ESTACION NAVARRO

Poesía en los andenes..

Reconociéndose*


Una brisa azul entibia mansamente

el pensamiento.


No hay sustancia. El vapor delimita

zonas estancadas en una antigua biografía.

Como pájaros dormidos despiertan, se desperezan

las ideas;

toman cuerpo en el campo de un teorema.

Escapan, se ocultan, se auscultan desde el mirador

De una incógnita sin imágenes.


Se miran, se dilatan, se reconocen, se atreven

Y se anudan.

*De Fanny Garbini Téllez. fannyte@ciudad.com.ar



Confines del equilibrio*

así lo heredamos

y lo enseñamos a todos

incluso a los hijos

por cierto tiempo

se nos aparta de un árido mundo

no se nos permite aprender el dolor

se nos ha vedado

preguntar sobre las luces al vacío

se nos cuida del omnidemonio

impalpable del miedo y la duda

inmaculados

sobre esta dulce cuerda floja

todos quieren sostenernos

protegernos salvarnos

de la caída

pero igual un día

todos caemos

con el hálito final

de aquel lejano paraíso.

*de Santiago Torales. nahrid@yahoo.com.ar



InvenTren

Estación Navarro.

1*
EL CAMAROTE OCUPADO


Cuando Mónica decidió cruzar la provincia a bordo del “Expreso Trochita Pampeana”, flamante tren de trocha angosta reciclado –parte del promocionado proyecto gubernamental para “rescatar lo nuestro”, y revalorizar las tradiciones, así como el aprovechamiento de medios de locomoción y transporte ecológicos y baratos-, jamás imaginó que viviría una historia como ésta: que le pondría los pelos de punta, literalmente.

Se acercó hasta la remodelada Estación Navarro, a las 20:20hs de un desapacible viernes de mayo, dispuesta a abordar el tan mentado “Tren Gasolero”, conducido por la sofisticada locomotora Nº 206, “Sophostine”, melliza de aquella “Fénix” –Nº 106- que soliera recorrer los angostos ramales en años anteriores. Como su antecesora, “Sophostine” contaba con un tender con provisión de G.N.C como para llegar a la Estación Patricios, donde sería reemplazada por otra locomotora, pero esta impulsada a biodiesel. Dos vagones de pasajeros, un coche dormitorio, otro comedor, y tres vagones de carga general y encomiendas, conformaban el resto de la formación ferroviaria. Mónica cargó su bolso hasta el coche dormitorio, haciendo malabares contra los furiosos embates del viento, que intentaba arrancarle el paraguas de las manos, y trepó los escalones metálicos, huyendo de las inclemencias de la noche.

Su campera de nylon azul chorreaba agua por los bordes cuando cerró el paraguas, a duras penas contra el marco de la puerta del vagón, mientras otros pasajeros también pugnaban por treparse, insultando a diestra y siniestra a causa de la rigurosidad climática. Mónica aferró con fuerza la correa que asía su bolso húmedo, colgado de un hombro, y marchó a los tumbos por el pasillo hasta encontrar su camarote. Era el Nº 6. Tomó el picaporte con su mano derecha, lo giró, y se zambulló dentro.

Cerró la puerta y se apoyó contra ella, suspirando aliviada. ¡Al fin! Bajo techo, en un espacio seco, y sola, se sentía mucho más segura que a la intemperie y rodeada de personas extrañas. No sabía desde cuándo le había surgido esta especie de fobia hacia los desconocidos, pero creía llegar a asociarla con cierta crisis anímica que viniera arrastrando desde su separación con Sergio… El recuerdo la hizo estremecer, aún esa noche, después de tanto tiempo. Como si su ex la estuviese contemplando a escasos centímetros de su rostro, en absoluto silencio, señalándole su equivocación.

Dejó caer el bolso al suelo y se dio vuelta, paseando la mirada sobre el camarote. Se trataba de un vagón antiguo, todo revestido en madera, quizá uno de aquellos que se usaran a principios de siglo en los primeros trenes de larga distancia que surcaran la pampa. Aún se conservaban las manijas de bronce, y hasta creyó descubrir que ciertas decoraciones sobre la pared habían sido confeccionadas con plata labrada. A pesar de los años transcurridos, el lugar parecía muy bien conservado –ella dudaba, aún al comprar el pasaje, si los vagones que en la publicidad decían haber utilizado para el reciclaje habían sido efectivamente los originales, los de aquella época gloriosa, que rememoraba situaciones muy parecidas al ambiente que quizá imperaba a bordo del Orient Express europeo, y que ella imaginara fervorosa al leer el clásico policial de Ágata Christie-; tan bien conservado que hasta parecía que no hubiese signo alguno del paso del tiempo.

Se quitó la campera, la colgó de un perchero, y mientras desempacaba algunos enseres básicos –cepillo de dientes, pasta dental, peine, cremas varias- rogó que nadie más hubiese comprado el pasaje correspondiente a la cucheta de arriba. Para su fortuna, nadie golpeó a su puerta hasta mucho después de haber partido, cuando el guarda pasó con aire desganado –a pesar de su elegante uniforme de época, muy a tono con la escenografía reinante- a controlar los boletos.

A las 20:30hs., con la puntualidad exacta señalada para la partida, se dejó oír el pitido de la sirena de “Sophostine”, indicando el inicio del viaje. Los vagones se estremecieron al ser traccionados con el primer impulso de la novedosa locomotora alimentada a G.N.C., para luego deslizarse con suavidad por encima de unos rieles pulidos y renovados, obra de uno de los mejores –y más cascarrabias- contratistas del ramo, el Sr. Antonio De Luca.

Mónica tuvo un repentino acceso de inseguridad. Apagó la lámpara del techo, se sentó en la cucheta abrazándose las piernas contra el pecho, y contempló abstraída las borrosas siluetas -desdibujadas por la perpetua llovizna- que se desplazaban a lo largo del ventanal de cristales biselados del camarote, cuyas cortinas se hallaban descorridas. El perfil de Mónica se iluminaba con fragmentos de luces y erráticas sombras que le conferían un aspecto sombrío. ¿Qué le estaba pasando? La sensación era muy ambigua: por un lado deseaba estar sola, sin que nadie le hiciese preguntas absurdas, menos aún respecto de su pasado –pero.....¿cómo podrían saber algo acerca de su pasado quienes recién se atrevían a conocerla?-; por el otro, a fin de huir de semejante hondonada depresiva, deseaba salir al encuentro del calor de la gente, de alguien que pudiese abrazarla con muchísimo cariño y le brindase la única contención que le era posible concebir desde un tiempo a esta parte.

Sin embargo, continuaba sola. Distante y encerrada en sí misma… ¿Sola?

Algo indescriptible se movió cerca suyo, subrepticio, en completo silencio. Giró la cabeza sorprendida, pero en la semipenumbra del camarote no consiguió distinguir nada. Experimentó un súbito escalofrío. “¡Vamos, son imaginaciones tuyas”, se convenció a sí misma. “Dejá de pensar y amargarte con las mismas cuestiones de siempre”.

Bajó las piernas, se abrazó los hombros, le disgustó sobre manera el tenebroso paisaje que se perfilaba a través de la ventanilla, y decidió que prefería estar fuera. Había algo ahí, en el alma que rodeaba los viajes ferroviarios de antaño, que no le gustaba nada. A pesar de sus ya referidos reparos, ansiaba estar en contacto con el mundo hasta tanto aquella sensación depresiva regresara al mítico mundo de sus propios recuerdos.

Como la campera de nylon estaba empapada, extrajo un largo saco de lana tejida de su bolso y salió al pasillo, mirando con inusitada precaución hacia ambos lados, encaminándose hacia el vagón comedor con paso inseguro a raíz del habitual traqueteo de la marcha del tren.

Al ingresar al salón descubrió que, aún habiendo salido de Navarro hacía pocos minutos, ya estaban ocupadas la mitad de las mesas. Eligió una ubicación apartada, sobre uno de los extremos del vagón, aunque cercana a la barra. La iluminación del lugar era tenue, apenas intensificada por los ocasionales relámpagos que generaba la tormenta, magnificada de manera asombrosa durante la última media hora.

Mónica ordenó el plato del día: carne con papas, acompañado de una gaseosa. El mozo que tomó su pedido parecía, al igual que el guarda, hallarse sumergido en otra dimensión; sin embargo, mientras aguardaba que llegara su plato, Mónica advirtió que el barman parecía un tipo conversador y simpático. La sensación de acercarse a charlar con él –insólita en ella- le duró apenas unos minutos, ya que ante una broma que hiciera el barman, y generase la carcajada de los allí reunidos, ella también se sonrió; detalle que el barman no dejó escapar, invitándola a acercarse al alzar un vaso en la mano.

-La casa invita -, le dijo, alargándole una medida de alcohol. Ella se sonrió y desistió con la cabeza. Él insistió: -¡Vamos! Es algo suave, apenas un poco de ron. Se lo mezclo con la gaseosa que acaba de pedir.

Ella sonrió otra vez y se puso de pie, con el vaso de gaseosa en la mano. “¿Por qué no?”, pensó. Se sorprendió a sí misma al hacerlo, aunque cierta inquietud de fondo no hubiese desaparecido, haciéndole sudar la remera que llevaba debajo de la polera.

Resultó que el barman se llamaba Ernesto, y trabajaba desde hacía un par de años en viajes ferroviarios de larga distancia. Había hecho de todo para ganarse el pan: vendedor ambulante, canillita, sereno, guarda de trenes… Hasta que una temporada veraniega rumbo a Mar del Plata surgió la posibilidad, y se afincó de una vez por todas detrás de la barra. Cuando surgieron las vacantes para ingresar en el “Expreso Trochita Pampeana”, no lo dudó un instante. Y ahí estaba, disfrutando de un nuevo viaje, a bordo de tan característico medio de transporte, evocador de tantas anécdotas y situaciones de antaño, en compañía de pasajeros tan interesantes como ella.

-¿Y en qué sección viaja? -, quiso saber, mientras servía un nuevo porrón de cerveza para la mesa que ocupaban unos mochileros.

-Compré pasaje para un camarote -, informó ella.

Ernesto dejó el rebosante porrón sobre la barra con aire ausente y la vista sumergida entre la espuma, como si pensara en otra cosa, muy lejos de allí. Sin mirarla, carente de sonrisa alguna, le preguntó en voz baja:

-¿En qué camarote viaja?

-¿Por qué? -, se alarmó ella. Una cosa era ser amable y compartir algunas palabras durante la cena; otra era darle su ubicación a bordo a un desconocido, que quién sabe qué oscuras intenciones tendría.

-No se preocupe. Sólo……quiero descartar una posibilidad. Saber que no le pasará nada… -, dijo él, sin abandonar el misterio.

-¿Qué posibilidad? -, el tono de voz de Mónica era cada vez más chillón. -¿De qué me habla?

-Por favor, señorita -, agregó él, imperativo: -Sólo… Sólo dígame que no es el 6…

-¿Por qué? ¿Qué tiene de malo el 6?

Ernesto continuó sin mirarla, pero desvió los ojos hacia el fondo del salón comedor, donde más allá de la puerta comenzaba el pasillo que comunicaba con los camarotes, y susurró, de manera casi inaudible:

-No es el mejor lugar para dormir. Menos aún si se trata de una mujer sola…

Mónica interpretó aquello como una insinuación; se sintió tan ofendida que tomó su vaso, con expresión reprobadora, y se levantó del taburete que ocupara desde que aquella charla informal comenzase, alejándose rumbo a su mesa. El mozo acababa de servirle su plato.

-Gracias por el trago -, masculló antes de volverse.

La cena transcurrió sin mayores novedades, salvo por el creciente disgusto que se había apoderado de ella. ¿Por qué sentía desde hacía un tiempo esa inexplicable aversión por los hombres? Ernesto, por ejemplo: ¿por qué había querido seducirla, intentando un burdo acercamiento hacia su camarote, cuando la charla se venía dando de manera tan amena y cordial? ¿Y por qué encubrir tales inclinaciones amorosas con una mirada torva y misteriosa?

Terminó su plato de mala gana, no tuvo ánimo alguno para pedir un flan como postre, le pagó al mozo y se retiró. Sin disimulo, evitó encontrarse con la mirada de Ernesto, quien con gesto culpable la buscaba, deseoso de reparar su error, o de comunicarle algo importante. Los ojos del barman se perdieron siguiendo su espalda de lana tejida, que se marchaba rumbosa hacia la puerta que comunicaba con el vagón dormitorio, un tanto tambaleante a causa del ron.

El rumor de la tormenta en el exterior apenas conseguía ser eclipsado por las paredes metálicas –revestidas en madera- de los vagones. Mónica avanzó decidida y se zambulló nuevamente en su camarote. Ningún otro pasajero se había hecho presente por allí; tendría todo el lugar para ella sola. Una vez dentro, trabó la puerta y apoyó el bolso contra ella, utilizándolo como barrera en caso de que alguien pudiese abrir de alguna forma, y le dificultase el acceso al menos hasta que ella hubiese podido abrir los ojos y pedido auxilio.

Consultó su reloj: 21:45hs. Se desvistió, se dejó la remera puesta, y apagó la luz. Estaba muy cansada, y además, molesta. Las sábanas se sentían frías, aunque el perfume del jabón con que las habían lavado le parecía muy grato. Acomodó su largo cabello oscuro sobre la almohada, y se hizo un ovillo, intentando entrar en calor.

La lluvia continuaba cayendo sobre el “Expreso Trochita Pampeana”, rasgando la noche con crueles relámpagos que ponían nervioso a más de uno.

Ella no dejaba de pensar, aunque ninguna frase pudiera obtener un formato coherente para acceder a su conciencia. Se sentía muy sola, y quizá por una noche al menos, hubiese deseado estar acompañada por alguien muy tierno, que la besase y acariciase, y la abrazase con mucha fuerza, a fin de ayudarla a soportar tamaña desprotección afectiva. Pero ése era un deseo mucho más que ilusorio, un malvado espejismo del rincón más oscuro de su corazón.

Suspiró hondamente. Cualquier testigo auditivo hubiese declarado que algún ocasional partenaire la había excitado de manera concluyente.

Entonces algo volvió a moverse, como la vez anterior, sin que ella escuchase nada.

Fue apenas una percepción en el aire, una vibración muy baja que la hizo alzar la cabeza y escudriñar la semipenumbra, con los nervios en tensión. No alcanzaba a ver nada más que sombras, olía como desde hacía un rato el perfume de las sábanas y el de la madera lustrada, y lo único que conseguía escuchar –por encima del rumor de la lluvia, y aunque le resultase ajeno- era el agitado ritmo de su propia respiración.

Sin embargo, ella podía sentirlo.

Allí había algo.

O alguien…

Y probablemente, hubiese estado allí desde hacía muchos años; casi tantos como los que ostentaban aquellos antiguos vagones ferroviarios…

(Continuará…)

* de ALDIMA. aldima@uolsinectis.com.ar


2*

El hombre seguía intentando en vano descansar con los ojos cerrados y dejar la mente en blanco. Imposible, las imágenes lo asaltaban cómo en una pesadilla, pero él sabía que no lo eran, que eran parte de la última decada, la que, como dijo Lem en Una sombra ya pronto serás le faltaba, no existían 10 años... o tal vez el peso del dolor era tan fuerte que no había manera de aceptar esa sucesión de imagenes, de hechos, de sufrimiento aparentemente inutil.
Una decada, pero en realidad eran dos decadas de su vida, las que le "faltaban" , las que no había podido vivir bien ni feliz, en las que no podía explicarse bien donde habia estado realmente, y cómo había llegado a su situación actual tan inexplicable, tan imposible de contar y entender desde afuera, por otros.
Pero ahí estaba, sentado con los ojos cerrados en un vagón antiguo, viajando sin objetivo hasta el final del recorrido de ese tren, con sus manos vacías entrelazadas, y los bolsillos tambien vacíos, salvo su boleto de tren de ida a Mirapampa y vuelta a Lozano.
Pero hay una imagen para la que no tenía representación posible, la que le obligaba a abrir los ojos al paisaje buscando desesperadamente algo afuera, la que lo despertaba varias veces en la cama de la chacra como en su peor pesadilla...
Buscó con los ojos bien abiertos perforar el vidrio espejado por la noche y proyectarse, distraerse en algo del afuera. Lo que vio no era más que un símbolo de su situación personal, afuera se acercaban las siluetas a oscuras de la estación Km 83, donde ya no para el tren, nada más desolador que una estación, un anden a oscuras en medio de esa noche nublada mal iluminada, por una luna que uno intuye plena. El tren que disminuye su marcha, pasa lento como para no despertar fantasmas de las sombras, para no despertar a un perro que duerme enrollado en una esquina del anden.
Pero él no puede evitar recordar su regreso a la chacra aquel día...
Esa discusión que hubiera deseado tener alguna vez con su ex-mujer, y que el imaginaba una y otra vez, eran reproches cargados de dolor y rabia. Se veia haciendo ademanes de indignación, argumentando mientras ella bajaba la vista o escondia los ojos por debajo del flequillo.
Pero no, no pudo ser, el hombre guarda cada una de las palabras necesarias no dichas, espera, más bien esperaba hasta hace poco, que ella diera la cara.
Y fue ese retorno, las piezas vacías, la casa revuelta... ese horror que podia ser cualquier cosa, pero fue una fuga, tambien un rapto, por que ella se llevó a sus pequeños tambien.
Por eso el hombre sentía que su vida se había detenido allí, hace más de dos años y que el tiempo ya no podía correr, había quedado congelado como en una naturaleza muerta.
El recuerda muy poco de ese día, sólo el gesto de desprender el reloj Tressa que le había regalado en vida su padre y dejarlo sobre el estante vacío de la biblioteca. Allí quedo para siempre desprendido de su muñeca, sólo, en silencio, despues de la vida efimera de la cuerda del día anterior.
Pero el tren, como la vida misma seguía su marcha, a médida que avanza hacia Navarro, la vía empieza a confluir con las luces lejanas de una ruta, hasta quedar paralelas vía y cemento.
Ruta 200 dice un pequeño cartel, Navarro 20 km. El enorme cartel de publicidad le pareció una dolorosa ironia "EL DESTINO ES INEVITABLE" es lo único que se lee arriba de la imagen muda de un Peugeot 307 último modelo. Ahora el hombre puede ver las luces del pueblo, y esos carteles en la ruta que anuncian cercania y vida comercial, empezó a llover, con furia, como si el cielo quisiera limpiar afuera las penas no lloradas, las del hombre, las de todos.
Cuando el tren ingreso a la estación parecia que ya llovia hace mucho, la gente esperaba con paraguas e impermeables y hasta unos tamberos noctambulos esperaban con capas amarillas cargar sus tachos con leche y recibir los vacios que se habia llevado el primer tren de la madrugada, ese que se llevaba ,dedujo el hombre, la producción para alguna usina lactea cercana...
Una chica con impermeable de nylon azul corre con el paraguas abierto desafiando la lluvia a cantaros, seguro que el vagon de primera clase y los camarotes quedaron casi al final del tren y fuera de la protección de los techos breves de ese anden que parecen haber sido pensados para trenes de uno o dos vagones a lo sumo.
Pero el hombre volvió al trabajo de los tamberos bajo una cortina de agua, los oyo maldecir a este otoño malnacido que los tiene de lluvia en lluvia, un peón del ferrocarril les arroja los tachos vacios y en un pasamanos quedan bajo techo frente a la puerta que dice Jefe de Estación, casi cerrandole el paso, luego cargan los tachos llenos con cuidado, tratando de no resbalar en el piso de conchilla del anden. Allí el hombre recordo la usina lactea que La Armonía había comprado en Navarro, y se acordo de su padre viajando durante meses en el primer tren lechero para trabajar en esa fábrica. existiria todavía?, o habrá sido cerrada por algunos de los dos grandes monopolios lecheros. La furia de la tormenta despoja con rapidez a las hojas de los aromos y estan se pegan en las capas de los tamberos, en la gorra vasca del gordo de bigotes... Se siente aliviado de estar adentro, escuchando la lluvia repiqueando en el techo del tren. Penso en el asombro que da el tiempo, en ese ayer cuando los tamberos enviaban su producción a lecheros que cargaban los tachos en la jardinera de sus carros tirados a caballo y salian a repartir leche cruda por los barrios. Un cucharón, una jarra de litro....
Ese era su mundo ir y volver de las imagenes de un pasado de varias decadas, de su primera infancia hasta los 10 o 11 años, y un volver a una muralla impenetrable del hoy que no le deja ver ningún futuro.

(continuará)


*de Eduardo F. Coiro. inventivasocial@hotmail.com

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