ESTACION MARCOS PAZ
Poesía en los andenes...
CON AGUJAS DE SAL*
Caminar.
Ese es el rumbo.
O llorar para adentro,
Que es llorarse a uno mismo,
Es pincharse los ojos
Con agujas de sal,
Es moverse al costado
De la vida del otro
Y es viajar hasta un sueño
De poesía sin pan.
¿Cómo compaginarte
en el mismo momento
en que se muere el día
y amenaza la noche con ponerse
mis zapatos de gala?
¿Cómo compaginarte
si el gorrión aún duerme
y no ha arrullado
el aire la torcaza?
Caminar. ¿Cuál es el rumbo?
Si va pasando el día
Y es otoño,
Y atrás queda el verano
Y la lujuria del vestido escotado.
Y se me va la vida
Y yo no entiendo
por qué pasan los años.
Quiero compaginarte, sin embargo.
Y busco el rumbo hacia tu extremo
Caminando...
*de Fanny Garbini Téllez. fannyte@ciudad.com.ar
InvenTren
"Nunca pudo olvidar ese diez de agosto, por dos razones: la parada del tren en medio del viaje y el olor del campo de violetas a un costado de las vías del ferrocarril.
Lo escribió en su corazón y en un poema que adorna una servilleta de papel.
De una pequeña caja, voy sacando, en un ritual prolijo y acentuado, pequeñas maravillas: Un anillo de plata, oscurecido por el tiempo; un pedacito de madera, que le robó a Luis del bolsillo y usaba como amuleto; un sobre con una dirección de Marcos Paz, y diez cartas que le escribió.
Ese viaje, debe haber tenido para ella, un significado especial: el de acercarla a un cielo inesperado y a un suelo pleno de pequeñas flores que le hicieron imaginar, como en un cuadro, el rostro desaminado del amante, al no verla llegar a la cita, a las diez en punto.
Desde una fotografía me mira. Con sus ojos , verdes, gigantes y llenos de chispitas, me regala su sonrisa de complicidad. Presiento que me abraza, aún desde el mas allá.
No puedo hallar otra explicación, a ese ramillete de violetas, que mantiene intacto el color a través del tiempo, y al abrazo de Sara, que me llena de ternura, que le da su aprobación a la osadía de enamorarme nuevamente, en este abril."
*de Moni. Monipas05@aol.com
Estación Marcos Paz
El hombre avanza con andar cansino y tembloroso sobre el suelo de grava. Un inusual sol de invierno le pega con sus tímidos rayos sobre la nuca, amortiguando apenas aquel escalofrío existencial que lo embarga desde hace ya mucho tiempo. Esa sensación de vacío que experimenta en cada aniversario, cuando el calendario indica que promedia la primera semana de julio, y sus recuerdos se fugan sin aviso hacia aquellas viejas épocas de gloria, cuando aún pertenecía a la gloriosa institución ferroviaria. Cuando aún tenía cuarenta años, y era el eficiente guarda de trenes Carlos Ruíz.
El entorno ha ido cambiando a lo largo de los años. Y sólo la memoria –junto al recorrido de los colectivos que rodean la zona- consigue ubicarlo en el mismo espacio geográfico que abandonara hace casi treinta años, ya que si fuera por las reminiscencias del paisaje, bien podría haberse perdido hacía ya varias horas. Ya casi no quedan vestigios de la antigua estación. Y la sensación de angustia y soledad es tan grande que ni siquiera es capaz de derramar una lágrima, al menos para atenuar tanto dolor.
En un gesto casi mecánico, mientras abarca con su mirada aquel paisaje tan extraño como familiar, de características casi siniestras, hunde una de sus manos en el bolsillo del saco y aferra ese fragmento de papel tan antiguo como manoseado; contacto que de alguna manera lo mantiene cuerdo, trayéndolo nuevamente a la realidad, un espacio que mixtura diferentes planos, del ayer y del hoy, conformando algo tan rico como incomprensible, y hasta casi aterrador.
Intenta avanzar, pero la emoción lo inmoviliza en el lugar. El tiempo parece haberse detenido. Aún le parece oír los distantes silbatos de las locomotoras, el paso fragoroso de las formaciones, el traqueteo de los vagones sobre las juntas de las vías. Y siente calzada sobre la cabeza su vetusta gorra gris, y la chaqueta color crema sobre los hombros, y el silbato siempre presto junto a su boca, anunciando la salida en horario del tren…
Las imágenes del pasado se confunden con este disímil paisaje actual, en el que apenas consigue divisar una silueta que se acerca.
-¿Qué tal? -, saluda el recién llegado, con las manos en los bolsillos, haciendo una inclinación de cabeza, y ganando confianza para comentar:. –Está lindo al sol, ¿no?
-Y, sí… -, responde Don Carlos, casi ausente. –Sobre todo, cerca de este lugar, tan lleno de recuerdos…
El otro pasea la mirada sobre el paisaje, para luego volver a mirarlo, detenidamente. De pronto, Don Carlos repara en esa mirada que lo escruta, y se la devuelve, un tanto extrañado. El recién llegado esboza una media sonrisa, quizá gratificado por el encuentro, y le pregunta:
-Usted no se acuerda de mí, ¿no?
Don Carlos duda.
-No… La verdad que no. A mis años, mire… Hay cosas que no se tienen tan presentes.
-Éramos más jóvenes, es cierto. Pero a pesar de la rutina y de la inmovilidad del final, compartimos varias cosas en este lugar. Sobre todo los mates, que Usted me hacía ensillar a cada rato…
Don Carlos da un par de pasos y se acerca, para mirarlo más detenidamente. Es cierto, han pasado los años, pero detrás de ese rostro curtido, de esa apariencia de hombre cincuentón, se ilumina la misma mirada sensible, desbordante de utópicas ilusiones, que contemplara treinta años antes. Alza su dedo índice, apuntándole al rostro, y le dice:
-El sociólogo señalero…
-Jesús Corrado, el mismo -, responde el otro, ensanchando la sonrisa, y tendiéndole la mano, que Don Carlos estrecha sin mirar, halagado y sorprendido al mismo tiempo, como si acabase de haber visto un fantasma.
-¡¿Pero cómo está?!
-Y, aquí andamos… De regreso en el “lugar de trabajo”, como cada tatos años…
-No me diga que viene seguido…
-No tanto como quisiera, pero de vez en cuando, para esta fecha, me doy una vuelta, y veo cómo quedó todo. Aunque, claro, no es lo mismo.
-No somos los mismos. Tenemos los achaques propios de la edad. Y en todo este tiempo, nos pasaron muchas cosas.
-Dígamelo a mí, que por haber estado en la “Jotapé” tuve que esconderme, y laburar de lo que fuera durante los años de plomo. Ni por asomo me tomaron de vuelta en el ferrocarril; nadie quería líos con las botas. ¿Y Usted?
-Y, ¿qué le puedo contar? Me puse a trabajar en una panadería, la de mi cuñado, durante muchos años. Después compartí un puesto de diarios. Pero nunca me sentí tan a gusto como acá en la estación. Esta era mi vida, Jesús. El día que lo cerraron fue para mí como si me amputasen un brazo.
-¡Ya lo creo! Sé lo que sintió. Para mí, aunque estuve poco tiempo, fue un remanso entre tanta confusión. Me sirvió de refugio intelectual, para empezar a cerrar conceptos sobre mi vida que no tenía claros al abandonar la facultad. No sabe cómo extrañé nuestras mateadas. Con decirle que aún conservo en mi casa la calabacita que solíamos usar en la oficina…
-¿De veras? -, y Don Carlos se estremece de la emoción. –Mire, voy a confesarle algo. Me da cierto pudor hacerlo, pero es la única persona a quien puedo contarle esto. A los demás, bueno…, creo que a mis 75 años pensarían que ya estoy senil, que no puedo aferrarme a estas cosas, que tengo que hacer algo para disfrutar tranquilo mis últimos años… En fin…
-¿De qué se trata?
-Desde aquel último día en que estuvimos en la estación, cuando llegó a la sala de espera aquel cadete en bicicleta, trayendo el telegrama de cierre, ¿se acuerda?…
-Claro, hombre. ¡Cómo olvidarlo!
-…bueno, desde ese día… -, hace una pausa, aclarándose la garganta, presa de una emoción tan antigua como devastadora, -…desde aquel maldito día conservo esto que para mí es un tesoro, una reliquia nefasta, pero que cada vez que lo tomo entre mis manos me recuerda que no todo se ha perdido, que al menos algo he podido conservar, aunque más no fuera un fragmento del final…
Y con mano temblorosa, aún dudando de enseñar ese placer que se le antoja secreto, imposible de compartir con miradas ajenas, extrae del bolsillo del saco ese papel antiguo y manoseado, oscuro de tanto trajín, pegado con innumerables cintas adhesivas, y se lo extiende casi con culpa, como si no se atreviera a desprenderse de él, como si se le fuese una parte de la vida al separarse de aquella reliquia.
-¿Puedo? -, pide permiso Corrado antes de tomarlo, adivinando las emociones del viejo, quien asiente repetidas veces con la cabeza, sin la fuerza suficiente para responderle con palabras.
El antiguo señalero del Ferrocarril General Belgrano despliega el papel con suma delicadeza, temeroso de estropearlo con algún movimiento apresurado, y lee aquellas líneas ya desdibujadas, apenas legibles, pero demoledoras como mazazo en el corazón:
“CIERRE RAMAL PUNTO
JUNTAR HERRAMIENTAS PUNTO
CERRAR ESTACIÓN CORONEL DOCTOR MARCOS PAZ PUNTO
PONER CANDADOS OFICINAS PUNTO
PRESENTARSE ESTACIÓN LA PLATA
COBRO DE HABERES PUNTO
CINCO DE JULIO 1977”
-Es el mismo… -, balbucea Corrado. –El telegrama que trajo aquel cadete que…
-Sí, hombre. Es el del final -, asevera el ex guarda de trenes, con el llanto atravesado en la garganta. -El que tiene fecha de hoy, cinco de julio, pero de hace casi treinta años atrás…
-Don Carlos… -, continúa balbuceando el antiguo señalero, volviendo a pedir permiso, -…¿no se ofende?
Y ambos hombres se funden en un único abrazo, cálido y fraternal, cómplice y sin edad.
*de ALDIMA. aldima@uolsinectis.com.ar
CON AGUJAS DE SAL*
Caminar.
Ese es el rumbo.
O llorar para adentro,
Que es llorarse a uno mismo,
Es pincharse los ojos
Con agujas de sal,
Es moverse al costado
De la vida del otro
Y es viajar hasta un sueño
De poesía sin pan.
¿Cómo compaginarte
en el mismo momento
en que se muere el día
y amenaza la noche con ponerse
mis zapatos de gala?
¿Cómo compaginarte
si el gorrión aún duerme
y no ha arrullado
el aire la torcaza?
Caminar. ¿Cuál es el rumbo?
Si va pasando el día
Y es otoño,
Y atrás queda el verano
Y la lujuria del vestido escotado.
Y se me va la vida
Y yo no entiendo
por qué pasan los años.
Quiero compaginarte, sin embargo.
Y busco el rumbo hacia tu extremo
Caminando...
*de Fanny Garbini Téllez. fannyte@ciudad.com.ar
InvenTren
"Nunca pudo olvidar ese diez de agosto, por dos razones: la parada del tren en medio del viaje y el olor del campo de violetas a un costado de las vías del ferrocarril.
Lo escribió en su corazón y en un poema que adorna una servilleta de papel.
De una pequeña caja, voy sacando, en un ritual prolijo y acentuado, pequeñas maravillas: Un anillo de plata, oscurecido por el tiempo; un pedacito de madera, que le robó a Luis del bolsillo y usaba como amuleto; un sobre con una dirección de Marcos Paz, y diez cartas que le escribió.
Ese viaje, debe haber tenido para ella, un significado especial: el de acercarla a un cielo inesperado y a un suelo pleno de pequeñas flores que le hicieron imaginar, como en un cuadro, el rostro desaminado del amante, al no verla llegar a la cita, a las diez en punto.
Desde una fotografía me mira. Con sus ojos , verdes, gigantes y llenos de chispitas, me regala su sonrisa de complicidad. Presiento que me abraza, aún desde el mas allá.
No puedo hallar otra explicación, a ese ramillete de violetas, que mantiene intacto el color a través del tiempo, y al abrazo de Sara, que me llena de ternura, que le da su aprobación a la osadía de enamorarme nuevamente, en este abril."
*de Moni. Monipas05@aol.com
Estación Marcos Paz
El hombre avanza con andar cansino y tembloroso sobre el suelo de grava. Un inusual sol de invierno le pega con sus tímidos rayos sobre la nuca, amortiguando apenas aquel escalofrío existencial que lo embarga desde hace ya mucho tiempo. Esa sensación de vacío que experimenta en cada aniversario, cuando el calendario indica que promedia la primera semana de julio, y sus recuerdos se fugan sin aviso hacia aquellas viejas épocas de gloria, cuando aún pertenecía a la gloriosa institución ferroviaria. Cuando aún tenía cuarenta años, y era el eficiente guarda de trenes Carlos Ruíz.
El entorno ha ido cambiando a lo largo de los años. Y sólo la memoria –junto al recorrido de los colectivos que rodean la zona- consigue ubicarlo en el mismo espacio geográfico que abandonara hace casi treinta años, ya que si fuera por las reminiscencias del paisaje, bien podría haberse perdido hacía ya varias horas. Ya casi no quedan vestigios de la antigua estación. Y la sensación de angustia y soledad es tan grande que ni siquiera es capaz de derramar una lágrima, al menos para atenuar tanto dolor.
En un gesto casi mecánico, mientras abarca con su mirada aquel paisaje tan extraño como familiar, de características casi siniestras, hunde una de sus manos en el bolsillo del saco y aferra ese fragmento de papel tan antiguo como manoseado; contacto que de alguna manera lo mantiene cuerdo, trayéndolo nuevamente a la realidad, un espacio que mixtura diferentes planos, del ayer y del hoy, conformando algo tan rico como incomprensible, y hasta casi aterrador.
Intenta avanzar, pero la emoción lo inmoviliza en el lugar. El tiempo parece haberse detenido. Aún le parece oír los distantes silbatos de las locomotoras, el paso fragoroso de las formaciones, el traqueteo de los vagones sobre las juntas de las vías. Y siente calzada sobre la cabeza su vetusta gorra gris, y la chaqueta color crema sobre los hombros, y el silbato siempre presto junto a su boca, anunciando la salida en horario del tren…
Las imágenes del pasado se confunden con este disímil paisaje actual, en el que apenas consigue divisar una silueta que se acerca.
-¿Qué tal? -, saluda el recién llegado, con las manos en los bolsillos, haciendo una inclinación de cabeza, y ganando confianza para comentar:. –Está lindo al sol, ¿no?
-Y, sí… -, responde Don Carlos, casi ausente. –Sobre todo, cerca de este lugar, tan lleno de recuerdos…
El otro pasea la mirada sobre el paisaje, para luego volver a mirarlo, detenidamente. De pronto, Don Carlos repara en esa mirada que lo escruta, y se la devuelve, un tanto extrañado. El recién llegado esboza una media sonrisa, quizá gratificado por el encuentro, y le pregunta:
-Usted no se acuerda de mí, ¿no?
Don Carlos duda.
-No… La verdad que no. A mis años, mire… Hay cosas que no se tienen tan presentes.
-Éramos más jóvenes, es cierto. Pero a pesar de la rutina y de la inmovilidad del final, compartimos varias cosas en este lugar. Sobre todo los mates, que Usted me hacía ensillar a cada rato…
Don Carlos da un par de pasos y se acerca, para mirarlo más detenidamente. Es cierto, han pasado los años, pero detrás de ese rostro curtido, de esa apariencia de hombre cincuentón, se ilumina la misma mirada sensible, desbordante de utópicas ilusiones, que contemplara treinta años antes. Alza su dedo índice, apuntándole al rostro, y le dice:
-El sociólogo señalero…
-Jesús Corrado, el mismo -, responde el otro, ensanchando la sonrisa, y tendiéndole la mano, que Don Carlos estrecha sin mirar, halagado y sorprendido al mismo tiempo, como si acabase de haber visto un fantasma.
-¡¿Pero cómo está?!
-Y, aquí andamos… De regreso en el “lugar de trabajo”, como cada tatos años…
-No me diga que viene seguido…
-No tanto como quisiera, pero de vez en cuando, para esta fecha, me doy una vuelta, y veo cómo quedó todo. Aunque, claro, no es lo mismo.
-No somos los mismos. Tenemos los achaques propios de la edad. Y en todo este tiempo, nos pasaron muchas cosas.
-Dígamelo a mí, que por haber estado en la “Jotapé” tuve que esconderme, y laburar de lo que fuera durante los años de plomo. Ni por asomo me tomaron de vuelta en el ferrocarril; nadie quería líos con las botas. ¿Y Usted?
-Y, ¿qué le puedo contar? Me puse a trabajar en una panadería, la de mi cuñado, durante muchos años. Después compartí un puesto de diarios. Pero nunca me sentí tan a gusto como acá en la estación. Esta era mi vida, Jesús. El día que lo cerraron fue para mí como si me amputasen un brazo.
-¡Ya lo creo! Sé lo que sintió. Para mí, aunque estuve poco tiempo, fue un remanso entre tanta confusión. Me sirvió de refugio intelectual, para empezar a cerrar conceptos sobre mi vida que no tenía claros al abandonar la facultad. No sabe cómo extrañé nuestras mateadas. Con decirle que aún conservo en mi casa la calabacita que solíamos usar en la oficina…
-¿De veras? -, y Don Carlos se estremece de la emoción. –Mire, voy a confesarle algo. Me da cierto pudor hacerlo, pero es la única persona a quien puedo contarle esto. A los demás, bueno…, creo que a mis 75 años pensarían que ya estoy senil, que no puedo aferrarme a estas cosas, que tengo que hacer algo para disfrutar tranquilo mis últimos años… En fin…
-¿De qué se trata?
-Desde aquel último día en que estuvimos en la estación, cuando llegó a la sala de espera aquel cadete en bicicleta, trayendo el telegrama de cierre, ¿se acuerda?…
-Claro, hombre. ¡Cómo olvidarlo!
-…bueno, desde ese día… -, hace una pausa, aclarándose la garganta, presa de una emoción tan antigua como devastadora, -…desde aquel maldito día conservo esto que para mí es un tesoro, una reliquia nefasta, pero que cada vez que lo tomo entre mis manos me recuerda que no todo se ha perdido, que al menos algo he podido conservar, aunque más no fuera un fragmento del final…
Y con mano temblorosa, aún dudando de enseñar ese placer que se le antoja secreto, imposible de compartir con miradas ajenas, extrae del bolsillo del saco ese papel antiguo y manoseado, oscuro de tanto trajín, pegado con innumerables cintas adhesivas, y se lo extiende casi con culpa, como si no se atreviera a desprenderse de él, como si se le fuese una parte de la vida al separarse de aquella reliquia.
-¿Puedo? -, pide permiso Corrado antes de tomarlo, adivinando las emociones del viejo, quien asiente repetidas veces con la cabeza, sin la fuerza suficiente para responderle con palabras.
El antiguo señalero del Ferrocarril General Belgrano despliega el papel con suma delicadeza, temeroso de estropearlo con algún movimiento apresurado, y lee aquellas líneas ya desdibujadas, apenas legibles, pero demoledoras como mazazo en el corazón:
“CIERRE RAMAL PUNTO
JUNTAR HERRAMIENTAS PUNTO
CERRAR ESTACIÓN CORONEL DOCTOR MARCOS PAZ PUNTO
PONER CANDADOS OFICINAS PUNTO
PRESENTARSE ESTACIÓN LA PLATA
COBRO DE HABERES PUNTO
CINCO DE JULIO 1977”
-Es el mismo… -, balbucea Corrado. –El telegrama que trajo aquel cadete que…
-Sí, hombre. Es el del final -, asevera el ex guarda de trenes, con el llanto atravesado en la garganta. -El que tiene fecha de hoy, cinco de julio, pero de hace casi treinta años atrás…
-Don Carlos… -, continúa balbuceando el antiguo señalero, volviendo a pedir permiso, -…¿no se ofende?
Y ambos hombres se funden en un único abrazo, cálido y fraternal, cómplice y sin edad.
*de ALDIMA. aldima@uolsinectis.com.ar
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