ESTACION MOLL
El Tren*
Acercaba el horizonte
- bostezo de humo en el llano -
plegando el espacio:
era su carga el motivo
- renovada en cada andén -
que abjuraba de la distancia.
*de Oscar A. Agú. cachoagu@yahoo.com.ar
InvenTren
-Nosotros bajamos, acá- dijimos y sin tener en cuenta las miradas curiosas de nuestros tres acompañantes, les dijimos hasta luego y empezamos a caminar, a un costado de la vía, deliberadamente, para disfrutar del paisaje del campo, seco pero reverdeciendo, en ese maravilloso día primaveral. Mientras intentaba sacar alguna fotografía, seguía caminando y para
no perder detalle, me adelantaba a José Luis, que charlaba y charlaba sobre lo que íbamos a ver.
Los terraplenes, llenos de distintas especies silvestres, se veían francamente maravillosos, llenos de cardos y flores de nabiza. Un ombú, del tiempo de tata y mama, gigante y con una copa de verde fresco, nos dio pie para sentarnos un cuarto de hora, a observar los surcos y peinar nuestra imaginación, con un arado que trabajaba a los lejos.
Equipo de mate de por medio, como cada vez que emprendemos la aventura de pisar y conocer lo nuestro, disfrutamos ese momento y nos refrescamos un poco. de la hora de caminata que ya habíamos realizado.
Sentir que estábamos ahí, que éramos parte de un paisaje muy cotidiano, pero a la vez muy diferente, nos encantaba.
Escuchar los sonidos del lugar. El viento primaveral, pasando entre el follaje y la armonía del cuís, liberado del miedo a lo desconocido y acercándose a este par de humanos, como si estuviésemos plantados ahí.
-Seguimos-, le dije a mi compañero de mini aventuras, cuando el agua del termito se terminó.
Y otra vez, a seguir el recorrido, mientras el sol nos acompañaba desde el lado izquierdo, sin darse cuenta que hacía arder mi frente.
Casi una hora y media después, Divisamos el edificio de la estación Moll. Menos mal que había llevado un rollo de fotos de repuesto, porque lo que vimos, lo construido, fue tan llamativo y maravilloso, como la propia naturaleza.
-¡Qué estilo respetable, tiene esto!- dije ante la sorpresa de José Luis que es arquitecto y que sonriendo, respondió: -Aunque no responda a un determinado estilo, como expresás, se observa el buen gusto, el refinamiento en la construcción, pese a su deterioro y sobre todo que debe haber sido diseñada con la esperanza puesta en el crecimiento del lugar-.
- Antes que nada- pensé, -la esperanza en el futuro, eso es lo que hizo crecer al país. Después de todo y de tanto trabajo, tantas construcciones deterioradas pero eficientemente erguidas, queda la esperanza en el trabajo, en el volver a reconstruir o resguardar patrimonios del pueblo y en el encontrar formas de hacer más nuestro lo nuestro.-
*de Moni. Monipas05@aol.com
Estación Moll
1. EL REGRESO*
Igual que el viejo tren, rechinante y cansado, vuelvo a la estación aquella donde, hace tanto tiempo y tarde a tarde, se acercaba a mí la niña del vestido celeste, con reflejos de sol en su pelo castaño y el asombro asomado a sus ojos color miel...
¡Cómo me gustaba esa pequeña! Alegre, pizpireta y traviesa, se sentaba en mis rodillas y se dejaba resbalar por mis piernas... y era cantarina su risa, como de cristales entrechocados, cuando tocaba el piso con su trasero.. ¡Qué épocas aquéllas!...Claro, yo era joven, estaba en mi esplendor...
Las muchachas se acercaban a mí, ruborosas pero osadas y siempre traían un nuevo tema de conversación. Los estudios, los profesores, los muchachos...
Esperaban la llegada del tren de las seis de la tarde. Cuando veían asomar la locomotora a carbón y escuchaban las pitadas con que se anunciaba, se acercaban al borde del andén y esperaban que
detuviera la marcha. (Todavía me parece oir el chirrido largo de la última frenada). Entonces se mezclaban entre los pasajeros que bajaban... siempre encontraban algún conocido que venía de "la ciudad", y que las informaba sobre las últimas novedades respecto a la moda, la vida social y todo lo que puede deslumbrar a los dieciseis años.. Cuando el tren reanudaba la marcha se dispersaban como habían llegado: "sonando a música de cascabeles"...
Un rato más tarde iban cayendo las damas de mayor edad; se reunían en el portal de entrada de la estación y comenzaban su cotidiana caminata por el andén, de una a otra punta una y otra vez, espantando a las palomas que osaban posarse en el suelo que ellas pisaban.
Y no quiero pecar de engreído, pero "las señoras" también me miraban con cariño.
Como dije antes, yo lucía muy bien entonces. ¡Dios, cuántos recuerdos de mis días en la estación!...
Siempre fui un solitario y me gustaba pasarme las horas en ese lugar, mirar los retazos de cielo asomados sobre los techos de los andenes, la melancolía de los atardeceres de lluvia, mientras tejía sueños recostado sobre la pared. Pasó el tiempo. ¡Mucho tiempo pasó, por la estación y por mí.
Y se fueron notando sus huellas. Ella y yo envejecimos juntos.
Me di cuenta la mañana en que, debido a un esfuerzo, se fisuró mi pierna derecha.
Me la entablillaron, pero ya no fue lo mismo....
A los dos meses, un resbalón y esta vez le tocó a la izquierda. Entré en una tristeza honda y fui dejándome caer. Un domingo no pude mas y me derrumbé.
Ya en el suelo pensé: ¡Dios mío! ¿Qué será de mí ahora?...¿Adónde iré a parar, viejo, solo y achacado?...Las sombras y la brisa me trajeron olor a muerte.
A pesar de todo tuve suerte; dos almas caritativas me levantaron y me acomodaron, como pudieron, en una sala donde había otros en mis mismas condiciones.
Transcurrieron muchos meses y yo seguía con mis achaques, aunque en ese lugar tibio y resguardado los soportaba mejor. Varios de mis compañeros empeoraron y debieron llevárselos. Mi intriga fue siempre ¿a dónde?
Una mañana temprano vinieron cuatro auxiliares y comenzaron a cambiarnos de lugar. Dos de ellos me tomaron con mucha suavidad y cuidado para llevarme a otra sala más amplia y luminosa.
¡Qué alegría sentí al divisar la ventana que dejaba entrar el sol y me permitía ver un jardín bien cuidado y varios árboles robustos, donde los pajaritos, al atardecer, se reunían en un concierto de piídos hasta encontrar cada uno su cobijo.
Varios hombres vestidos con guardapolvos me rodearon, me palparon, me volvieron de espaldas, miraron con detenimiento mi esqueleto y decidieron hacerme un tratamiento de rehabilitación de esos que ahora llaman de "última generación"...
Lo cierto es que después de sufrir una operación en cada pierna, movilizaciones, sesiones de calor etc, al cabo de veinte días no podía creer lo que me estaba sucediendo; el cambio era tan notorio que no
me reconocía: tenía buen semblante y... ¡Podía pararme solo!
Pedí que me acercaran a la ventana.
La tarde era radiante; una brisa tibia y perfumada me envolvió...¡La primavera había llegado!... Y pese a que no recordaba qué día, sabía que en primavera era mi cumpleaños...
Me sobresaltó una voz a mi espalda que decía:
_¡Vamos, viejo, ya es hora de que salgas de aquí!...¡Andando!...
_Pero... ¿ A dónde me llevan ahora?...No tengo ya mi hogar y...
_¡Cállate, rezongón, tendrás una sorpresa!...
_¡Y vaya si la tuve!...¡He vuelto a mi casa, a mi lugar en el andén!
...Perdonen mis lágrimas...Ocurre que durante estos últimos años, estuve convencido de que terminaría mis días en... ¡Un geriátrico para bancos de estación!!!
*de Fanny Garbini Téllez. fannyte@ciudad.com.ar
2*
A Martín Rébora
Como cada mañana de su vida, el Pollo, escurridizo y esmirriado, hace su trabajo a conciencia. Sabe que si no trae a casa la plata que su madre y su padrastro le exigen a su regreso cada tardecita, lo dejarán sin comer; o peor aún, le darán tal paliza que lo dejarán marcado, dolido, humillado, como tantas veces ha ocurrido en el pasado. Entonces, para evitar sufrimientos inesperados, limosnea en los pasillos del tren a través de una excusa tan buena como cualquier otra: tiende sobre manos anónimas, o sobre los muslos o carteras de quienes apenas lo registran, un papelito fotocopiado, escrito vaya a saber por quién, que dice:
“ME AYUDA POR FABOR SOMOS SIETE ERMANITOS Y MI MAMA NO TIENE TRABAJO ADEMÁS DE ESTAR MUY ENFERMA YO NO PUEDO ABLAR POR ESO NO VOY A LA ESCUELA NECESITAMOS LA PLATA GRASIAS”.
No trabaja sólo él; sus hermanos también se dedican a lo mismo. Pero prefieren ir cada uno por su cuenta. Ya saben que juntos se pelean, y que si se pegan o se putean entre ellos espantan a la gente, que deja de darles moneditas, esas de 5 o de 10 que siempre recibe, a veces hasta de 25 o 50, llegando casi al milagro cuando alguien se encuentra generoso, o se confunde de moneda, y le tiende un peso… Pero para que ello ocurra, el Pollo prefiere ir solo, con el pilón de ajados papelitos apretado en su mano sucia, y comenzar a repartirlos desde media mañana, ya que muy temprano hay tantos pasajeros que ni siquiera puede caminar por el vagón. Además, con todos dormidos, nadie le presta atención. Y así persevera hasta volver a su casa, en la villa, rogando que esta noche le den algo de comer, deseando con toda su alma que el plato que encuentre sobre la mesa esté caliente.
Dando vueltas por los vagones ha conocido mucha gente: guardas que lo empujan para que salga del vagón hacia el andén, vendedores ambulantes que lo ignoran o le dedican alguna esporádica sonrisa, y por sobre todo, cantidad de otros pibes como él. Algunos son unos atorrantes de los cuales es mejor estar bien lejos. Pero otros pueden llegar a llamarle mucho la atención. Sobre todo la Rubiecita.
La conoció una tarde de junio, mientras afuera diluviaba y él sentía un frío espantoso, apenas abrigado por una remerita de manga larga y un pulóver apolillado que encontrase por la calle. Ella tenía puesto un buzo colorado desteñido, tan mugriento como su cabello rubio ceniza. Repartía estampitas de santos, casi sin mirar a la gente, como si viviera en otro mundo. Hasta que sus miradas se cruzaron de casualidad, mientras él se demoraba recolectando sus ajados papelitos. El Pollo jamás había visto unos ojos tan grandes y hermosos como esos. La mirada que le dedicó la Rubiecita lo enamoró de inmediato.
A partir de esa tarde, su recorrida ferroviaria había adquirido otro tono. Salía de su casa con un entusiasmo desconocido hasta entonces. Hasta su madre, triste y rezongona, lo notaba cambiado, aunque no supiera decir por qué. Bastante tenía ya con el vago que se había conseguido por marido, y los tres nuevos pibes que le había dado, como para andar vigilando al Pollo.
La Rubiecita subía en la Estación Tapiales, y hacía un recorrido un tanto misterioso. Por más que el Pollo quisiera recordarlo, ella lo modificaba sin previo aviso. A veces se bajaba en Navarro, otras seguía hasta Moll, e incluso podía continuar viaje, sólo que el Pollo aquí se bajaba, en Moll, cambiaba de tren y volvía a su casa. Más de una vez quiso seguirla al bajarse ella de la Trochita, pero la segura promesa de una paliza ante una llegada tarde o una baja recaudación lo intimidaba al punto de mirarla de lejos, contentándose apenas con una de sus profundas miradas de ojos color café.
Hasta que una tarde, en su errático andar a bordo del vagón, la Rubiecita superpone su reparto de estampitas en la vuelta que suele hacer el Pollo con sus papelitos, y le alcanza uno de esos tramposos mensajes fotocopiados que había caído al piso. Sólo que la Rubiecita, antes de que el Pollo advierta lo que ocurre y se acerque, alcanza a leerlo.
-Uy, pobre… -, murmura, saliendo de su habitual ostracismo, con una enorme congoja. -¿Qué te pasó que no podés hablar?
El Pollo putea a su padrastro por todos los azotes que le ha dado para convencerlo de que no debe decir una sola palabra a bordo del tren, y evitar arruinar el engaño con el que recolecta sus moneditas. En lo más profundo de su alma, hoy más que nunca la mira directo a los ojos y desea hablarle, decirle algo lindo, preguntarle cómo se llama. Pero nada; el temor a una paliza, o a que lo echen sin remedio de su casa, puede más. Mientras ella, casi sin mirarlo, con la cabeza en otra parte, se dice a sí misma:
-Qué me vas a hablar si no podés…
Al Pollo la emoción lo sacude de tal manera que no alcanza a inventar alguna clase de comunicación: ni gestos con la cara, ni la mímica con las manos, ni escribir con algo en el suelo, nada. Apenas la contemplación enamorada de esos ojos cuyo recuerdo lo acuna con cariño por las noches, en el piojoso catre que comparte con dos de sus hermanos, quienes siempre lo andan molestando, a patada limpia.
-No importa –dice la Rubiecita, tal vez sin darse cuenta de las reprimendas que pueda recibir por la noche, al volver a su casa. -Voy a darte una estampita de San Martín de Porres, el patrono de los enfermos; las de San Expedito se me acabaron. Es para que tu mamá se cure pronto.
De más está decir que la madre del Pollo jamás se enterará de la existencia de dicha estampita, y que aunque estuviese un poco enferma, jamás admitiría que alguien limosnease en provecho de su propia salud. Si los beneficios económicos provienen de una serie de papelitos mentirosos pero anónimos, mucho mejor. Sin embargo, esta estampita se transformará para el Pollo, quien sonríe agradecido, en un tesoro más que valioso, único en el mundo, del cual jamás le contará a nadie.
Al día siguiente, ve de nuevo a la Rubiecita. La diferencia está en que el encuentro no es nada casual; ahora es ella quien se acerca decidida hasta donde él se halla contando sus moneditas, con parsimonioso aburrimiento, y en un arranque sorpresivo le dice:
-¡Hola! Como tu mamá no consigue trabajo, vos no te podés curar y hablar otra vez, así que estuve pensando que mejor le das esta estampita. Es San Cayetano, el patrono del trabajo. Por ahí si le reza al santo consigue alguna changa…
El Pollo no sale de su asombro. ¡Ella se acordó de él! Un calor desconocido le trepa por la panza y llega hasta el corazón. El deseo de agradecimiento le ilumina la mirada y está a punto de traicionarlo, porque casi abre la boca para decirle algo. Pero se contiene, recordando la posible paliza que le darían en su casa, al terminarse el “curro del mudito”. Entonces le sonríe, como único recurso expresivo, pero tan cálidamente que ella se conmueve y agrega:
-Y para que vos no te quedes sin nada, tomá -, y le extiende otra estampita: -Es San Blas, el patrono de las voces y las gargantas. Rezale todas las noches, capaz que así te curás…
El Pollo no lo puede creer. Su emoción es tan grande que se deja llevar por el impulso y le estampa un beso en la frente, para luego alejarse corriendo, presa de una vergüenza que lo deja todo colorado, como si se le hubiesen caído los pantalones en medio del vagón y se descubriese desnudo delante de todos.
Al otro día, una luminosa tarde de invierno, el Pollo sube al vagón esperanzado con volver a encontrarla. Y la magia se produce al poco rato, al identificar entre la gente ese clásico buzo colorado desteñido. Al encontrarla, esboza una enorme sonrisa de dientes cariados y le extiende un trémulo ramito de flores robadas de algún jardín cercano a la estación; flores de invierno, casi marchitas, para nada vistosas. Sin embargo, importa más la decisión y la alegría que demuestra este chico suspicaz y buscavidas, que el regalo en sí mismo. La Rubiecita lo comprende en seguida, y le devuelve la sonrisa, extendiéndole otra estampita, a cambio de las flores.
-Tomá, es San Pantaleón, el médico; para que tu mamá siga rezando y se cure. Y para vos… -, duda, busca entre el nutrido manojo de estampitas, no se decide, hasta que lo observa detenidamente y le extiende una nueva estampita. –Tomá: es Santa Rita, la patrona de lo imposible. Pero ojo con lo que le pedís, porque “Santa Rita, Santa Rita / lo que te da te lo quita”. Es para que le pidas por tu voz, para que vuelvas a hablar…
El Pollo observa las figuras del santoral y no sabe si ponerse a reír o llorar. “¡Si supieras lo que tengo que hacer para ganarme el pan, Rubiecita!”, piensa para sí mismo. Pero vuelve a contenerse, y le sonríe otra vez, eternizando ese contacto mudo, donde todo parece quedar implícito. Ella le agradece las flores, las huele quizá en vano, y se aleja por el pasillo, mirándolo de reojo por sobre el hombro, con un brillo pícaro y piadoso al mismo tiempo en su mirada.
La próxima vez que se encuentran, las condiciones cambian. Hace ya varios días que el Pollo no coincide con ella en su diario trajín recolector de astrosos papelitos y escasas monedas. Su ausencia lo entristece. Había soñado con encontrarla en cada jornada, pero parece que las cosas no resultan como él las había pensado. La Rubiecita simula haber desaparecido, y eso lo tiene muy mal. Ensombrecido como pocas veces se ha sentido. Opacado por la adversidad. Extraña esas rústicas y coloridas estampitas que ella le regalara con una ilusión tan precaria como falta de sustento real. Y con esa sonrisa mágica, convocante de inusitados sentimientos.
Al atardecer, el Pollo desciende de la Trochita en Moll para volver a su casa, …y descubrir que la Rubiecita, errática en su recorrido -como de costumbre-, también baja pero a varios metros, en el vagón ubicado cerca de la locomotora. La primer idea que asalta al Pollo es: “¿Por qué no me la crucé durante el día?”. Y la siguiente: “¡No la dejes ir, boludo!”.
Corre hasta donde ella se encuentra y se detiene unos metros antes. No es bueno que los vean juntos cerca de su casa. Porque el Pollo hoy está decidido a hablarle. Ya basta de mentiras. No lo soporta más. Quiere contarle lo mucho que la quiere, que la extraña, que desea besarla y ser su novio. Pero para concretar misión tan trascendente, necesita alejarse de su fuente de trabajo. Y que ninguno de sus vecinos, menos aún sus hermanos, lo descubra traicionando el mandato de sus padres: sostener el “curro del mudito”.
La sigue de cerca, pero sin dejarse ver. Hasta que no queda nadie a la vista, las sombras del anochecer lo protegen, y al acercarse a una tupida enredadera, apenas iluminada por un foquito a media cuadra, se adelanta y la detiene, tomándola por un brazo. La Rubiecita se sobresalta, a punto de gritar, pero al reconocerlo suspira, y le sonríe.
-¡Hola! Qué sorpresa verte abajo del tren.
Y él, respirando hondo, armándose de coraje, despliega esa precisa frase, que ha escuchado por el barrio en boca de alguna vecina chismosa, y que el Pollo supone convocante de secretos hechizos, ganadora del corazón de la niña.
-¿No tendrías una estampita de San Antonio? Digo…, para pedirle que me traiga una novia tan linda como vos…
Ella abre los ojos tan grandes que parecen a punto de salírsele de las órbitas, desbordada de asombro. No puede creer lo que está ocurriendo delante de su nariz, pero menos que la respuesta del Pollo ante sus constantes ruegos de curación mediante el balsámico efecto de sus estampitas, la posibilidad de operar un cambio tan drástico en él excede cualquier explicación que pueda darse a sí misma. Entonces, dejándose llevar por la emoción, olvidando por completo la frase que acaba de decirle el Pollo, alza los brazos por encima de su cabeza hacia el cielo, sonríe con una luminosidad desconocida, como si acabase de descifrar un enigma tan antiguo como el origen de la Humanidad, y exclama a viva voz, antes de salir corriendo en dirección desconocida:
-¡Milagro! ¡Milagro! ¡Soy una Niña Santa!!!
*de ALDIMA. aldima@uolsinectis.com.ar
(Gracias!!! A Mercedes y Jorge, por su asesoramiento santoral)
Foro del Inventren: este foro es abierto, no hace falta ser abonado y tiene por fin intercambiar anécdotas, relatos, historias surgidas de puño y letra sobre el tema de viajar en tren, o de viajar por la vida y ademas en tren.... y desde luego recibiran las 36 estaciones del actual viaje.
para inscribirse hay que enviar un mail en blanco a .
inventren-subscribe@gruposyahoo.com.ar
InvenTren ..abrimos la vida como un relato que circula por las vías oxidadas, los recuerdos desplazados por el aquí y ahora. y de paso damos vida literaria a estaciones y pueblos abandonados.
Para leer escritos del Inventren del 2003 pueden acercarse a la Página construida por el diario La Unión para alojar al Inventren:
http://www.launion.com.ar/arte/inventren/index.htm
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que abjuraba de la distancia.
*de Oscar A. Agú. cachoagu@yahoo.com.ar
InvenTren
-Nosotros bajamos, acá- dijimos y sin tener en cuenta las miradas curiosas de nuestros tres acompañantes, les dijimos hasta luego y empezamos a caminar, a un costado de la vía, deliberadamente, para disfrutar del paisaje del campo, seco pero reverdeciendo, en ese maravilloso día primaveral. Mientras intentaba sacar alguna fotografía, seguía caminando y para
no perder detalle, me adelantaba a José Luis, que charlaba y charlaba sobre lo que íbamos a ver.
Los terraplenes, llenos de distintas especies silvestres, se veían francamente maravillosos, llenos de cardos y flores de nabiza. Un ombú, del tiempo de tata y mama, gigante y con una copa de verde fresco, nos dio pie para sentarnos un cuarto de hora, a observar los surcos y peinar nuestra imaginación, con un arado que trabajaba a los lejos.
Equipo de mate de por medio, como cada vez que emprendemos la aventura de pisar y conocer lo nuestro, disfrutamos ese momento y nos refrescamos un poco. de la hora de caminata que ya habíamos realizado.
Sentir que estábamos ahí, que éramos parte de un paisaje muy cotidiano, pero a la vez muy diferente, nos encantaba.
Escuchar los sonidos del lugar. El viento primaveral, pasando entre el follaje y la armonía del cuís, liberado del miedo a lo desconocido y acercándose a este par de humanos, como si estuviésemos plantados ahí.
-Seguimos-, le dije a mi compañero de mini aventuras, cuando el agua del termito se terminó.
Y otra vez, a seguir el recorrido, mientras el sol nos acompañaba desde el lado izquierdo, sin darse cuenta que hacía arder mi frente.
Casi una hora y media después, Divisamos el edificio de la estación Moll. Menos mal que había llevado un rollo de fotos de repuesto, porque lo que vimos, lo construido, fue tan llamativo y maravilloso, como la propia naturaleza.
-¡Qué estilo respetable, tiene esto!- dije ante la sorpresa de José Luis que es arquitecto y que sonriendo, respondió: -Aunque no responda a un determinado estilo, como expresás, se observa el buen gusto, el refinamiento en la construcción, pese a su deterioro y sobre todo que debe haber sido diseñada con la esperanza puesta en el crecimiento del lugar-.
- Antes que nada- pensé, -la esperanza en el futuro, eso es lo que hizo crecer al país. Después de todo y de tanto trabajo, tantas construcciones deterioradas pero eficientemente erguidas, queda la esperanza en el trabajo, en el volver a reconstruir o resguardar patrimonios del pueblo y en el encontrar formas de hacer más nuestro lo nuestro.-
*de Moni. Monipas05@aol.com
Estación Moll
1. EL REGRESO*
Igual que el viejo tren, rechinante y cansado, vuelvo a la estación aquella donde, hace tanto tiempo y tarde a tarde, se acercaba a mí la niña del vestido celeste, con reflejos de sol en su pelo castaño y el asombro asomado a sus ojos color miel...
¡Cómo me gustaba esa pequeña! Alegre, pizpireta y traviesa, se sentaba en mis rodillas y se dejaba resbalar por mis piernas... y era cantarina su risa, como de cristales entrechocados, cuando tocaba el piso con su trasero.. ¡Qué épocas aquéllas!...Claro, yo era joven, estaba en mi esplendor...
Las muchachas se acercaban a mí, ruborosas pero osadas y siempre traían un nuevo tema de conversación. Los estudios, los profesores, los muchachos...
Esperaban la llegada del tren de las seis de la tarde. Cuando veían asomar la locomotora a carbón y escuchaban las pitadas con que se anunciaba, se acercaban al borde del andén y esperaban que
detuviera la marcha. (Todavía me parece oir el chirrido largo de la última frenada). Entonces se mezclaban entre los pasajeros que bajaban... siempre encontraban algún conocido que venía de "la ciudad", y que las informaba sobre las últimas novedades respecto a la moda, la vida social y todo lo que puede deslumbrar a los dieciseis años.. Cuando el tren reanudaba la marcha se dispersaban como habían llegado: "sonando a música de cascabeles"...
Un rato más tarde iban cayendo las damas de mayor edad; se reunían en el portal de entrada de la estación y comenzaban su cotidiana caminata por el andén, de una a otra punta una y otra vez, espantando a las palomas que osaban posarse en el suelo que ellas pisaban.
Y no quiero pecar de engreído, pero "las señoras" también me miraban con cariño.
Como dije antes, yo lucía muy bien entonces. ¡Dios, cuántos recuerdos de mis días en la estación!...
Siempre fui un solitario y me gustaba pasarme las horas en ese lugar, mirar los retazos de cielo asomados sobre los techos de los andenes, la melancolía de los atardeceres de lluvia, mientras tejía sueños recostado sobre la pared. Pasó el tiempo. ¡Mucho tiempo pasó, por la estación y por mí.
Y se fueron notando sus huellas. Ella y yo envejecimos juntos.
Me di cuenta la mañana en que, debido a un esfuerzo, se fisuró mi pierna derecha.
Me la entablillaron, pero ya no fue lo mismo....
A los dos meses, un resbalón y esta vez le tocó a la izquierda. Entré en una tristeza honda y fui dejándome caer. Un domingo no pude mas y me derrumbé.
Ya en el suelo pensé: ¡Dios mío! ¿Qué será de mí ahora?...¿Adónde iré a parar, viejo, solo y achacado?...Las sombras y la brisa me trajeron olor a muerte.
A pesar de todo tuve suerte; dos almas caritativas me levantaron y me acomodaron, como pudieron, en una sala donde había otros en mis mismas condiciones.
Transcurrieron muchos meses y yo seguía con mis achaques, aunque en ese lugar tibio y resguardado los soportaba mejor. Varios de mis compañeros empeoraron y debieron llevárselos. Mi intriga fue siempre ¿a dónde?
Una mañana temprano vinieron cuatro auxiliares y comenzaron a cambiarnos de lugar. Dos de ellos me tomaron con mucha suavidad y cuidado para llevarme a otra sala más amplia y luminosa.
¡Qué alegría sentí al divisar la ventana que dejaba entrar el sol y me permitía ver un jardín bien cuidado y varios árboles robustos, donde los pajaritos, al atardecer, se reunían en un concierto de piídos hasta encontrar cada uno su cobijo.
Varios hombres vestidos con guardapolvos me rodearon, me palparon, me volvieron de espaldas, miraron con detenimiento mi esqueleto y decidieron hacerme un tratamiento de rehabilitación de esos que ahora llaman de "última generación"...
Lo cierto es que después de sufrir una operación en cada pierna, movilizaciones, sesiones de calor etc, al cabo de veinte días no podía creer lo que me estaba sucediendo; el cambio era tan notorio que no
me reconocía: tenía buen semblante y... ¡Podía pararme solo!
Pedí que me acercaran a la ventana.
La tarde era radiante; una brisa tibia y perfumada me envolvió...¡La primavera había llegado!... Y pese a que no recordaba qué día, sabía que en primavera era mi cumpleaños...
Me sobresaltó una voz a mi espalda que decía:
_¡Vamos, viejo, ya es hora de que salgas de aquí!...¡Andando!...
_Pero... ¿ A dónde me llevan ahora?...No tengo ya mi hogar y...
_¡Cállate, rezongón, tendrás una sorpresa!...
_¡Y vaya si la tuve!...¡He vuelto a mi casa, a mi lugar en el andén!
...Perdonen mis lágrimas...Ocurre que durante estos últimos años, estuve convencido de que terminaría mis días en... ¡Un geriátrico para bancos de estación!!!
*de Fanny Garbini Téllez. fannyte@ciudad.com.ar
2*
A Martín Rébora
Como cada mañana de su vida, el Pollo, escurridizo y esmirriado, hace su trabajo a conciencia. Sabe que si no trae a casa la plata que su madre y su padrastro le exigen a su regreso cada tardecita, lo dejarán sin comer; o peor aún, le darán tal paliza que lo dejarán marcado, dolido, humillado, como tantas veces ha ocurrido en el pasado. Entonces, para evitar sufrimientos inesperados, limosnea en los pasillos del tren a través de una excusa tan buena como cualquier otra: tiende sobre manos anónimas, o sobre los muslos o carteras de quienes apenas lo registran, un papelito fotocopiado, escrito vaya a saber por quién, que dice:
“ME AYUDA POR FABOR SOMOS SIETE ERMANITOS Y MI MAMA NO TIENE TRABAJO ADEMÁS DE ESTAR MUY ENFERMA YO NO PUEDO ABLAR POR ESO NO VOY A LA ESCUELA NECESITAMOS LA PLATA GRASIAS”.
No trabaja sólo él; sus hermanos también se dedican a lo mismo. Pero prefieren ir cada uno por su cuenta. Ya saben que juntos se pelean, y que si se pegan o se putean entre ellos espantan a la gente, que deja de darles moneditas, esas de 5 o de 10 que siempre recibe, a veces hasta de 25 o 50, llegando casi al milagro cuando alguien se encuentra generoso, o se confunde de moneda, y le tiende un peso… Pero para que ello ocurra, el Pollo prefiere ir solo, con el pilón de ajados papelitos apretado en su mano sucia, y comenzar a repartirlos desde media mañana, ya que muy temprano hay tantos pasajeros que ni siquiera puede caminar por el vagón. Además, con todos dormidos, nadie le presta atención. Y así persevera hasta volver a su casa, en la villa, rogando que esta noche le den algo de comer, deseando con toda su alma que el plato que encuentre sobre la mesa esté caliente.
Dando vueltas por los vagones ha conocido mucha gente: guardas que lo empujan para que salga del vagón hacia el andén, vendedores ambulantes que lo ignoran o le dedican alguna esporádica sonrisa, y por sobre todo, cantidad de otros pibes como él. Algunos son unos atorrantes de los cuales es mejor estar bien lejos. Pero otros pueden llegar a llamarle mucho la atención. Sobre todo la Rubiecita.
La conoció una tarde de junio, mientras afuera diluviaba y él sentía un frío espantoso, apenas abrigado por una remerita de manga larga y un pulóver apolillado que encontrase por la calle. Ella tenía puesto un buzo colorado desteñido, tan mugriento como su cabello rubio ceniza. Repartía estampitas de santos, casi sin mirar a la gente, como si viviera en otro mundo. Hasta que sus miradas se cruzaron de casualidad, mientras él se demoraba recolectando sus ajados papelitos. El Pollo jamás había visto unos ojos tan grandes y hermosos como esos. La mirada que le dedicó la Rubiecita lo enamoró de inmediato.
A partir de esa tarde, su recorrida ferroviaria había adquirido otro tono. Salía de su casa con un entusiasmo desconocido hasta entonces. Hasta su madre, triste y rezongona, lo notaba cambiado, aunque no supiera decir por qué. Bastante tenía ya con el vago que se había conseguido por marido, y los tres nuevos pibes que le había dado, como para andar vigilando al Pollo.
La Rubiecita subía en la Estación Tapiales, y hacía un recorrido un tanto misterioso. Por más que el Pollo quisiera recordarlo, ella lo modificaba sin previo aviso. A veces se bajaba en Navarro, otras seguía hasta Moll, e incluso podía continuar viaje, sólo que el Pollo aquí se bajaba, en Moll, cambiaba de tren y volvía a su casa. Más de una vez quiso seguirla al bajarse ella de la Trochita, pero la segura promesa de una paliza ante una llegada tarde o una baja recaudación lo intimidaba al punto de mirarla de lejos, contentándose apenas con una de sus profundas miradas de ojos color café.
Hasta que una tarde, en su errático andar a bordo del vagón, la Rubiecita superpone su reparto de estampitas en la vuelta que suele hacer el Pollo con sus papelitos, y le alcanza uno de esos tramposos mensajes fotocopiados que había caído al piso. Sólo que la Rubiecita, antes de que el Pollo advierta lo que ocurre y se acerque, alcanza a leerlo.
-Uy, pobre… -, murmura, saliendo de su habitual ostracismo, con una enorme congoja. -¿Qué te pasó que no podés hablar?
El Pollo putea a su padrastro por todos los azotes que le ha dado para convencerlo de que no debe decir una sola palabra a bordo del tren, y evitar arruinar el engaño con el que recolecta sus moneditas. En lo más profundo de su alma, hoy más que nunca la mira directo a los ojos y desea hablarle, decirle algo lindo, preguntarle cómo se llama. Pero nada; el temor a una paliza, o a que lo echen sin remedio de su casa, puede más. Mientras ella, casi sin mirarlo, con la cabeza en otra parte, se dice a sí misma:
-Qué me vas a hablar si no podés…
Al Pollo la emoción lo sacude de tal manera que no alcanza a inventar alguna clase de comunicación: ni gestos con la cara, ni la mímica con las manos, ni escribir con algo en el suelo, nada. Apenas la contemplación enamorada de esos ojos cuyo recuerdo lo acuna con cariño por las noches, en el piojoso catre que comparte con dos de sus hermanos, quienes siempre lo andan molestando, a patada limpia.
-No importa –dice la Rubiecita, tal vez sin darse cuenta de las reprimendas que pueda recibir por la noche, al volver a su casa. -Voy a darte una estampita de San Martín de Porres, el patrono de los enfermos; las de San Expedito se me acabaron. Es para que tu mamá se cure pronto.
De más está decir que la madre del Pollo jamás se enterará de la existencia de dicha estampita, y que aunque estuviese un poco enferma, jamás admitiría que alguien limosnease en provecho de su propia salud. Si los beneficios económicos provienen de una serie de papelitos mentirosos pero anónimos, mucho mejor. Sin embargo, esta estampita se transformará para el Pollo, quien sonríe agradecido, en un tesoro más que valioso, único en el mundo, del cual jamás le contará a nadie.
Al día siguiente, ve de nuevo a la Rubiecita. La diferencia está en que el encuentro no es nada casual; ahora es ella quien se acerca decidida hasta donde él se halla contando sus moneditas, con parsimonioso aburrimiento, y en un arranque sorpresivo le dice:
-¡Hola! Como tu mamá no consigue trabajo, vos no te podés curar y hablar otra vez, así que estuve pensando que mejor le das esta estampita. Es San Cayetano, el patrono del trabajo. Por ahí si le reza al santo consigue alguna changa…
El Pollo no sale de su asombro. ¡Ella se acordó de él! Un calor desconocido le trepa por la panza y llega hasta el corazón. El deseo de agradecimiento le ilumina la mirada y está a punto de traicionarlo, porque casi abre la boca para decirle algo. Pero se contiene, recordando la posible paliza que le darían en su casa, al terminarse el “curro del mudito”. Entonces le sonríe, como único recurso expresivo, pero tan cálidamente que ella se conmueve y agrega:
-Y para que vos no te quedes sin nada, tomá -, y le extiende otra estampita: -Es San Blas, el patrono de las voces y las gargantas. Rezale todas las noches, capaz que así te curás…
El Pollo no lo puede creer. Su emoción es tan grande que se deja llevar por el impulso y le estampa un beso en la frente, para luego alejarse corriendo, presa de una vergüenza que lo deja todo colorado, como si se le hubiesen caído los pantalones en medio del vagón y se descubriese desnudo delante de todos.
Al otro día, una luminosa tarde de invierno, el Pollo sube al vagón esperanzado con volver a encontrarla. Y la magia se produce al poco rato, al identificar entre la gente ese clásico buzo colorado desteñido. Al encontrarla, esboza una enorme sonrisa de dientes cariados y le extiende un trémulo ramito de flores robadas de algún jardín cercano a la estación; flores de invierno, casi marchitas, para nada vistosas. Sin embargo, importa más la decisión y la alegría que demuestra este chico suspicaz y buscavidas, que el regalo en sí mismo. La Rubiecita lo comprende en seguida, y le devuelve la sonrisa, extendiéndole otra estampita, a cambio de las flores.
-Tomá, es San Pantaleón, el médico; para que tu mamá siga rezando y se cure. Y para vos… -, duda, busca entre el nutrido manojo de estampitas, no se decide, hasta que lo observa detenidamente y le extiende una nueva estampita. –Tomá: es Santa Rita, la patrona de lo imposible. Pero ojo con lo que le pedís, porque “Santa Rita, Santa Rita / lo que te da te lo quita”. Es para que le pidas por tu voz, para que vuelvas a hablar…
El Pollo observa las figuras del santoral y no sabe si ponerse a reír o llorar. “¡Si supieras lo que tengo que hacer para ganarme el pan, Rubiecita!”, piensa para sí mismo. Pero vuelve a contenerse, y le sonríe otra vez, eternizando ese contacto mudo, donde todo parece quedar implícito. Ella le agradece las flores, las huele quizá en vano, y se aleja por el pasillo, mirándolo de reojo por sobre el hombro, con un brillo pícaro y piadoso al mismo tiempo en su mirada.
La próxima vez que se encuentran, las condiciones cambian. Hace ya varios días que el Pollo no coincide con ella en su diario trajín recolector de astrosos papelitos y escasas monedas. Su ausencia lo entristece. Había soñado con encontrarla en cada jornada, pero parece que las cosas no resultan como él las había pensado. La Rubiecita simula haber desaparecido, y eso lo tiene muy mal. Ensombrecido como pocas veces se ha sentido. Opacado por la adversidad. Extraña esas rústicas y coloridas estampitas que ella le regalara con una ilusión tan precaria como falta de sustento real. Y con esa sonrisa mágica, convocante de inusitados sentimientos.
Al atardecer, el Pollo desciende de la Trochita en Moll para volver a su casa, …y descubrir que la Rubiecita, errática en su recorrido -como de costumbre-, también baja pero a varios metros, en el vagón ubicado cerca de la locomotora. La primer idea que asalta al Pollo es: “¿Por qué no me la crucé durante el día?”. Y la siguiente: “¡No la dejes ir, boludo!”.
Corre hasta donde ella se encuentra y se detiene unos metros antes. No es bueno que los vean juntos cerca de su casa. Porque el Pollo hoy está decidido a hablarle. Ya basta de mentiras. No lo soporta más. Quiere contarle lo mucho que la quiere, que la extraña, que desea besarla y ser su novio. Pero para concretar misión tan trascendente, necesita alejarse de su fuente de trabajo. Y que ninguno de sus vecinos, menos aún sus hermanos, lo descubra traicionando el mandato de sus padres: sostener el “curro del mudito”.
La sigue de cerca, pero sin dejarse ver. Hasta que no queda nadie a la vista, las sombras del anochecer lo protegen, y al acercarse a una tupida enredadera, apenas iluminada por un foquito a media cuadra, se adelanta y la detiene, tomándola por un brazo. La Rubiecita se sobresalta, a punto de gritar, pero al reconocerlo suspira, y le sonríe.
-¡Hola! Qué sorpresa verte abajo del tren.
Y él, respirando hondo, armándose de coraje, despliega esa precisa frase, que ha escuchado por el barrio en boca de alguna vecina chismosa, y que el Pollo supone convocante de secretos hechizos, ganadora del corazón de la niña.
-¿No tendrías una estampita de San Antonio? Digo…, para pedirle que me traiga una novia tan linda como vos…
Ella abre los ojos tan grandes que parecen a punto de salírsele de las órbitas, desbordada de asombro. No puede creer lo que está ocurriendo delante de su nariz, pero menos que la respuesta del Pollo ante sus constantes ruegos de curación mediante el balsámico efecto de sus estampitas, la posibilidad de operar un cambio tan drástico en él excede cualquier explicación que pueda darse a sí misma. Entonces, dejándose llevar por la emoción, olvidando por completo la frase que acaba de decirle el Pollo, alza los brazos por encima de su cabeza hacia el cielo, sonríe con una luminosidad desconocida, como si acabase de descifrar un enigma tan antiguo como el origen de la Humanidad, y exclama a viva voz, antes de salir corriendo en dirección desconocida:
-¡Milagro! ¡Milagro! ¡Soy una Niña Santa!!!
*de ALDIMA. aldima@uolsinectis.com.ar
(Gracias!!! A Mercedes y Jorge, por su asesoramiento santoral)
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