como también lo es, aún hoy, lo que ocurrió desde el día que se dejaron de ver. Puedo suponer, que ella, se fue perdiendo en el tiempo y me mira ahora desde una estrella singular.
Sueño que un día, va a regresar en el mismo tren, que dejó de pasar por el lugar, a partir de aquel 5 de julio, en que cumplía mis veintisiete años.
"Ese día, todo el país, no hacía mas que hablar, sobre lo mismo : El cierre de otro ramal , que a pesar de las protestas, se concretaba, dejando a varias localidades inmersas en la desolación y la incomunicación.
Las pérdidas, una vez mas, se contemplaban sólo desde lo económico, sin tener en cuenta, los aspectos humanos de la cuestión, o mejor dicho, los deshumanos.
No importaban las vidas privadas , los sueños deshechos, los amores sin retorno, el sentimiento de impotencia de los que recibían el telegrama...
Algunos, que tenían la manija por el mango, y el mango también, agregaban varios pecados en su haber, y que a pesar de las limosnas y las confesiones, no les serán perdonados.
Porque mataron, mataron... Mataron los trenes, así como en el mar, salvajemente se matan ballenas; mataron ilusiones, así como en el cielo se matan pájaros.
Condenaron además a una muerte cruel y lenta, a muchas localidades, en las que la gente, podía vivir de manera sencilla, con ventanas abiertas, trabajo diario y además, tener tiempo para tomar mate con sus vecinos, cuando salían del trabajo..
Asesinaron , el pasado, dejaron sin honra el trabajo de los que se deslomaron de sol a sol, para crear esas redes y les fue más fácil, decidir que en un futuro mejor, el progreso no incluiría el uso de esos ramales en que los Luises, Jesuses y Carlos trabajaban, que cualquier intento de progreso, mejorando lo que ya había sido construído.
Y de esa muerte, de la agonía y la mentira de la que fueron responsables, equivocados señores, de la negación y la falta de idoneidad para encontrar soluciones, no he podido hasta el día de hoy, encontrar motivo válido, ni para las lágrimas de Sara, ni para la de tantas familias, que en vez de soñar con el futuro, sueñan con el pasado.
*de Moni. Monipas05@aol.com
Estación Villars
Sumergido en las atrayentes imágenes del libro que venía leyendo desde hacía ya varios días, muy bien luminado a través de la –detalle inusual- ventanilla limpia del vagón, apenas reparó que alguien se sentaba a su izquierda, muy junto a él. Sólo cuando el intenso perfume que emanaba de aquella figura lo alcanzó, algo urgente y sin palabras lo impulsó a girar la cabeza, aunque no directamente hacia su rostro –siempre le había costado mirar de frente a alguien, como si en ese único gesto se adivinase algún oscuro deseo inconfesable, quizá hasta para sí mismo-, y así descubrir un hermoso par de piernas, enfundadas en medias negras, que pronto se cruzaran una con la otra, apenas cubiertas por una cartera sobre el regazo.
Inhaló gratificado aquel aroma -Dior Addict, aunque él no lo supiese-, y deliró con sentirlo aún más de cerca, impregnado sobre la piel. No se animaba a levantar mucho más la cabeza en dirección a ella, por lo que sólo conseguía solazarse con aquellas rodillas casi perfectas y unas manos largas, cubiertas de anillos, finos y delicados. La imagen lo perturbaba, por lo que prefirió continuar con la lectura. Pero apenas si llegó a leer un par de renglones, distraído por completo, para volver a hipnotizarse con aquellas piernas, en un breve y fugaz vistazo que lo incitaba a más, mucho más.
Decidió que había una única manera de contemplarla; así que levantó la cabeza por sobre su hombro, como si mirase algo a sus espaldas que súbitamente le llamase la atención, y divisó un fragmento del pasillo del vagón a medio llenar, para luego demorarse apenas unos segundos, mientras giraba la cabeza a su posición inicial, en el perfil de su compañera de viaje.
Morocha, de cabello ondeado, cejas finas, enormes ojos claros, nariz recta, pómulos altos y marcados, labios carnosos y mentón delicado, descendiendo hacia un cuello terso y suavizado. El retrato de un segundo crucial, detenido y analizado hasta el hartazgo en su mente durante los próximos instantes. Composición de la imagen que se completó en el segundo siguiente, recorriendo el trajecito azul claro, el escote de la remera blanca que le abría el camino hacia un paisaje de inauditas delicias pectorales, y una cartera de cuero negro con que se cubría la falda azul, seguramente haciendo juego con el saco del trajecito.
Regresó muy a su pesar a mirar el libro que inútilmente sostenía entre sus manos. ¿Cómo hacía para volver a leer después de haber visto semejante belleza? ¿Qué hacer a continuación, entonces, si cerraba su libro? Miró por la ventanilla, en dirección contraria a lo que su deseo le dictaba, y contempló un paisaje urbano anodino, carente de todo interés. La hermosura del paisaje estaba en otro lado.
Hojeó el libro distraído, como si buscase algún párrafo olvidado. Su mirada volvía intermitente hacia esas piernas, que ya casi comenzaban a excitarlo físicamente. Volteó la vista hacia ella de improviso, pero la mujer miraba en dirección contraria, más allá del pasillo, con aire sutil y elegante. Bajó sus ojos hasta encontrarse de nuevo con aquel busto de belleza inenarrable, y recién ahora, en una segunda apreciación y con un ángulo más estrecho que la primera vez, consiguió distinguir el borde de la puntilla blanca del soutien. La creciente excitación tuvo un empuje inesperado, molestándole ya dentro del pantalón.
Desvió la mirada hacia delante, avergonzado de sus indiscretas incursiones. Respiró hondo, mientras la adrenalina le surcaba las arterias, potenciando el despliegue de un deseo largamente contenido, inhabilitado de expresión. De pronto, sintió que el asiento del vagón le resultaba muy estrecho, casi pequeño, como si su estado de ánimo se desplazase hacia su condición corporal, y hubiese ido aumentando de tamaño durante los últimos diez o quince segundos, otorgándole una predisposición hacia el encuentro más que favorable.
Jugueteó con el señalador del libro, sin saber dónde ubicarlo, hasta que lo dejó caer entre la contratapa y la última hoja, y volvió a mirarla.
Encontrarse con ese bello y dulce par de ojos turquesas que lo miraban de frente, en su máximo esplendor, lo congeló de la emoción, incapaz de hacer o decir nada. Mirada fugaz -siempre sutil y elegante- de su compañera, que luego se desvió hacia la ventanilla y su escasa oferta panorámica, para inmediatamente mirar hacia delante, quitándole a él todo tipo de presión que hubiese podido experimentar durante esa maravillosa fracción de la mañana.
El sudor le corría bajo las axilas, empapándole la camisa. Comenzó a sentir la boca seca, y cerró el libro de una buena vez para buscar en el bolsillo del saco el paquete de caramelos masticables a medio consumir. Para introducir su mano izquierda en su propio bolsillo, pero rozar involuntariamente el flanco derecho de ella, su cadera enfundada en una falda angosta y provocativa -¿cómo sería cuando se pusiese de pie?; mejor no pensarlo, o su pantalón estallaría…-, un contacto tan leve que hasta parecía no haber ocurrido jamás. Ella se removió apenas, pero a él le pareció que sólo para poder acercarse más… ¿Sería cierto, o su imaginación ya se estaba desbordando, como de costumbre?
Los vendedores ambulantes iban y venían con su monótona y hasta casi estridente cantinela, pero apenas si reparó en ellos, como así también en el guarda que solicitaba los boletos. Sólo que en el último instante descubrió que era la mejor oportunidad para mirarla sin culpas, y hurgó en el bolsillo superior del saco, junto a su corazón, en busca del boleto, mientras las gráciles manos de ella le extendían el propio al guarda. Él hizo el mismo gesto, sólo que tendiéndoselo a ciegas, obnubilado ante la contemplación de su perfil –que se concentraba en el rutinario movimiento de guardar el boleto en el bolsillo exterior de la cartera-, incapaz de comprender cómo había sido posible que la fortuna lo hubiese agraciado con semejante premio aquella mañana.
Hasta que el guarda le tendió el boleto de regreso, y los increíbles ojos de gata de la mujer –una vez desentendida del propio boleto- se clavaron en los suyos, sorprendidos con la guardia baja, muertos de vergüenza, incapaces de esconderse.
Quiso -lo quiso con toda su alma- sostenerle la mirada… Pero no pudo. La bajó hacia el boleto, volvió a esconderlo en el bolsillo superior del saco, y se entretuvo abriendo el paquete de caramelos, experimentando un rubor vigoroso y arrasador a lo largo de sus mejillas.
Entonces ella respiró muy hondo, o eso le pareció a él, mientras de reojo miraba cómo descruzaba y volvía a cruzar sus hermosas piernas, rozándole apenas la rodilla izquierda. Tal vez no fuera una inspiración, sino un suspiro; un suspiro hondo, por supuesto, muy hondo, que declamase en silencio el inequívoco estado de sus sensaciones, acaso desbordantes como las suyas…
Y él, aún sin saber qué hacer, empujado hacia el borde del abismo tan violentamente que no pudo reponerse del vértigo que aquello le causaba, extrajo un caramelo, comenzó a pelarlo, y continuó contemplándose a sí mismo desde una postura casi externa, como si se hallase ubicado en el asiento de enfrente, mirando el cuadro completo de la escena, y se riese de su propia torpeza, actuando de manera mecánica, mientras ella seguramente lo miraba de reojo, o quizá –para aumentar aún más su pequeña gran humillación- le disparase una mirada directa, ineludible, como si en silencio le gritase un airado: “¿Y, qué esperás? ¿Te parece que tengo toda la mañana para vos?”
Se metió el caramelo en la boca, agradeció el dulce sabor a frambuesa sobre su lengua, y aunque le costase un enorme esfuerzo, decidió ofrecerle el paquete. “No vale la pena”, pensó para sí mismo; “esta mina jamás podría darte bola”. Pero a su vez, sabía que el NO ya lo tenía, y nada de lo que evitase hacer podría cambiar ese estado de cosas. Así que contuvo la respiración, y saltó sin paracaídas…
Giró la cabeza hacia ella y le tendió el paquete, casi a punto de decirle algo, en el exacto momento en que el tren se detenía en la estación anterior a la que él debía llegar, ella se ponía esbeltamente de pie, luciendo un trasero tan consiste y maravilloso que lo dejó sin aliento, y avanzaba hacia la puerta con paso decidido, sin mirar hacia atrás. El mundo pareció derrumbarse para él, o mejor dicho: el mundo se le abalanzó a una velocidad inusitada, al aproximarse demencialmente hacia el piso y estrellar sus ilusiones, sin posibilidad alguna de poder reflotarlas. “La vida es una sola y hay que vivirla”, solía decirle un amigo suyo. “Dejá de esconderte dentro de un libro”.
Quiso ponerse de pie, seguir la trayectoria de aquel inaudito contoneo de cadera, con nalgas firmes y bamboleantes, y extender su brazo hacia delante, alcanzándole el paquete de caramelos, ofreciéndole una pequeña dulzura en compensación por tan inmensa y fantástica excitación. Llegar a posar unos trémulos dedos sobre aquel hombro trajeado, apenas rozar la suavidad de aquel cabello oscuro, oler muy de cerca el cautivador aroma de su perfume. Decirle algo, conseguir articular aunque sea una única frase, alguna oración por la que ella pudiese recordarlo durante el resto del día, y hasta quizá aguardase hasta el próximo viaje en tren, en el que sus destinos volvieran a cruzarse, ambos expectantes ante tamaña idea. Y contemplar una vez más, sin llegar a desprenderse de ella, menos aún de su recuerdo, ese glorioso par de ojos color turquesa, que parecieron querer atravesarlo momentos antes, y que ahora se fugaban en busca de un paisaje diferente.
Pero no pudo. Permaneció sentado donde estaba, contemplando esa delgada silueta que descendía con suprema elegancia el par de escalones que la separaban del andén, sin volver la vista atrás, atrayendo la mirada de cuanto varón se encontrase en los alrededores, mientras él aún sostenía el paquete en la mano, con dedos sudorosos, cierta presencia se extinguía definitivamente dentro de su pantalón, y el libro que viniera leyendo hasta entonces resbalaba entre sus piernas hacia el suelo del vagón.
“La vida es una sola y hay que vivirla. Dejá de esconderte dentro de un libro”.
* de ALDIMA. aldima@uolsinectis.com.ar
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